domingo, 7 de febrero de 2010

Amputación

A los 14, cuando dejé el colegio, mis viejos cayeron en la cuenta de que sin esa obligación casi no salía a la calle. No advirtieron, ni ellos ni el especialista en autismo que me pusieron, que eso pasaba porque no había un puto lugar donde sintiera que encajaba, lo cual se debía, a su vez, y en buena medida, a que crecer acá me había dejado fuera del mundo y sin recursos para hacer pie en él.
Entonces, mi padre le asignó una nueva tarea a uno de sus sexagenarios empleados: que viniera a darme charla algunas tardes. Supongo que mi conversación no era muy interesante porque solía quedarse dormido sentado en la silla que ubicaba junto a mi cama. Un par de veces me llevó al cine. Eligió películas para niños, Heidi y otra parecida. Fue la última vez en mi vida que fui al cine.
A mi madre, en cambio, se le ocurrió pagarle a una compañera de su laburo para que me invitara a un recital. La mina tenía 20 años, y la recuerdo razonablemente linda. Corte que fuimos. Ella se encontró con una amiga, no sé si de casualidad o porque habían planeado ir juntas, y durante el show se levantaron a dos chabones. Y terminamos los cinco en un bar frente al Luna Park… En un momento las chicas fueron al baño, y lustros después comprendí que no era para hacer pis, sino para decidir qué carajo hacían con esa situación impar.
A los 14 años, y en el medio del desierto de mi adolescencia, era inexorable que me “enamorara” de alguien que me daba pelota, que me invitó a salir y que vino a casa una vez más y deslizó que podíamos salir de nuevo. Y como me “enamoré”, como me corrí del lugar al que me habían confinado, la mina se borró vertiginosa y definitivamente.
Busco profundo en la memoria, pero no logro acordarme de cómo se lo dije, si se lo dije o de qué forma lo manifesté. Nunca la llamé por teléfono ni se lo mencioné una tarde que vino a visitar a mi vieja, que no se sentía bien: más que por falta de huevos, para evitarme otro trance de incomodidad agobiante. Y ya no volví a saber de ella, salvo cuando mi madre agitaba su nombre, por ejemplo para que yo me bañara porque “a lo mejor viene Diana”.
Poco después mi vieja le consiguió una reemplazante, la vecina del décimo piso, que tenía 25 y no era tan linda, aunque sí más piola. Con esta chica no fuimos a ningún lado, pero venía a casa con más frecuencia que la otra, charlábamos más, tenía más onda. Un día, cerca de fin de año, le expresé, cara a cara y con palabras que no recuerdo, mis sentimientos hacia ella, que eran igual de inevitables.
La mina me re cagó a pedos, dijo su frase inolvidable –“uno te da la mano y vos te agarrás el codo”–, se despachó con una monserga sobre la diferencia entre el amor y el enamoramiento… y se fue. Y ya no volvió. No dijo “pendejo, ubicate, tenés 14”; no dijo “todo bien, pero no, no es recíproco”; no dijo nada sensato, no se desmarcó con la cintura que debía tener si había aceptado meterse en esa situación. Simplemente se enojó y desapareció.
Como era incluso menos rápido que ahora, no pude decirle: “No, el codo no. Las tetas quiero agarrarte”. No hubiera sido más que una provocación –¿una manera de defenderme?–, porque no era el incipiente y vaporoso estadio corporal de mi sexualidad lo que estaba en juego, aunque eso no impidió que esta y aquel salieran bastante lesionados.
Tampoco a ella la llamé por teléfono (¡todavía hoy recuerdo los números, el suyo y el de la chica del recital!). Le dejé una o dos notitas bajo la puerta del departamento preguntándole las razones de su abandono, lo cual me hacía sentir muy ridículo ya que vivía con su familia, ante la cual quedaba vergonzosamente expuesto. Nunca contestó. Poco después se mudaron, y –otra vez– ya no volví a saber de ella.
Desde aquel diciembre de mis quince años, desde aquella tarde en mi pieza y en el sillón del living, nunca volví a usar la palabra “amor” con nadie. Ni “amor” ni sus derivados. (Bueno, un “mi amor” te puedo decir, por ejemplo si me la estás chupando, pero no estoy hablando de eso acá). Nunca le dije a nadie “te amo” o “estoy enamorado de vos”. Me amputaron, una tarde de verano, esa voz. Su pronunciación, su escritura y la intuición de cuándo decirla.
De todas maneras, se puede vivir sin esa palabra, sin esa familia de palabras. Lo importante, más allá del rótulo –trato de convencerme–, es lo que se puede construir con eso. Y si hay una reciprocidad que lo alimente. Porque, si no, es un flash, algo que se consume en sí mismo, un nombre escrito en el margen de un cuaderno adolescente.
Entonces digo “te quiero mucho”. Y esta expresión, que sí uso, y uso a menudo, también suele sonarme como una acumulación de letras. ¿Qué carajo quiere decir que te quiero mucho, qué carajo querría decir que te amo? ¿Es un estado neuroquímico?, ¿es una reacción física, esa cuasi taquicardia que surge cuando pienso en vos a veces?, ¿es saber que si estuvieras acá me sentiría mejor? (y vos, ¿cómo te sentirías vos?).
¿Qué mierda es?
¿Me da derecho a algo?, ¿espero algo al decirla?, ¿qué? ¿Es algo meramente informativo, como una noticia presentada por Patricia Janiot, o pretendo que, aparte de saberlo, te dispare algo (algo que te acerque, claro)?
Así que tampoco sé si voy a seguir usándola.
El problema resultante es cómo me expreso, cómo salgo del solipsisimo. ¿Pidiendo que me miren? Van a ver lo que quieran, lo que puedan, y le van a dar el nombre que a cada uno le parezca, que a cada uno le cuadre mejor: lo van a ver con sus ojos y lo van a clasificar con sus categorías, y dentro de ellas.
Además de la gente que conocí a través de mis viejos, también contribuyó a reforzar esa amputación, a que no se regenerara la palabra, gente que conocí por mi cuenta. Ni siquiera pronuncié la palabra aquella vez. La intuyeron, o la construyeron en su cabeza: quisieron ver eso, lo vieron, y me sancionaron. De nuevo, sin decírmelo. Sin explicaciones. Sólo con silencio, con destierro. Con humillación.
Para ellas –para ella, que de golpe dejó de atenderme el teléfono y limitó al mínimo el contacto que teníamos por compartir el mismo ámbito, y para su amiga, que fue la encargada de las palabras agresivas– yo era de la B, yo no podía enamorarme ni desear ni un joraca. No a ella, no a alguien de la casta superior de los docentes. Tenía que estar quietito en el lugar que me habían asignado y que tan cómodo les resultaba, el de alumno favorito transformado en “hijo”. (Y posta que, aun sin saber cuándo se aplica la palabra amputada, tengo muy claro que podría haber querido muchísimo más a la que se subió a la torre del silencio, que puedo querer mucho más de lo que la quise).

