domingo, 31 de mayo de 2009

Autoantología semestral y pajera (III)

Psicólogos (I) * ¿Mala praxis o mera pelotudez?
Congreso, domingo a la tarde
Feliz Navidad
En esa esquina
Déjà vu
Deseo
Vivienda social (Bereterbide y sus apologistas)
Juan Carlos Pelotudo (h)
Injerto de tiempo
Sin reservas
Para Lo
La ciudad de los perros
Twitteando desde el bondi
Matemáticas (II)
Alta voz

Cómo funciona la cabeza de la gente
Bonaerense TV
Cicatrices por segunda

Matemáticas (I)

Paso por canal Encuentro y paro en el programa de Paenza. Las matemáticas no son lo mío –y no sé si puedo decir de algo que sea lo mío–, el programa me parece tan abstracto como ellas y Paenza me cae mal porque fue quien le acercó a Grondona la versión perfeccionada del sistema de promedios, cuyo único fin es evitar que los equipos grandes desciendan. Justo antes de que mi dedo gordo le baje el pulgar, plantea el siguiente problema. Tenemos que tomar una decisión y podemos consultar a dos personas. Sabemos que una de ellas acierta la mitad de las veces y que la otra se equivoca en nueve de cada diez ocasiones. ¡Qué boludo!, pienso. Le preguntás al que se equivoca y hacés lo contrario. Ampulosamente explica de nuevo el problema, da un vasto circunloquio, y dice lo que yo había respondido desde mi sillón de televidente. Y parece que necesita explicar por qué. Y vuelve a dar las razones por las que hay que preguntarle al que se equivoca, como si fuesen muy abstrusas, y dice que eso es el pensamiento lateral, o algo vinculado con él. Y me levanta la autoestima.

Penas

Atravieso Baseland, y en una cuadra veo tres grupetes de personas, en otros tantos umbrales, anestesiadas y humeantes. Como si allí terminara la lobreguez, el panorama no es tan sombrío cruzando la calle.
De un garaje sale corriendo un niño pequeño, y su padre le dice que se detenga, que no corra. El chico, que está afianzando su autonomía motriz, no le da mucha bola, y continúa su carrera, liberado, por fin, del auto que los devuelve a casa el domingo a la noche.
El señor, grandote y de jogging, insiste, y su esposa, alta, fea y grasamente clasemediera para vestir, aparece en escena, saliendo del garaje una vez que ya lo crucé, y desde detrás de mí lo instiga: “No le digas ‘¿querés que te pegue?’. Pegale un chirlo”.
Hasta que escuché esa orden no había notado su presencia, y entonces fue cuando la encontré con la mirada, que buscaba descubrir a la bestia imperativa. Al volver la vista al frente, veo al grandote de jogging obedeciendo a su esposa. Lo agarra al nene, que queda de pie, con la cara a la altura de los muslos de su padre, y se inclina para pegarle una nalgada más simbólica que dolorosa.
El niño comienza a llorar intensamente. Se acuclilla y se niega a andar. De la nada, estos pelotudos crearon una situación de violencia, angustia y dolor. De lo normal, una oportunidad para ejercitar su poder patológico sobre un indefenso. Lo alzan para cruzar la calle, y otra vez llora y se empaca cuando lo depositan en la vereda. El padre le muestra un juguete, un camioncito, como una zanahoria a un burro. Tratan de caminar, tomándolo uno de cada mano, pero al final el sumiso golpeador lo vuelve a alzar y lo lleva a upa.
Ellos doblan en la esquina, rumbo a su depto, y yo sigo mi derrota exhausta y soñolienta hasta mi casa. Entonces me reconozco a favor de la pena de muerte. A pelotudos como estos habría que matarlos. Lisa y llanamente. Habría que erradicarlos de la faz de la Tierra. Sin más. Sin grandes operatorias que industrialicen la justicia. A mano limpia, con un adoquín, con un machete. O, mejor, a distancia, sin entrar en contacto, sin que se enteren. De un tiro por la espalda, con un láser que los pulverice.
Habría que matarlos por pelotudos, por imbéciles, por tener hijos para maltratarlos, para sumirlos en su mierda automotriz clasemediera sin ver que las criaturas tienen sus tiempos y sus necesidades, entre ellas correr. Y habría que matarlos por condenar a sus hijos a la pena de vida. No a cualquier vida, lo que ya sería un castigo funesto, sino a una vida con ellos, donde reproducirán su lógica y se transformarán en nuevos seres clasemedieros. A una vida donde la violencia, aunque sea simbólica, es no sólo una respuesta, sino la primera y casi automática respuesta. A una vida donde los objetos son los que dan satisfacción y calman la angustia, la pena y el dolor. A una vida donde los primeros productores de angustias y penas son los mismos padres.

