domingo, 30 de noviembre de 2008

Otra que el Reger niño del Estado

El sufrimiento y las “lues” han debilitado mi memoria, y es por eso que a veces invoco mi pasado como un sonámbulo, y ella me traiciona al tratar de evocar mis primeros años, cuando abandoné la casa de mis padres, allá en las sierras de Córdoba.
Muy vagamente, como entre brumas, como cubiertos por un tul grisáceo, desgarrado en partes, pasan ante mí esos años en triste y doliente caravana, que dejaron en mi ánimo una impresión de amargura y cortedad que el tiempo no pudo disipar. Lo que no he de olvidar nunca, aunque la locura se empeñase en borrar a brochazos de inconsciencia la tela donde ha pintado el recuerdo, es el edificio gris de altos muros y de gruesos barrotes en las ventanas donde iba a pasar mi niñez. Aquel colegio que más que colegio era cárcel o asilo.
Fue allí donde engrillaron mis ímpetus infantiles, fue allí donde se borró la risa de mis labios, fue allí donde trataron de estampar sobre mi rostro la careta del jesuita, fue allí donde me enseñaron a leer, a rezar, a mentir y a masturbarme. La autoridad bondadosa de mi padre fue reemplazada por la palmeta incasable, odiosa y brutal del celador… Aquellas palabras de cariño y de ternura que oía en mi terruño, entre la suave quietud de las quebradas y la infinita melancolía del crepúsculo que venía hacia mí, dulcemente, quedamente, como un perdón de madre a mis travesuras del día, a esas palabras benditas las reemplazaron blasfemias sagradas…
Evoco aquellas noches de hambre y de frío que hacían encoger aterida a mi pobre alma de niño. Los desolantes silencios de los oscuros dormitorios que sólo interrumpía el eco lento de los pasos de una figura negra, que escrutaba entre las tinieblas con quién sabe qué designios los semidesnudos cuerpecitos blancos… Las cruentas mañanas en que el agua de los lavabos cristalizada quemaba nuestros rostros y manos... ¡yo no las olvidaré nunca!
La misa diaria antes del desayuno, mientras la noche se va entregando rendida al amanecer que avanza, el arrodillamiento sobre el duro banco, y la cabeza inclinada, vencida por el sueño sobre el libro de tapas negras y cruz dorada, como un ataúd…
Fui allí cuando empecé a odiar a Dios, a ese Dios en cuyo nombre me robaban la risa y el sueño y se llagaban mis rodillas…
Había tomado la costumbre de escupir siempre que pasaba junto a un crucifijo. Una vez pretendí hacerlo sobre él mismo. Mi saliva no llegó hasta él.
Yo era muy pequeño o el crucifijo estaba muy alto.

(El derecho de matar - Raúl Barón Biza)

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