Este post, como esta mañana, terminaron deformando mal. Me despertó temprano el leve sonido de un televisor vecino a eso de las siete. Y me costó bastante volver a dormirme. En ese ínterin me apabulló darme cuenta de que la amputación tiene un reverso aún más grande y negro: como el día que, de la –casi– nada, se me reveló que nunca había visto a mis viejos darse un beso, hoy caí, pesadamente, indefensamente, en que nunca había escuchado a alguien diciéndome su amor.
Ya sabía, desde no sé cuándo, que me habían amputado esas palabras, amor, enamorado, amar. Pero hoy, recién hoy, noté que, además de lo que no pude/puedo decir, nunca nadie me dijo que me amaba o que estaba enamorada de mí. La búsqueda solo arroja resultados para frases como “nos estamos conociendo”, “la paso bien con vos”, “sos lindo y bueno”, “sos re dulce”, “ya vas a encontrar a alguien que te quiera” (que equivale a “yo no te voy a querer ni en pedo”). En cambio, no tengo recuerdo de que alguien alguna vez me haya dirigido palabras como “amor” o sus derivados.
De lo que me acuerdo con detalle es de haberle pedido a alguna prostituta que me dijera algo así. No un “te amo”, sino un “te quiero”. Sólo para saber cómo suena, ya que no sé con qué sentimientos se corresponden esas palabras, cuándo se usan, cuándo no porque sería agitar, qué onda con ellas. (Y también me acuerdo de que me miró con una cara de extrañeza que me puso en la necesidad de explicarle: “Ya sé que no es cierto, boluda, pero tengo ganas de escuchar eso. Si te pido que gimas como en una porno, seguro que no hacés tanta historia, ¿no?”).
Por el contrario, sí sé lo que es el odio. A ese lo conozco bien: es lo que siento cada vez que me acuerdo de esto, de los que me pusieron acá, de los que quisieron que fuera una planta o un muñeco de Playmobil; de los que me inocularon el temor a molestar con mi cariño; de los que no solo no pudieron aceptarlo, sino que lo menospreciaron, lo condenaron y me hicieron sentir un zarpado, un insolente, una mierda.
A esos les deseo el Mal.
Puedo bancarme –debería poder hacerlo– que alguien se vaya si le pesa mi mirada, si la incomoda lo que me pasa con respecto a ella, la falta de reciprocidad o lo que sea (y ese “lo que sea” excluye de modo radical ponerme baboso o atosigar con gestos onda regalitos e ideas tomadas del manual del pretendiente barato). Lo que no tolero es que se vaya ofendida, porque estoy hablando de lo mejor de mí. Estoy ex/poniendo lo mejor de mí. Y, pese a carecer de palabras, a esa parte mía no voy a dejar que nadie la vuelva a lastimar. Aunque la herida de la consiguiente ausencia sea deletérea.
Si te ofendés, andate a la reputa que te parió. Morite, como dice mi vieja que se murió la vecina, de un ataque de asma, hace mucho. O terminá en la página de policiales acompañando a un acusado de cometer delitos sexuales que ya lleva más de un año en libertad mientras se instruye el sumario.
O, simplemente, quedate en tu mierda soberbia, sin poder comprender ni apreciar esto. A mí.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Q hubo en ese mundo primitivo q t hizo carecer d recursos?

Anónimo dijo...

Usa te amo para coger una vez y estoy enamorado usalo para coger una cuantas mas.Jajaja.Esa es mi experiencia

el autor del post dijo...

No sé si es lo que hubo o lo que no hubo.
Y tampoco sé si son hechos concretos, posibles de ser descriptos, casi fotografiados, o si se trata de una película, o de una sucesión de hechos que conforman un sentido, una idea, la cual debe ser re-cosntruida a partir de esas fotos.
Como sea, la sensación de que aún hoy me faltan líneas de código es enorme. Y que todo el tiempo termino tirando error, fatal error.

En otro orden de cosas, no sé qué es más terrible: si el hecho de que en 3x años nadie me haya dicho su amor, o darme cuenta de eso recién a los 3x años, como si todo este tiempo hubiera estado naturalizado, formando parte de la cotidianidad invisible, como el aire.

Anónimo dijo...

http://www.youtube.com/watch?v=NdNltmR7-KY

Anónimo dijo...

Qué mierda cuando Youtube borra videos.
El video borrado, el link que me dejaron, es "Les jours tristes", de Yann Tiersen.