miércoles, 19 de agosto de 2009

Roturas

A los 14 me di cuenta de que estaba todo mal. En mí y en mi entorno.
Antes lo intuía: me acuerdo de hacerle bromas a mi madre con que tenía otro, con que le gustaba otro, este o aquel, Rómulo Berrutti entre ellos. ¡Y tenía otro, nomás!
Me veo hablándole de eso, dos o tres años antes, sentadx en la cama matrimonial que aún compartía con mi padre.
Lo que no sé es cuándo se rompió. O si vino (vine) falladx de fábrica. No sé cuándo ni cómo ni por qué. Ni qué. Pero algo no anda. Y aunque la gente sea insoportable, e incomprensible, no da echarle la culpa de todo.
Ya no es lo que podría darle a alguien, a los demás; o lo que alguien, los demás, podría darme. Esta vez me choqué con que yo no pude darme ni un mínimo algo. No salió…
Tendría que tener el UltraCompare para confrontarme con una normalidad que solo es ideal. Al menos, con la versión personalizada de normalidad que me gustaría. Así, sabría dónde están las líneas de código que faltan, las que están jodidas.
Encima, cuando mirás lo negro, lo ves más negro, ves todo negro. Porque quiero creer que hay algo que no está negro, que si viene esa ola, tal vez esa única ola, podría correrla. Reconocerla y correrla. Y terminar caminando en la arena, con la vida cambiada. Con la tranquilidad de que si se me pasa una ola, vendrá otra, y si no puedo correr esa, será la siguiente, o la otra.
Pero está todo negro. El cielo y el mar. Y vienen olas asesinas.
La enfermedad atrae enfermedad. Por eso, aposté a que se viera el lado sano, para que atrajera algo que fuese sanando al resto. A mantener la compostura, a no sonar desesperadx porque eso es espantagente. Y una garcha patética.
Y condiciona todo lo demás.
Tampoco salió.
Lo único que conseguí es la tranquilidad de mis padres, y la de sus amigos, como la compañera de laburo de mi vieja que se alegraba de mi “recuperación”. Esa vez me paré de manos y le dije: “¿De qué recuperación me hablás? Los enfermos eran los otros. Yo estoy igual, sólo que tengo algún recurso más para manejarlo”. No le cayó bien, y la conversación terminó rápido.
Hace un tiempo encontré un certificado del colegio, de primer grado, que decía que mis dientes estaban okey. En dos o tres años se destrozaron, y aún cargo con eso, incapaz de soportar la tensión de tener al dentista llevándose un pedazo de mí.
Por ahí se rompió todo simultáneamente. Por ahí no, pero hay una analogía evidente entre una rotura y otra. Tengo que arreglarme el comedor, pero me demanda DEMASIADA energía. Tengo que arreglarme a mí, y es impensable. Imposible en esta incompletud.
Arreglar todo lo que está roto es una quimera. La zanahoria que te muestra el psicólogo para que sigas pagándole, para que no te salgas del estándar, de su normalidad, que, como toda la medicina, tiene a la vida por el principal valor. No importa cuánto sufras, cuán improbable sea tu paz. La vida ante todo. Y si la cuestionás, si te cree el cuestionamiento, cuidate de que no te deje adentro.
La voluntad está, empecinada, y tratás de sostener lo insostenible, de levantar lo ilevantable. Pero una parte de tu cabeza se impone –¿realista?– y baja los brazos, te baja las defensas, y hasta el cuerpo te abandona. Te traiciona, te enferma, no quiere.
Esta rajadura no se arregla con Fastix. Y aunque la arregles, después hay que arreglar todos los destrozos que se produjeron como consecuencia de la rajadura.
Se pasa la vida, cada día perdido, y jugamos a que es un manantial inagotable. Se pasa demasiada vida doliendo para llegar a ¿dónde?
Tengo una pared acá adelante, que no es la pared de ladrillos huecos de mi pieza, esa que los vecinos de arriba hacen vibrar a diario. Es una pared de 30, un muro, la añosa y sólida fachada de la esquina sudoeste de Junín y Perón.
Y toda la bronca, y la frustración, y la insatisfacción, y la necesidad, se agolpan en mi puño derecho, vienen desde el antebrazo, llegan desde el codo, desde el bíceps cansado de pajas. Y no alcanzan para tirarla abajo. Si le pego una trompada me voy a romper la mano en mil pedazos. Otra vez. Me la voy a joder para siempre.
Entonces, me contengo y espero. No sé qué.

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