miércoles, 14 de enero de 2009

La Colorada (II)

Ayer viajaba con mi hijo sobre mis piernas en el colectivo. Entretenido y cansado, va con su helado (¡me salió un versito!) de frutilla y derramándolo sobre mi camisa nueva Wrangler (trucha, de 25$). Entre risas, mientras tanto, trato con mi dedo de esparcir los trocitos de helado que caían sobre mi atuendo de trabajo.
Charlábamos, hasta que, de un momento a otro y con sus ojitos de Chino Volpato, comenzó a delatar su pequeña historia de sueño. Ya en silencio, yo observaba a través de la vieja y sonora ventana del colectivo de la línea 9. Aún renegaba por los 5 centavos del vuelto que el chofer acaba de guardarse (robarse). Como sea, con mi hijo empalagoso durmiendo sigo observando por la ventana una moto pequeña con dos ocupantes...

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La Primaria.....

Si tuviera que posar frente al espejo y preguntarle quién es el más lindo del reino, con obviedad no estaría entre las primeras 15.000 respuestas. Pero si la pregunta se orientara a lo opuesto, el espejo reflejaría la nariz de Diego Peretti para recordarme que la estética no es lo primordial en este planeta. Hasta ayer, que lo vi en la TV, podría jurar que esa nariz tiene vida propia, aunque hoy, que estoy un poco resfriado y congestionado, ya me quedan dudas (¿?).
Volviendo al tema “espejeril”, pude ver no sólo el paso del tiempo, sino los rastros dejados por la pubertad, marcas del acné, de peleas callejeras, de las cañitas voladoras de Navidad, etc.
Suficiente cantidad de bombardeo nostálgico para observar el calendario y retroceder 14 años.
Allí estábamos todos, Daniel, Cristian, Ariel, Patricio, Ángel y yo, frente a nuestra querida escuela. Mis amiguitos... compañeros de pandilla... Hacíamos las mil y una en las siestas tucumanas. Es que sabíamos que este tipo de amistad pura (y cruel algunas veces) derriba cualquier obstáculo social.
Basta decir que mi escuela era igual a cualquier otra, de barrio, donde muchos chicos de clases media y baja tratábamos de cultivarnos con un poco de números y libros de lectura.
Escuelita... donde aprendemos a sumar, a restar, a jugar a las figuritas y a presumir.
Aquí los varones nos damos cuenta (pero sin reconocerlo) de que en crecimiento y maduración estamos a años luz de las niñas.
¡Cómo será que pasa el tiempo que el panchuque no existía! Y Alperovich no era más que un bigote en remojo en algún lugar del peronismo antiguo.
Pero, apuntando a los sentimientos, alguna vez fui niño, y en séptimo grado conocí a una niña muy especial. No solo por su cabello, que era colorado como “cachete de gordito insolado”, sino porque, a esa edad, nadie siendo varoncito se atreve a dialogar con una nenita. Es que, por más que a uno le guste una niña, actúa como un imbécil con boligoma.
Si te gusta una niña, uno se acerca y en vez de decirle decentemente: “¿Necesitas la plasticola? ¿Te gustaría ir a cenar conmigo dentro de 15 años?”, prefiere actuar como el más vil de los villanos: “Pendeja, tenés el cabello seco... Aquí te traigo la crema”, mientras le untas el cabello con la goma de pegar y le das tirones de oreja en simultáneo.
¡Eso era presumir! Un patetismo absurdo... Bah... Eso es ser niño.
Un pequeño no razona, no sabe que lo menos atractivo y sensual es maltratar a una niña. Pero qué se puede esperar de alguien que todavía usa las tapitas de gaseosa para “sumas de dos cifras”.
Y en ese panorama conocí a Estela, la chica colorada que venía del turno tarde y ese séptimo grado sería nuestra nueva compañera.
Lo mágico fue que terminé siendo amigo de ella como quizás no esperaba ni esperé serlo con alguna niña, menos a esa edad. Tanto fue así que podíamos dialogar... ¡SÍ! ¡DIALOGAR!... como si nos conociéramos de toda la vida. Compartíamos los lápices, las gomas (no ser mal pensados), las reglas, los deberes de la escuela, y, sobre todo, nos prestábamos atención.
Para final de año ya estaba encantado, enamorado de aquella pequeñísima y dulce niña. Ese año pasó rápido. No puedo negar mi deseo de que quedásemos de grado para poder compartir más tiempo. Pero era una utopía: tenía todas las materias aprobadas, y si no era así, mis padres me colgarían del oxidado mástil del patio.
Esa niña resultó ser mi asignatura pendiente, aquella que no figura en ninguna libreta, pero sí en mi cabeza.
Hoy tengo voz de Fabián Cubero, cara de latita de Brahma y cabello de esponja de acero. No sé si son cambios buenos o malos, pero algo no se ha modificado, y es que, cada vez que la veo (y no son muchas veces), retrotrae a mi mente a la frase de la última fiesta de grado:
–Sos el mejor amigo que he tenido.
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Y vas pasando frente a mi ventanilla, de acompañante con un muchacho que sólo Dios sabe qué hizo para ganarte. Quizás no sepas que te he querido varios añitos después de despedirnos de 7mo. Mirá cómo ha pasado el tiempo que ya tengo un hijo, y vos... ya no tienes el cabello rojo que llamaba mi atención. Pero aprovecho este rincón anónimo para decirte... ya a lo lejos del tiempo: Me gustabas mucho.



Este post lo publicó El Piñatero en su efímero blog “Sin piñata no hay posada”. Me impresionó tanto cuando lo leí que decidí guardarlo; y ahora que no está más en la web, lo devuelvo a ella para que algún otro trashumante cibernético lo encuentre y se conmueva. Y, tal vez, piense en otra Colorada.

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