martes, 29 de diciembre de 2009

Drogas más fuertes, dosis más grandes

Esa es la lógica que vertebra la praxis psiquiátrica. Esa lógica y la arbitrariedad del que te juzga desde su ínclito lugar, y decide qué hacer con vos.
Hace dos años empecé con melatonina recetada por un psiquiatra de un hospital público para tratar de dormir, de recomponer la unidad de mi sueño despedazada por los vecinos del orto que padezco más o menos desde ese tiempo. Después pasamos al clonazepam, al lorazepam, volvimos al clonazepam de la mano de un médico clínico que explícitamente dijo que tenía pánico y que el lorazepam era para otra cosa. Un mes después el mismo doctor me dio alplazolam… Y ya no fui más.
Me administré las drogas a mi criterio, hasta que se acabaron. Y volvimos a empezar.
Uno me dice que nada. Otro, al día siguiente, que dos miligramos de clonazepam. Esta psiquiatra ataca con 200 mg de carbamazepina y la promesa de una dosis mayor si los 200 mg no funcionan.
Me hace la orden para un hepatograma sin decirme nada de las contraindicaciones. Ni siquiera me explica para qué ni por qué me la receta. Apenas un “para equilibrar”. ¿Qué hay que equilibrar? ¿Qué tengo que equilibrar? Encuentro razonable no estar muy equilibradx después de 17 horas de estar despiertx, de 7 horas de espera para una admisión que, ya me lo dijeron, es en vano; de llegar primerx, a las 3 y poco de la matina, y que no me atiendan primerx; de tener que sociabilizar con otros pacientes…
Encuentro comprensible reparar en una persona atractiva que pasa por la ventana porque ya no me interesa lo que me dice, ni cómo resuena lo que digo por enésima vez, por segunda vez en media hora. Es como un libro que no te atrapa: empezás a pasar las palabras, las líneas, rápidamente, en diagonal, haciendo un último intento por hallar algo que te resulte cercano. Pero es inútil. Y entonces ni le pregunto qué es lo desequilibrado.
La mina se hace cargo de mi comentario acerca de quien pasó por la ventana, y me pregunta: “¿Tenés muchas ideas al mismo tiempo en la cabeza?”. Parece que eso la lleva a recetarme su droga dura y a prever su uso prolongado.
Así, la próxima vez que me toque alguien que pregunte, como ella, si consumo drogas, podré responder “carbamazepina” en lugar de “clonazepam” (y será mentira, porque tres días me fueron suficientes). Y si es como ella, dará un par de rodeos para llegar a preguntar si consumo drogas “ilícitas”, olvidando el último fallo de la Corte Suprema al respecto. Por supuesto, no importa si consumo nicotina, como lo hacen en cantidades industriales los internados en ese hospital mientras dan unas vueltas por el parque o hablan por teléfono público.
Cuando se me escapa el nombre comercial por la sorpresa, casi por la gracia que me causa carbazepinizarme yo también, y digo “ah, Tegretol”, la mina me pregunta si lo conozco. Le cuento que sé de alguien que lo tomaba para tratar una neuralgia de trigémino, y recién ahí me dice que también se usa para la epilepsia, pero que no me preocupe porque no soy epilépticx. (Gracias por la noticia, doctora, y por la tranquilidad). En los días siguientes, una amiga de mi vieja me informará de que su hijo autista lo toma para tratar las convulsiones, y otra, de que en los hospitales a veces te dan un placebo de almidón en lugar de lo que dice la receta…
Y después –antes, en realidad–, la psicóloga termina cuchicheando con la psiquiatra delante de mí, acerca de mí. No sé qué le dice, pero evidentemente hay algo de mí que no puedo saber. Yo, en cambio, tengo que decirle todo, incuso si “tengo ideas feas”, como se refiere a la ideación suicida, o si tengo fantasías de venganza respecto de mis vecinos, y si las llevé a la práctica. Y todo eso anotado y registrado en un lugar estatal con nombre, apellido, dirección y DNI.
