lunes, 30 de marzo de 2009

Injerto de tiempo

El boludo del noticiero dice que este fin de semana se acaba el verano, que el domingo va a llover y que después ya no habrá temperaturas como la de hoy. Estoy seguro de que no es así, de que son más de las superfluas palabras de esos infelices presentadores de noticias y simuladores de emociones.
Como sea, aprovecho que me siento bien, que descansé, y salgo a caminar antes de que se vayan las sombras. Al cyber barato y a mi impresora de cabecera, unas cincuenta cuadras en total. Sin apuro, esquivando el sol, que pega, trato de penetrar en esa sensación olvidada que debería ser natural (¡eso es un yogur!), la de no sentirme agotado, extenuado, somnoliento. Pese a la falta de prisa, por un par de cuadras voy mano a mano con los autos que quieren subir a la autopista.
En el cyber no hay máquinas libres. “Paso de nuevo en un rato”, le digo al chabón, y voy a imprimir la penúltima versión del cuento para el concurso. Agarro una cortada que no suelo tomar, y las putas brotaron como hongos después de la lluvia. En la entrada de un telo, en el escalón más alto, como subida –merecidamente– al podio de la belleza, hay una pendejita dominicana, flaquita, con la pancita al aire, que le queda a la altura de mi cara, sandalias con tacos y una pollera tableada. Está para enhebrarla de un certero pijazo. Pero no tengo plata ni estado físico.
Me llaman la atención unos bondis que pasan por ahí, y antes de llegar a la avenida se me forja una frase más para el cuento, que tal vez contribuya a redondear lo interno del personaje. En la avenida, al sol y mientras cruzo, la repito, para no olvidarla, y voy tratando de pulirla. Por seis cuadras lo intento. En una de ellas, un nene sale de un bar y busca a un señor que arregla un auto estacionado. Tiene dos billetes de dos pesos en la mano. Tiene más plata que yo el guachín.
Como esperaba, no hay nadie en mi destino. Puedo tipear mi oración, imprimir mi cuento y evacuar mi vejiga en paz, sin tener que explicar nada, en una inmejorable invisibilidad. Luego, desando el mismo camino. En la vereda del telo sigue habiendo muchas chicas, pero no la pendeja aquella. No duró mucho desocupada. Previsiblemente.
La última esquina ya es gris oscuro, y no solo por el follaje del árbol y la lluvia de aire acondicionado. Cuando termino en el cyber, salgo a una noche cálida, y decido dar una breve vuelta extra para alargarla un poco más. Pronto el sudor vuelve a pegotearme apenas la remera.
Desde el cielo, una teta opima derrama su leche luminosa por las calles interiores, donde sucesivos negocios de comida se preparan para la seducción del viernes a la noche con olores de brasas, levaduras y hornos grasosos. Las botellas de cerveza transpiran y pasan de mano en mano, como una puta, aunque no niegan la boca. Después, vuelven a la vereda o a la mesa.
Es en esa caminata solitaria y profunda donde me doy cuenta de que la cabeza no se me derrumba, el cuerpo no me pesa y el calorcito no molesta; de que el aire tibio de la noche se abre a mi paso. Es una sensación copypasteada de otro tiempo, como de hace dos años, cuando me preocupaban otras cosas, vitales, aunque ahora parezcan secundarias.
Un tipo corre alrededor de la plaza, y hoy tengo energía: siento que puedo ir y pasarlo, y después sacarle otra vuelta. Podría caminar más, quiero caminar mucho más porque no sé cuándo volveré a sentirme así ni, menos, cuándo volverá a ser normal.
Pagaría por que todos los días fueran como hoy, pagaría por poder poner pausa, pero la vida no tiene pausa, ni para lo cotidiano, ni para hechos extraordinarios como este. Y si siempre es una fuente de angustia, ahora lo es más, porque ya me acorrala la embocadura de la calle que me lleva a casa y a la habitualidad.
Luego de comer, comienzo a escribir esto, y me voy a dormir temiendo que mañana será otro día de mierda, durmiendo mal y despertándome diez veces. Lo que no temí es que eso se iba a repetir todos los días de esa semana, en la que me iba a enfermar y no iba a poder disfrutar ni un día de ella ni de su calor, ni del de la siguiente, que el fin de semana fue mayor que el de aquel viernes.

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