Festejo

Nelson: Te felicito, Simpson. Acepto que sabes conducir.
Bart: Lero, lero… Lero, lero…
Marge: Bart, recuerda que también hay malos ganadores.
Bart: Nunca he ganado antes, y quizá no vuelva a hacerlo. Lero, lero… Lero, lero…

Pintada dicotómica y nocturna

tiempo jaula

                                     no tiempo          llave 
                                                 dilema
                                               confusión
                                                  fusión
                                        pija           concha

Semáforo

Espero para cruzar en Colombres y Rivadavia. También espera una pareja que se besa y se manosea concienzudamente.
El chabón le mete las manos en el orto a la chica, le amasa las nalgas a través de su larga pollera mientras ríen e intercambian saliva, y ambos disfrutan sus cuerpos y las miradas ajenas.
Cambia el semáforo. El 132 articulado se detiene, y yo vuelvo a zigzaguear en busca de las últimas vetas de sol que se forman entre los edificios. Ese es todo el placer al que tengo acceso.

Esh imposhible, esh imposhible…

No puedo decir las cosas.
No puedo escribirlas acá porque me denuncian, o me pinta la paranoia extrema, y al final va a ser para quilombo.
No puedo pelearme con todo el mundo. Con todos los desconsiderados del mundo. Con todos los desconsiderados de los alrededores de mi mundo.
No puedo cagarlos a palos.
No puedo partirles un fierro en la cabeza, ni puedo prenderles fuego la casa, ni puedo pegarles tres balazos por la espalda.
No puedo dormir. (Y cuando duermo, sueño banda de boludeces).
No puedo descansar, ni puedo coger.
No puedo laburar, ni puedo estudiar.
No puedo esto, no puedo lo otro.
Mis viejos me pelotudean.
Nadie me da bola. No en los términos que necesito.
Nadie es quien yo necesito que sea. Yo tampoco.
Es imposible vivir así.
Por algún lado va a explotar.

Polisemia

–¿Voy bien para Constitución por acá?
–Ehhh… ¿Para la calle, para la plaza o para el barrio?

Tengo el síndrome de Alf



Necesito comerme un gato.


Hace más de cuatro meses que no toco otra piel (salvo esa tarde en que las cosas salieron mal). Y no logro recuperar la mínima capacidad pulmonar, mental, cardíaca, espiritual, etc., para acometer la empresa.
Encima, parece que los hados se divierten a mi costa. No puedo coger porque estoy reventado por la falta de descanso, y una parte de eso se debe a los que no me dejan dormir cuando garchan sobre mi cabeza a 140 ppm (pijazos por minuto). Los conté, no me acuerdo si el domingo a las 5.30 a. m., el mismo domingo a las 7.15 p. m. o el lunes a las 11.55 p. m.
Los lunes él se levanta, como todos los días hábiles, a las 5.30 a. m. y me despierta con sus pasos de plantígrado y su ímpetu para subir la persiana. Como ya sé que lunes y miércoles vuelve tarde, lo espero. Así no me despierta cuando sube la persiana –de nuevo– para fumarse un puchito en el balcón, cuando habla a los gritos, cuando discute con la novia…
Entro a mi pieza y descubro que, más de dieciocho horas después, el macho hipervital tiene energías para coger. Esta vez no sólo me hace oír el traqueteo de la cama, que delata sus cambios de ritmo, como ocurre siempre, sino que me permite saber cuándo está por acabar.
Los gemidos de ella me informaron que tuvo su orgasmo. El tableteo de la cama se intensifica, y sé que ahora puedo apagar la luz y acomodarme para dormir. Restan unas pocas embestidas a toda marcha, que se coronan con el sonido gutural, casi vomitado, que acompaña la eyaculación.

domingo, 17 de mayo de 2009

Matemáticas (II)

El vecinito insufrible está haciendo la tarea junto con su madre malhumorada. Mientras, a la hora de la siesta del sábado, trato de recuperar una parte de las horas de sueño y de descanso que me robaron todos mis vecinos el fin de semana largo. La eterna crispación que irradian lo hace imposible.
Aparentemente está aprendiendo las raíces cuadradas, o eso intuyo en sus voces deformadas por la irritación. Me dan ganas de asomarme a la ventana y decirle: “Los radicandos son 36, 49, 64, 81, 100, 121, 144, 169, el de 14 no me acuerdo, 225, 256, la puta que te parió, morite, la concha de tu madre”.
Giro en la cama como un pollo en el espiedo, porque sé que estoy en el horno y no me voy a poder dormir: me robaron otro día, otra noche, otra tarde de sol, una de las últimas que quedan. En un momento se me conectan dos neuronas y descubro que si al radicando de 13, es decir, a 169, le sumo 13, y le sumo 14, tengo el radicando de 14, que es 196.
Lo pruebo con una más fácil: 81 + 9 + 10 = 100. Me aseguro con otro ejemplo: 100 + 10 + 11 = 121. Y con el siguiente: 121 + 11 + 12 = 144.
Y mi hallazgo permite que una sonrisa venza brevemente a mi agobio y mi somnolencia.

Cicatrices por segunda

Tengo un branding en el pecho
que dice NADIE.
Se me nota
aunque no ande en cueros.

Alta voz

El único dato preciso que recuerdo sobre esto es el nombre de la persona a la que se lo escuché: Alejandro Kaufman. El chabón hablaba de un texto de un escritor probablemente europeo, nacido seguramente en la época de entreguerras en una isla que quizá se ubicase en el Adriático.
El tipo este, no Kaufman, sino el otro, evocaba la vez en que arribó al puerto el barco que abastecía de provisiones a los lugareños con un elemento novedoso: el primer altavoz que llegaba a la isla.
Hasta ese momento, la voz era algo distribuido más o menos democráticamente. Había, como ahora, quienes tenían un vozarrón y quienes eran dueños de una vocecita agónica y extenuada. Otros –otras– habían sido condenados con la posesión de una voz chillona e irritante, y algunos laceraban el aire al hablar, y a la segunda inflexión descubrían su violencia contenida. Y seguro que siempre hubo una Karín para hacer flashear a alguien con cómo sonarían ciertas palabras en su voz. (Y seguro que siempre hubo alguien que pudo oírlas).
Pero todos estaban dentro de la escala humana.
(Los mudos, ¡qué sé yo! Forman parte de las anomalías genéticas, no sé, boludo… No me compliques el cuento).
Desde esa vez, alguien, el dueño del altavoz, estaría en condiciones de imponer su voz sobre la de los demás. E iba a hacerlo fuera de esa escala humana: no por ser un Esténtor moderno, sino por formar parte de las filas de la tecnología. Esa tecnología se ha perfeccionado, y las formas de poder y de exclusión resultantes de la posesión o no de una forma de altavoz son múltiples.
La que viene a cuento, la que me hace recordar esta historia, no es el debate sobre la Ley de Radiodifusión, sino la forma en que el botellero del orto con parlante me despierta cada mañana. El altavoz deforma sus palabras y las convierte en un mazacote ininteligible, pero capaz de traspasar mis tapones auditivos de silicona y, consiguientemente, de despertarme, esta vez un sábado a las 9 de la madrugada.
Vuelvo a recordarla un ratito después, cuando los graves del equipo de audio de la vecina hacen latir el aire, aun antes de que suene la orquesta que acompaña a Luis Miguel.
Y antes de dormirme, se me presenta de nuevo: cuando padezco otra forma de la antinaturalidad. Los vecinos del piso de arriba, y los del de más arriba, caminan con firmeza, y arrastran muebles, o se les caen cosas, y esos sonidos graves no solo traspasan los tapones, sino que retumban en mi cavidad craneana como si fuesen una trompada en la sien. Porque, no obstante su cotidianidad, ¡no es natural que alguien camine encima de nuestras cabezas!

Epistolario

Iba a postear alguna de las cartas de mi epistolario no correspondido. Alguna de esas cartas, notitas, esquelas, mensajes, recados, protonovelas que desde los 14 años he dirigido a varias personas que conocía sin que dedicaran un instante a responderlas.
De algunas tengo copia, o el borrador, pero antes incluso de buscarlas, me acometió una sensación desagradable, y desistí.
Parece que me siguen doliendo, que de esas situaciones, de la sensación de ridículo, o de ser molesto y desubicado, del choque con la ajenidad, aún no puedo tomar distancia.
Como si estuvieran vigentes, aunque esté más rescatado, o resignado, y ya no escriba cartas ni deje stickers en la puerta del laburo de nadie, ni le mande mensajes en Facebook a la doctora R03.

Valeria… naaa

¿Valeria? ¿Cómo que llamó Valeria? ¿Para qué llamó? ¡Quiero saber qué te dijo!
Recomienza la invariable discusión.
Yo soy tu mujer ahora. Quiero saber si estás capacitado para decirle que no. Cada quince días vienen los chicos, no tenemos tiempo para nosotros…
Esta vez la trasladan al balcón para no pelear frente a los hijos de él. Curiosamente, mientras están solos no galopan desbocados por el departamento, como hicieron durante las últimas tres horas, impidiéndome descansar lo necesario para sentirme en condiciones de ir a un recital en el GBA.
Como me impidieron dormir la noche anterior las amigas de ella, que terminaron la reunión a las cinco de la madrugada; como me lo impidieron cuando se levantaron todos, a las diez, y hasta las doce. Como me lo impidieron cuando volvieron, a las tres. Como me lo impidieron los otros niños, festejando sus inacabables goles virtuales.
Como me lo impiden casi a diario, aunque tome clonazepam, alprazolam, lorazepam o valeriana; aunque cierre la ventana, baje por completo la persiana o use tapones en los oídos.
Como despertaría a cualquiera escuchar voces a dos metros de la cabeza. Porque están en su balcón, pero a la misma distancia podrían estar en mi pieza. Como despertaría a cualquiera el profundo retumbar de las paredes y el techo con las carreras de los niños, y con los macizos pasos de los adultos.
Como están los chicos, discuten en voz baja, y no oigo cuando ella le dice que quiere casarse y tener un hijo, y le reprocha que a él le dé lo mismo con ella, “pero con Valeria no te daba lo mismo”, y lo corre con que lo va a tener sola si no lo tiene con él.
Tampoco me entero de si ella dejó de tomar las pastillas anticonceptivas o si evitará repetir la historia de Valeria, que tuvo su segundo hijo como último –y vano– recurso para salvar la pareja. Porque no sólo me entero de cada vez que garchan, sino que hasta sé cómo se cuidan. ¡Será de dios que hasta eso me obliguen a saber estos hijos de puta!
¡Será de dios que me hayan robado otro día de mi vida!
¡Y será de dios que no los haya podido cruzar todavía, que no haya encontrado la manera!

Bilingüismo

El jabón de tocador es brasileño, y en el envase –una cajita de cartón– dice:

sabonete cremoso para uma pele luminosa e com vida
beauty bar para una piel luminosa y con vida


Al dorso agrega:

sabonete cremoso para peles maduras e sem viço
pro age beauty bar para pieles maduras y sin brillo


Antes de fusilar a los infelices que tuvieron la idea de escribir eso, les preguntaría si no se dan cuenta lo, ya no digo esnob, lo grasa que es usar esos anglicismos pelotudos.
Y después del fusilamiento me volvería a preguntar si será que los brasucas tienen más respeto por su cultura y su lengua que el que tenemos nosotros por la nuestra.

Recuerdos de la fuck (V)