Aun antes, la misma psicóloga me dice que no amerito un tratamiento de los que se dan allí, que duran cuatro meses, a cuyo término te derivan a “algo más tranqui”, y no dice si eso más tranqui es pago o no. De inmediato tiene que comerse sus palabras, cuando pelo el papelito que me dieron en la guardia de ese mismo hospital prescribiendo tratamiento psicológico y psiquiátrico urgente y diagnosticándome una crisis de angustia. Entonces, me pregunta si siento angustia, y debo responderle que no sé qué se entiende técnicamente por angustia, que la que estudió Psicología es ella y no yo.
Supongo que reseño esa consulta, y cuando digo que me recetaron dos miligramos de clonazepam, la mina, descontando que me mandaron a la farmacia del hospital, me pregunta para cuántos días me dieron. “No. Me hicieron una receta”. Eso está mal para ella. No dice nada, pero lo noto en su cara.
Con su tono condescendiente, que sin duda me suena subestimador, comienza la entrevista preguntándome mis datos. Luego de preguntarme el nombre, me pregunta cómo me dicen. “¿Cómo cómo me dicen? Minombre me dicen…”. Si me dijeran Pocho, Turca o Garfio, usted, licenciada, ¿me diría Pocho, Turca o Garfio? Lo que sí me dice es “mirá vos” cada vez que le refiero algo, tal vez para ganar tiempo y poder anotar lo que le resulta relevante.
Luego, da por sentado que mi viejo tiene ingresos cuantiosos cuando le digo a qué se dedica, para admitir al instante que no sabe cuánto cobra alguien en esa condición. Y vuelve a bajar su línea ideológica preceptuando que tengo que colaborar con los gastos de la casa o afirmando que me cuesta comprometerme cuando le digo que hace tiempo que me entregué a los placeres de la prostitución. No sabe cuándo, cuánto ni por qué putañeo, pero ya cristalizó su imagen.
Todo el periplo es improductivo porque finalmente me dice que esa admisión es para ser atendidx a la mañana… El psiquiatra de la guardia no me dijo que había dos horarios de admisión distintos, uno para la mañana y otro para la tarde. Habló de las bondades de ese hospital, que incluían la atención vespertina, la entrega gratuita de medicamentos y sesiones más largas que las de veinte minutos que hay en el otro hospital público donde me atendí. Y me dijo que había que estar muy temprano, que era un sacrificio por una única vez. Cuando le consulté si a partir de las 4, me advirtió que había gente que llegaba a las 3.
Pero ahora me entero de que para ser atendidx a la tarde tengo que hacer otra admisión porque son equipos distintos. Tengo que ir el lunes 7,45 ¿y esperar hasta las 13? Eso no me lo dijo… ¿o sí? No sé si por el cansancio o por tener muchas ideas en la cabeza al mismo tiempo, pero no recuerdo qué debo decir cuando vuelva, si tengo que hacer otras entrevistas de admisión o no, si tengo que contar la historia de nuevo o no, si tengo que… Todo porque en la guardia me dieron la información equivocada, porque a la tarde “es otro equipo”, porque la guardia “es otra gente y no saben”…
Yo quiero dormir, no más. Y ninguna de estas drogas actúa sobre la parte del cerebro adecuada. Al final, termino bajando solx, siempre. Como cuando tenés un examen en la fuckultad: el examen pasa, y bajás. Como cuando tenés un bardo laboral o un familiar enfermo, y el bardo se resuelve (olvidate de que te paguen lo que te deben…) o el familiar se recupera, y bajás.
El problema es que casi siempre que bajo, cuando la adrenalina o lo que sea merman, la cabeza deja de estar en función “alerta total” y el sueño se reacomoda, mis vecinos interrumpen el descanso, y recomienza un ciclo que ya parece infinito.
El intento hospitalario seguramente procuraba desinvisibilizarme un rato y, sobre todo, que no se sequen mi cabeza ni mi lengua; hallar una mirada otra, un aire nuevo. Pero ese aire está viciado de prejuicio, de esa lógica de mierda que impera en un lugar al que no pertenezco, al que quieren hacerme pertenecer a fuerza de drogas del orto, a fuerza de tratarme como un cobayo.
No más.
Hasta que se me acabe el Rivaldo…

No hay comentarios: