miércoles, 31 de marzo de 2010

Beso el hueso

Los besos que más me gusta dar no son en la boca. Me gusta dar besos contra un hueso. No en zonas blandas o huecas.
Un beso intenso, firme, apretado, a repetición, en la cabeza, en el parietal, casi en la sien, en la coronilla, por todo el cuero cabelludo, o, más suave, en la frente. En el pecho, hundiéndome en el esternón, sin dejar marcas. En la cara, contra el maxilar inferior, o en la unión de las dos partes de la mandíbula. Presionando los labios contra el acromio, contra los huesos del carpo mientras se tensa el abdomen y se descarga el aire por la nariz…
Como si la fuerza que hago, que me deja hacer la resistencia que opone el hueso, pudiera transmitir más afecto, más energía, más vida.
Una voz transversal se me aparece y me habla de la no reciprocidad. De que un beso en la boca tiene un grado de reciprocidad distinto, más completo, que el de estos que describo.
Yo le contesto diciéndole que esa reciprocidad se constituye cuando recibo besos similares. Que me encantan, que me cambian la sangre, las ondas cerebrales, lo que sea. Porque regalo lo que me gusta que me regalen.
Pero me quedo pensando en si no es una vuelta que le encontré a la mudez de bocas que ofrezcan su beso.
Al rato, esa voz vuelve, vertical ahora, cayendo a plomo, y me dice que ve algo de p/maternal en esos besos en la cabeza, y se agarra de esa frase, “regalo lo que me gusta que me regalen”, para interrogarme, ella también, sobre mi niñez.

Imitación

A esa hora el cielo era azul subido, marino. Y el ámbar de las luces resaltaba manchones negros como pinceladas toscas copypasteadas de los descampados que flanquean las vías.
Casi dos horas de viaje hacen necesaria la recarga de combustible. Un jugo Ades chiquito que llevé en la mano todo ese tiempo. Cuando faltan dos estaciones, despego la pajita, la pelo tratando de no tocarla con las manos sucias, me ayudo con los dientes, perforo el círculo plateado, y empiezo a chupar.
Durante el tiempo en que me cargo del azúcar necesario para seguir en pie, me absorbe la inexorabilidad del negro ganándole al azul, oscuro, empetrolado, a través de la ventanilla. Aun así, registro que a mi derecha se sentó una mujer joven con un niño de unos dos años que no se queda quieto sobre su cuerpo.
Estamos llegando a la estación donde me bajo. Me levanto, y la mina tiene que esforzarse para dejarme paso, corriéndose ella, y corriéndolo al niño, que al fin se ha quedado quieto, recostado en su regazo.
Mientras yo me alimentaba mirando el color profundo, turquí, del cielo, parece que el pibe reparó en mí, parece que verme le disparó el apetito, o la imitación, porque, sereno y concentrado, él, prendido a la teta de su madre, también se alimenta chupando.

Noctámbula

Estos días estoy durmiendo con un horario “normal”. Me acuesto a la noche, entre las 10 y las 12, y me levanto a la mañana, entre las 9 y las 11.
(En el medio, me despierto varias veces, me quedo desvelada, me pongo los tapones en los oídos para que los vecinos no me despierten, me demoro despierta un rato más cuando llega la hora de ponérmelos para tenerlos puestos menos tiempo y evitar incomodidades y dolores… y terminan despertándome igual, con tapones o sin ellos)
Y estos días no pude escribir un carajo. De día, aunque tenga tiempo y haya descansado, no me sale escribir. Ni frente a la compu ni sobre el papel, que hasta me imprimí los borradores que tenía, y casi no avancé con ninguno.
Vivo al ritmo del sol inquieto, que todo el tiempo me recuerda que se está yendo. Vivo al ritmo de ellos, que no paran de agitar el aire con sus movimientos y con sus voces.
No puedo decir-me lo que –me– digo acá, y fuera de acá tampoco puedo hacer nada de lo que quiero. Se pasan las horas sin que pueda detenerme, sin lograr concentrarme y sumergirme en la suspensión del tiempo que por un rato trae la noche.
Decir que no rindo, que el día no me rinde, es ponerlo en términos eficientistas. Entonces digo que no soy si no es de noche.
Y pido que se haga la noche. Y que se suprima la mañana.

Ataque de adolescencia

Quiero caminar todas las calles de mi barrio con vos.
Quiero caminarlas a cada hora del día, cada día del año, con el sol modelando nuestra sombra desde cada punto de su trayecto, desde cada uno de sus trayectos.
Quiero caminarlas cada noche, con la luna redonda como un fulbo que cae y podés parar de pecho, como una chica mitad de muzza y mitad de tappenade, como el borde perfecto de una uña cortada por una precisa manicura.
Quiero caminarlas bajo cada uno de los colores del cielo, con cada viento distinto en la cara.
Y quiero que después vengas a casa.
Y que no te vayas.

Disculpame, ¿tenés hora?

Cuando era adolescente, no tenía a dónde ir (más o menos como ahora, pero ahora lo piloteo un poco mejor). Muy de vez en cuando salía a dar una vuelta por ahí, un rato a la tarde.
A veces, para dejar de sentirme invisible, o para cerciorarme de que no era un sueño, le preguntaba la hora a alguien, aunque me resultara lo mismo que fuesen las tres o las cinco y media.
Un día, paradx en un semáforo, tan enfrascadx en lograr ese contacto, le pregunté a un tipo, y el chabón me señaló un gran reloj que había enfrente, creo que en la esquina de Rivadavia y Liniers, o Boedo. “¡Uh, qué boludx! No lo vi. Disculpame”.
Otra vez fui hasta la plaza de Salguero y Charcas, y a una o dos cuadras de allí, ya volviendo, le pregunté la hora a una mina que paseaba a su bebé en el cochecito. Me contestó con una amabilidad (¿con dulzura?) que discordó radicalmente de lo habitual, tanto que me sentí extrañamente bien (¿una persona?) y aún hoy lo recuerdo.

miércoles, 17 de marzo de 2010

“Yo acá estoy trabajando” (Majoh dixit)

Tuve que trasladar toda mi tristeza
sobre tu cama de alquiler,
colocando toda mi riqueza,
que soy yo de la cabeza hasta los pies.

Simple como el mundo es mi pedido,
compleja como el mundo es mi exigencia,
¡dame un rato de placer!,
y quédeme a tu lado envilecido
por tu indeseable prescindencia
y por tus ganas de comer.

Simple como el mundo es mi canción,
complejo como el mundo el petitorio:
déjame estirar sobre tu estera
mi rugoso corazón…
Espera…
y aparta de mi vista el mingitorio…

(No me acuerdo ya quién soy
-pedazo de carne donde late la angustia–.
Fríe el sartén los huevos molles,
y, en la litografía, el señor de Faverolles
te hace un corte de manga…
Las estrellas son los zanga-
nos de la luna abeja,
y tú eres una corneja
de carne mustia
en el santo día de hoy…)

No sé cómo te llamas,
te vi hoy por primera vez,
tu tez, tu pobre tez…
tu boca sin encías, donde dices que me amas…

(¡Puah!,
sobre tu regazo,
truhanesco cedazo,
que criba,
mi giba,
moral,
déjame llorar…)

(“Mudanza” * Nicolás Olivari)

Fragilidad

Habrá sacado el papel de la cartera, y peinó la línea junto al borde del escritorio de mi pieza. Mientras, yo me sacaba las zapatillas y las medias, y la remera. Cuando mis ojos volvieron a ver la luz y mi torso quedó desnudo, tuve que disimular la sorpresa y actuar la naturalidad. Tuve que contener el gesto que iba a terminar con la remera sobre el escritorio y tuve que estirar el movimiento, suavizándolo, para que el aire desplazado fuese escaso, mínimo, incapaz de desarmar su obra.
En esos centímetros ordenados de merca, que iba a jalar con el billete de cien que constituían sus honorarios y el viático, vi una metáfora de la fragilidad. Tanto lío, tanta guita, tanta historia para conseguirla –más siendo mina, más siendo gato-, tanto cuidado para tenerla encima, para pilotearla, para discernir cuándo y dónde corresponde ejecutar la función “careta”, para poder hacerlo… Tanta vida puesta ahí, y una desconcentración los aniquila.
Uno, ella, yo somos tan frágiles como ese pase. Construidos arduamente con los pedazos que nos quedan, a los que apenas si logramos darles una forma que nos parece sostenible, nos exponemos como podemos. Donde podemos. Y finalmente estamos a merced de un error, de la torpeza, de la revelación de lo subyacente, como toda la energía implicada en esa raya podía desintegrarse por un estornudo o el movimiento descuidado de quien se saca la ropa o se tropieza con los zapatos ajenos.
Hay (una) poesía en eso, pero no como está el David de Miguel Ángel en cualquier piedra. Está más a la vista, la puedo intuir, casi la toco. Sin embargo, como otras historias que están cerca, casi al alcance de la mano, resulta inaccesible (“I got this girl beside me, but she’s –shit!– out of reach”, decía Morrison).
No me da para contarlo escribiendo un poema. ¿Ves?, si fuese Casas escribiría un buen poema con eso.
Bueno, si fuese Casas escribiría buenos poemas…

Soy una sombra

que en ciertas noches
te llama
te nombra


(Y sé que lo único que puedo conseguir -¿lo único que busco?- es equilibrar un poco la química de mi cabeza, que los neurotransmisores vinculados con el habla se disparen y que la palabra unidireccional alivie cuanto pueda aliviar).

Comprándome zapas (II)