Me entero por la tapa de un diario. Murió Klimovsky.
Yo cursé con él. Y lo que más recuerdo de sus teóricos, además de sus peroratas sobre el modelo nomológico deductivo, en las que glosaba su libro (o tal vez en el libro glosara sus clases…), es la peripecia que me implicaba llegar allí.
Salía de mi laburo a las 7. Y la clase empezaba a las 7. Cerraba, corría (es decir, corría) una cuadra y media, me tomaba un taxi, atravesábamos el tránsito de Congreso… Varias veces me bajé una o dos cuadras antes porque Marcelo T estaba saturada, y corriendo (es decir, corriendo) hacía más rápido que con el taxi. De paso, me evitaba la caída de dos o tres fichas.
Llegaba entre y cuarto e y veinte, subía la escalera corriendo (es decir, corriendo) y me sentaba en alguno de los escasos lugares libres, o incluso en el piso. Rápidamente, muchos alumnos –digamos que un 20%– se retiraban. Me llamaba mucho la atención que se fueran tan pronto… hasta que un día supe el porqué.
La semana previa al primer parcial, uno de sus adláteres dice en el otro teórico, el del sábado temprano, que los alumnos que tienen ausente en esas clases automáticamente van a final. Y nombra a unos cuantos, entre los cuales estoy yo. Me acerco, sorprendida y caliente como una pava, y le digo que no falté nunca.
El sujeto, profundamente soberbio y desconsiderado, cuyo nombre no recuerdo, es de esas personas que escupen cuando habla. Entre gotas de saliva me dice que ellos toman asistencia al comienzo de la clase. Le explico que llego tarde porque vengo de laburar, y elige mentirme para dar por terminado mi reclamo: “Nosotros no podemos tomar lista dos veces”. Como soy cagona, y pocas veces hago lo que pienso una y otra vez, como si sólo pensar en ello me aliviara, o me descomprimiera, no le tiro un pupitre por la cabeza, que es lo que corresponde.
Lamento no recordar el nombre del miserable en cuestión. En el libro, Klimovsky menciona a tres tipos como colaboradores: Carlos Alberto González, Juan Carlos Gavarotto y Ricardo Borello. Es casi seguro, entonces, que uno de ellos fuese aquel sorete. Y otro sería el que daba algunos teóricos de los sábados como si recién hubiese bajado de un ovni, totalmente descolgado, lejano y despreocupado por completo de establecer empatía con el alumno, o de generarle interés.
En esa cátedra todo era tan inconexo y deslavazado que era como cursar tres materias en una. La única que zafaba era María Martini, una de esas minas de las que uno no podría decir que es linda, y que, no obstante, es súper atractiva. Aunque fumara. Y aunque eso habilitara a los alumnos fumadores a acercarme al cáncer de pulmón.
Digo que zafaba, y tal vez el recuerdo de una clase amena esté construido por el recuerdo de su cuasi belleza. Lo que es seguro es que, ante nuestro desconcierto acerca de lo que iba a tomar el tipo de los sábados, le preguntamos a ella cómo era la mano. Y su respuesta nos alivió: “Eso se lo tiene que decir él”. Ah, bueno, nos lo va a decir. Nos va a hablar. Bien. Una buena noticia…
Y lo que dijo el amanuense aquel era falso. No sólo podían tomar lista al comienzo y al final, sino que sería deseable que lo hicieran para evitar el escape masivo que hacía que cada teórico concluyese con cerca de la mitad de los alumnos presentes. Sin embargo, el forro este, y toda esa cátedra, la cátedra de Klimovsky, como tantas otras, se cagaban en el esfuerzo del alumno. Formaban parte de ese tsunami expulsor que te arrastraba escaleras abajo, vestíbulo afuera, hasta la calzada de Marcelo T.

Ten years after

Pueden verse aún, en el asfalto de la esquina de Saavedra y Carlos Calvo, restos de la basura que los vecinos quemaban para protestar por el gigantesco apagón made in Edesur, hace diez años y tres meses. Acá también llegó el corte, y todo el edificio estaba movilizado. Por el calor y el estrés de la situación, una tardé palmé mal. Me recuerdo en una silla del patio, abrumado de sopor, con una cubetera en la cabeza. Seguramente eran los cubitos que repartía Defensa Civil.
De esos días quedó una foto muy Lost en la que está Clon DM (es decir, clon de Emme) con algunos otros vecinos. Recuperada la normalidad eléctrica, una noche la vi sentada en la entrada del edificio, con jeans y zapatillas de lona. Miré por la cerradura, no sé por qué, y estaba sentada ahí, casi adolescente, quizá esperando a alguien.
Un mes después me mordió un perro cerca de aquella esquina, una noche. Y tuve que gastar los últimos ahorros de mi energía en las visitas a los hospitales (en la guardia del Ramos me dijeron que tenía que ir a la del Durand; fui esa noche y me dijeron que… volviera la mañana siguiente a la parte de Zoonosis), en las fotocopias, en conseguir que los dueños al menos me pagaran los remedios, en la vacuna. Es increíble cómo esos pequeños desvíos se morfan tanta vida.
Y en mayo quedé en cero. En rojo. Una mañana me sentí mal en el bondi, yendo a la fuck, como si me hubiera bajado la presión. Se me nubló la cabeza y no pude estudiar durante el viaje, como solía hacer. Al rato, tuve que irme de la clase porque sentía que me desmayaba.
No tenía prepago, y recurrimos a un homeópata amigo de mis viejos, que me recetó sus inefables globulitos. Mi madre, para variar, lo tomó con desdén, y la escuché decir que todo era porque ella viajaba a Europa con mi padre, a quien habían invitado no sé de dónde.
Casi dos años me sentí así de mal, así de débil. Y así se acabó la posibilidad de dar esa respuesta tan valorada, “estudio y trabajo”, a la habitual pregunta “¿qué hacés?”. Comía, y era como si la comida no se transformara en energía. Me atiborraba de morfi y a las dos horas tenía que picar algo porque estaba como si fuesen las seis de la tarde y no hubiera comido desde el desayuno.
Deambulé médico tras médico, me sacaron sangre unas veinte veces, me metí en un prepago, y al final me diagnosticaron “distrés psicofísico”. Pero no me dijeron cómo superarlo. Si me rompo una pata, me enyesás; si me duele la muela, me das Dorixina, pero esto ¿cómo se zafa? Puta madre, estoy pagando 150 dólares por mes y no me decís cómo me curo… Con alguno empaticé un poco; con su sucesor, casi nada. Los análisis daban bien, yo me sentía mal, y llegó un punto en el cual ni el médico ni yo sabíamos qué decir.
Al final, cicatrizó por segunda. Lentamente empecé a encontrar respuestas en mi cuerpo. Muy lentamente. A partir de aquella tarde calurosa en que salí de mi laburo y, en vez de tomarme un taxi en la esquina, o de probar cómo me sentía caminando un poco, que siempre era muy poco, llegué hasta la mitad del camino a patas…
En esa mala época, una vez encontré un bondi parado en el semáforo, semivacío, con las puertas abiertas, y no me animé a tomarlo. Lo dejé pasar para esperar un taxi que apenas si iba a tardar cinco minutos menos. Pero me daba más seguridad: si me sentía mal, podía decirle al tachero “volvé a casa”, “metele pata” o “me parece que me bajó la presión”. No había sostén para manejar las flaquezas de mi cuerpo, el 8-5 de presión, ni para apuntalar las de la cabeza. Dicho así parece que fueran entidades independientes…
Esa mierda me agarró mal parado, con demasiada energía puesta en el laburo y la f, y sin tener a quién pedirle algo sin que suene descolgado, lo cual me demoró aún más. Encima, lo que había empezado a construir en el colegio –lugares y gente fuera del oprimente campo gravitacional de siempre– se había revelado incapaz de trascender ese ámbito.
Durante algunos cuatrimestres fantaseé con volver a la f, pero quedó en la nada. Retomé la cotidianeidad del laburo yendo menos horas, aunque pronto no dio para más: mi reemplazante conquistaba lugares, y un día llegué y no pude usar la compu porque estaban todas las sillas ocupadas…
Puedo hablar de esto como si hubiese pasado hace dos meses. Pasaron diez años y es como si mi tiempo se hubiera detenido. Ahora me diagnostican lo mismo, y, si bien esta vez me medican, las inyecciones no surten un gran efecto. Como entonces, lo que necesito es esquivar la situación estresante. Y no sé cómo. Y, como entonces, no hay nadie cerca. Nadie que una tarde te acompañe en el bondi, que te tenga los anteojos si sentís que te estás por desmayar o que acerque una solución.
La otra vez, ayer, o hace cuatro meses, me enteré de que Clon DM se separó de su novio. Y en mi cabeza se transformó en la última esperanza blanca. Me conoce, y esto siempre es mucho más sencillo que empezar una relación con una desconocida.
En realidad, nunca hablamos realmente, y si intuyo que pasa algo, seguramente es por la ansiedad de nuestras madres. De hecho, la última vez que coincidimos en un lugar, la mía, con la sutileza que le es propia, me dijo: “Se hizo muy tarde. ¿No querés acompañar a Clon DM a su casa?”. Yo actué mi mejor cara de sorpresa, y ellas dijeron: “Después le explicamos”. Cosa que no hicieron.
Además, no tengo auto, lo que para ella es una condición sine qua non, según me dice la experiencia. Me pinta el mismo interrogante que cuando parecía que S…..a estaba al caer: ¿podré hacerlo bien? Y en todo este tiempo no agarré el teléfono para llamarla, tal vez porque espero alguna señal de bienvenida, que esa última vez no encontré. Y ya debe de tener otro, que pretendientes no le faltarán…
El mismo diagnóstico, el mismo desamparo, el mismo lugar, flashes con la misma gente… Decir que estoy en el mismo lugar de hace diez años pueden ser solo palabras, pero son diez años, como diez pisos de un edificio, aplastándome. Y me quedé ahí. Encallado. Como si la alineación astral que me puso en algunos lugares fuese irrepetible, como si no pudiese torcer el destino que me arroja al costado del camino.
Y esto no implica que lo anterior fuese gran cosa: había sensación de movimiento, sí, pero me moría por dentro, aunque los pelotudos a mi alrededor estaban chochos con mis actividades. Hasta que empecé a morirme por fuera también. Y lo tomaron como normal. Como parece que les resulta normal mi actual estado calamitoso, porque nadie mueve un pelo, y priorizan sus boludeces sobre mi salud.
El único final que se me ocurrió para este post dice: “Tendría que dejar de girar en círculos. Pegar un volantazo. Doblar para otro lado. Y que no sea el precipicio. El problema es si cada centímetro fuera de la huella es precipicio”. Pero son palabras. El final en serio pasaría por romper con todo esto hacia un lugar mejor. Y no sé cómo.


PD: Por si algún transeúnte cibernético pensó que se trataba de un post sobre la banda de Alvin Lee y se leyó todo esto, sólo por eso y para que no se sienta defraudado, acá va un videíto, que no sé poner de forma que quede lindo, pero por ahí les cambia el pH…

Ejercicio de templanza

–¿Qué te gusta de una chica?
–No sé… Que esté más o menos buena… No, en serio… No sé, que me dé bola. No me interesa estar atrás de nadie. Bueno, depende de la distancia. Si es muy cerca, puede ser. Digamos: 16 centímetros atrás de Carla Conte me interesaría estar. 16 centímetros, y acercándome.
–Está embarazada Carla Conte ahora…
–¡Mejor! ¡Y si ya tiene leche en las tetas ni te cuento!

Nop. Toma 2:
–¿Qué te gusta de una chica?
–Que sea puta. Como ella –respondo, señalando a su hija–, que terminó volteándose al psicólogo que la atendía.

No. No. Toma 3:
–¿Qué te gusta de una chica?
–Mmmm. No sé. Qué sé yo.

Psicólogos (II) * ¿No alcanzaba o no era lo que necesitaba?

Alguna vez me peguntaba, más bien retóricamente, si con 20 minutos por semana de psicólogo en el hospital público (me) alcanzaba. A mí me parecía que no, pero, bueno, tal vez la visión del quía, profesional, le permitía tomar una distancia de mi angustia y mi realidad que yo no podía tomar, y ver así que no necesitaba más que eso.
(Algo interesante con respecto a ese lugar es que cada uno de los cuatro profesionales que me entrevistaron se interesó en una cosa distinta de lo que dije cuando me preguntaban por qué había ido ahí. Eso estuvo bueno ya que permitió poner en perspectiva lo que pudiera decir cada uno de ellos, el que me atendió más tiempo o cualquiera de los otros).
A la misma hora que yo, iba una mina, paraguaya, cuya conversación con el psicólogo que la atendía traspasaba las débiles mamparas que separan los cubículos. Así, una vez escuché que el chabón pasó a atenderla dos veces por semana porque lo consideró conveniente. De todas formas, nada asegura que más de 20 minutos por semana pudieran brindarme contención o lo que fuera que necesitaba.
Acá surge la pregunta: ¿qué buscaba yo? Y otras más: ¿qué se puede encontrar allí?, ¿cómo funciona?, ¿cuál es su lógica? Se supone que es el chabón quien tiene que darse cuenta de qué necesito en ese ámbito. Y se supone que uno tiene que hablar, pero todo se maneja con sobreentendidos. Onda que necesitaría un manual de instrucciones para su uso correcto y provechoso…
Yo sólo podría intentar responder la primera: manejar el ruido, lo más explosivo y notorio cuando fui (que, en cuanto a perder el control del propio tiempo, fue una nada comparado con lo que vino después). O tener una mirada otra, que ayudara a cambiar esa perspectiva repetida de la frente contra la pared, y tratar de evitar que la circularidad de mi cotidianidad me secara la lengua y, por ende, la cabeza. O simplemente quedar en paz con mi conciencia y con la mirada ajena al haberlo intentado.
El chabón me dijo un día que en el hospital los tratamientos duraban cuatro meses y que ese lapso había pasado, y decidió que las entrevistas fuesen quincenales. Nunca antes me había hablado de eso, ni me lo habían dicho los otros tres profesionales que me entrevistaron, ni la secretaria… Pudo haberlo hecho, por ejemplo, cuando hablé de que –hace muuuuucho– había tenido ataques de pánico y de que trataba de no acordarme de eso. Pero sólo sugirió charlarlo más adelante, sin forzar la cosa.
Un mes más tarde internaron a un familiar directo mío, y nos vimos dos o tres semanas seguidas. La última vez, el clon de Emmanuel Horvilleur me dijo: “Te espero el miércoles a las 10.30”. Fui, no estaba. No me había avisado por teléfono, como solía hacerlo cuando suspendía la sesión.
Nunca más llamó.
La semana siguiente me enfermé, y, cuando me recuperé, no lo llamé. No sé si correspondía o si afectaba la distancia óptima entre el paciente y el terapeuta…
Quizá haya sido, simplemente, su forma de dar por concluido el tratamiento, como cuando saltaba de la silla y decía “lo dejamos acá” para terminar la sesión, y lo que quedaba interruptus nunca se retomaba. Yo no estaba seguro de si se acordaba o no, porque unas veces me preguntaba cosas que ya le había dicho en varios encuentros, y otras recordaba algo sólo mencionado una vez y de refilón.
Quizá esa discontinuidad sea lo habitual en esto.
Una vez me preguntó: “¿Creés que te puedo ayudar?”. Y no supe muy bien qué decirle: apenas un “sin fórceps”, “que fluya”. Y otra mañana dijo: “Tenés que ayudarme a pensarlo”. Pero ¿qué tiene que fluir?, ¿qué hay que pensar? ¿Qué quiere decir eso?
Como sea, no me parece que me haya ayudado mucho. No me parece que me haya ayudado. No creo que ayude que el chabón lea SMS mientras yo hablo, o que los mande de queruza, sin blanquear que tiene que mandar un mensaje. O que se ría y desestime el tema cuando le planteo que la proximidad de la muerte en gente cercana me hace pensar en cómo será mi propia muerte, o lo previo a ella.
Ni contribuía esa dinámica que se había creado, en la que cada uno ocupaba su rol, para usar esa palabra tan propia de su profesión, y que parecía haberse cristalizado. Y menos propicia aún era esa teatralidad del orden de lo prostibulario que se ejercitaba cada vez: el saludo, sentarme en la silla aún caliente donde se había sentado el paciente anterior (bueno, eso cuando no había que buscar un cubículo libre); a veces, el “esperame, que voy al baño”; esos silencios que ponían en mí las blancas y creaban un hielo más difícil de romper que el de los prostíbulos, donde uno, como aquí, es una pieza de una línea de producción fordista arrojada a la intimidad sin pasos previos. (Si ves que no arranco, arranca vos, boludo, porque “los silencios son clásicos” debido a que no sé quién empieza a hablar ni de qué…).
Y no creo que ayude la desigualdad; desigualdad que, por ejemplo, lleva a no compartir la idea de mí que se formó, que impide lograr esa referencia. No es lo que necesito: no vine sólo a hablar, quiero escuchar también. Ni la desigualdad, ni ser cliente/paciente, ni pasar por la vida de la gente fugazmente. En todo caso, para desigualdad prefiero una puta que me blackisee de lo lindo.