Tengo que comprarme un par de pantalones. Uno negro y otro azul, mínimo. Pero me resulta más fácil comprar zapatillas que pantalones. Más o menos sé de qué marca y cómo las quiero, y eso se puede ver a través de la vidriera, y se pueden comparar precios de productos iguales en lugares distintos.
Después de decidir, y de establecer una prioridad de opciones, uno va y pide, sabiendo lo que quiere y minimizando el tiempo dentro de un lugar tan inhóspito como un negocio, el trato con los vendedores apáticos, insoportables o desconocedores de lo que venden, y todos los esfuerzos que hay que hacer cuando no encontrás lo que querés, desde decir un “no” que no te suene hostil para el vendedor hasta emprender una nueva búsqueda.
Esto empezó con el primer par que me compré. La investigación previa derivó en una buena compra: unas buenas zapas a un buen precio. Y cuando algo sale bien de movida realimenta la cosa… Entonces, las estudio, expuestas en la vidriera y, a veces, en las estanterías separadas por marcas que tienen algunos locales grandes, y puedo reparar en los detalles que me interesan, más allá de si me gustan o no, lo cual es importante, tanto como el precio.
Veo si son de running, cuántos agujeros para los cordones tienen, dónde los tienen, si la parte del costado tiene un tamaño apropiado o si es medio corta (como esas Adidas cuyos cordones desgarré tratando de que me ajustaran mejor), si la estructura parece ser resistente, si el remate de la punta promete bancársela y no dejarme con el dedo gordo al aire…
La otra vez, cuando dejé de comprar Adidas, descubrí que la numeración varía no solo de país en país, sino también de marca en marca, y que no siempre hay equivalencias entre los números. Por ejemplo, para Nike 40,5 de Brasil es igual a 42,5 de Europa y a 9 de EE. UU., mientras que para Reebok una misma zapatilla es 40 en Brasil, 41 en Europa y 10 en EE. UU.
Pero ahora, además de los jeans, tenía que comprarme zapas. El relevamiento reveló que en el lugar donde compré la última vez era más barato; para mejor, tenían expuestos los dos modelos que me gustaban. ¡Vamos! Le pregunto al vendedor si tienen esas Reebok que en la vidriera son todas negras en negro con vivos violetas, como las que vi en otro lado. Dice que no hay, que seguro es un modelo distinto, y entonces elijo las otras que me habían gustado, en negro y gris, número 40 de Brasil/41 de Argentina. No las tiene en ese tamaño, y me trae el mismo modelo, pero en cremita –ni siquiera blancas- con la parte de arriba de los dedos en un horrible color pardusco.
“El número es este –le digo, seguro, cuando me pruebo la derecha–, pero el color no me convence”. Afirma que es un color muy elegante, miente que es como el de las zapas que tengo puestas, que son grises... Le pido las mismas, pero completamente blancas, y me dice que son de mina, y que tienen un reborde rosa, o verde agua. Se las muestro en la vidriera, todas blancas, con un cartelito que dice 35-43. Pero es como hablar con una pared.
Me ofrece otras negras, con unos adornos flamígeros en gris, y, además de muy llamativas, son más caras. Nop. No me mandé toda esa investigación para comprar algo que no quiero, para gastar 240 mangos en una cosa que a simple vista no me satisface. Le digo que estoy pensando, y lo que pienso es cómo le digo que no, hasta que le digo que no, que me disculpe, pero que no es lo que buscaba.
Consulto el papelito con las anotaciones, y me voy al otro lugar barato, que está a tres o cuatro cuadras. Cuando me atienden, pregunto por las violetas, a las que no había visto en la vidriera, y el pibe me las señala, bien a la vista, y me dice que son de mina, que solo hay hasta el 40. Si soy mina y calzo 41 estoy jodida, tengo que usar zapatillas de macho, pienso, y, de nuevo, pido las negras y grises.
Las trae, me las pruebo, camino… y se me salen de atrás. Como estaba tan seguro de que “el número es este” ni reparé en la considerable distancia que quedaba entre el dedo gordo y la punta de zapatilla. Le pedí un número menos, y me ajustaban bastante. Me gusta que las zapatillas me ajusten, pero las que tenía puestas me ajustaban porque había tirado de los cordones como un estrangulador sin un cuello a mano. Las nuevas, con los cordones relajados, dispuestos de esa forma tan extraña que no sé si vienen así de fábrica o si se debe a retorcidos empleados de las casas de deportes, me hacían temer que si las ajustaba iban a resultar casi dolorosas.
Por eso, y porque “el número es este”, 41 de Argentina, opté por las más grandes después de dudar unos cuantos minutos. (Fuck, acá hay que tomar una decisión, y tomo la decisión equivocada. Fuck again. Fuck yo). Las usé un par de horas en casa al día siguiente, y las seguía sintiendo flojas, chancleteando en cada paso lo suficiente como para que no pudiera dejar de pensar en ellas. Finalmente, las apreté en la punta, y descubrí que la uña del dedo gordo tenía espacio para crecer varias semanas antes de hacer tope.
Descalzo y confundido, se me ocurrió compararlas, apoyando la suela de la nueva contra la de la vieja, y a veces parecían más grandes, pero a veces parecían iguales… Entonces las medí, y tampoco estaba seguro. No sabía desde dónde medir: si sólo el costado, a ras de la suela; si desde la mitad del talón hasta la punta, si todo el perímetro de la zapatilla. Aun en la imprecisión, encontré que las nuevas eran más grandes, y lo comprobé poniéndolas juntas sobre el damero del parqué. Sí, son más largas: mismo número, misma marca, distinto tamaño… D’oh!
En el desconcierto de longitudes, hasta me medí los pies, porque en las zapas viejas el derecho tocaba contra la punta más que el izquierdo. Pero el problema no es ese: miden lo mismo…
Un par de días después fui a cambiarlas, y llevé la cinta métrica. Le explico al tipo que deberían ser iguales, que es el mismo número de las que tengo puestas, pero que son más grandes. Y me dice: “Sí, puede ser…” (!!). Trajo las otras, y ni me las probé: confiando más en la objetividad del centímetro que en la sensación de mis pies, medí su contorno, y eran aproximadamente como las que tenía puestas…
Todavía no les ajusté mucho los cordones, y se me salen un poquito cuando camino, pero menos que las anteriores, aunque me presionan bastante donde el empeine termina en los dedos. Pero, bue…, supongo que el uso las ablandará. Y dentro de todo zafan, aunque desde arriba, puestas, cediendo a la fuerza de mis pies planos, no las veo muy atractivas.
Igual, la próxima vez que vaya a comprarme zapas, voy con la cinta métrica. Así, además de probármelas y de tener en cuenta las distintas numeraciones, las mido antes de decidir.
Mientras, los lompas siguen esperando…

Olores

A carpintería.
A Seven-Up o Sprite recién destapada.
A jazmín.
A pan crocante.
¡A nafta!
Al perfume de S. (¿Sweet Honesty era?).
A kiosco de golosinas y figuritas.
A ruedas nuevas.
A pizza de jamón y morrones (de La Flor).
A Betnovate.
A eucaliptos, al parque Lillo de noche.
A pan tostándose.
Al que quedaba en las tapitas de gaseosas, especialmente las viejas, las de chapa, las que venían con imágenes coleccionables.
A romero.
A las gotas de cerveza que quedaron en la lata, cuando la vas a tirar, a la mañana siguiente.
A cuero. A campera de cuero nueva. A pelota de fútbol nueva, que da más ganas de olerla que de patearla…
¡A quitaesmaltes!
Al floripondio de mi jardín estallando en una noche de verano.
A mar, a la brisa marina pegándote en la nariz, en toda la cara, en la playa, en Necochea. (A lo que logro reconstruir de su recuerdo).
Y, sí, a tierra mojada. Obvio. Al que trae la lluvia y al que se levanta a veces cuando riego el jardín.

Carne fría

No sé cómo se activa el circuito que enciende la carne. Supongo que lo realimenta la reciprocidad, la continuidad de la reciprocidad. Tampoco sé cómo surge esa correspondencia ni si tratar de descubrirlo es como buscar dónde empieza una cinta de Moebius. Y, antes de la reciprocidad, habrá desde una predisposición física hasta la influencia inexorable del entorno donde creciste, de lo que viste, de lo que no viste. Y de lo que te fue pasando fuera de ese lugar.
Criarse en un ámbito donde ya no el garche –dejado de lado un par de años después de mi nacimiento–, sino una demostración de afecto entre mis padres, era una rareza que no recuerdo; donde pesaba tanto la ideología (en este mismo momento, en el living donde escribo hay al menos cuatro vírgenes en distintos estantes); en un lugar que disparaba tantos rollos con el cuerpo que en mi niñez iba a la playa con remera porque me daba vergüenza ponerme en cueros; transitar el resultado de una infancia sitiada, una adolescencia donde los demás eran inaccesibles, conformó, sin dudas, un sustrato para nada favorable.
Después, inerme y desconocedor del lenguaje, las cosas siempre fueron arduas. Pocas veces se presentaron de modo que simplemente salieran, que uno se descubriera dentro de la película, sabiendo y pudiendo protagonizarla, y no en la butaca o chocando contra la pantalla. Y nunca se consolidaron.
Eso y la lógica imperante a mi alrededor inevitablemente favorecieron la comodidad de la renuncia, la creación de sucedáneos y el abandono en la inercia, estado tan alentado por mi entorno, atascado él mismo en una inmovilidad circular. Aunque en un punto se te alinean las neuronas y las fuerzas: no podés no verte incompleto, si no enfermo, y te determinás a construir algo mejor como sea, a no dejar que te roben ese placer y la carga simbólica que conlleva.
Hubo que intentar esa construcción a partir del calor creado por la cabeza. Es ella la que activa la cosa, la que impele. Y una interferencia en la señal jode todo porque la otra parte falta. Y porque la cabeza es inseparable del cuerpo.
Será por el cansancio, el Rivotril, la pérdida de la confianza, el campo gravitacional de mi cotidianidad, la falta de pastillas que funcionan como seguro, pero últimamente la cabeza casi no manda señal. O porque uno quiere coger también para que los hechos te hagan sentir parecido al que querés ser, y la frustración alimenta a la parálisis al descubrirte lejos de esa imagen, al ver la distancia enorme que hay entre lo que quiere la cabeza y lo que responde el cuerpo, o lo que te da la realidad. Y terminás pensando si no tenés el cuerpo o la cabeza equivocados…
O por aquella decisión de no exponerme al histeriqueo, al jueguito interminable, o al examen fatal, los cuales se desarticulan con el mero trámite de llamar a un gato. (A un gato barato porque la guita está justa y no da gastar dos rocas en algo que es probable que falle; y el servicio acorde a ese pago termina ayudando a que salga mal). Tal vez ese espacio se haya agotado. Tal vez perdí el timming, o me pesa el recuerdo del mundo que hay más allá, o cambió el mercado y por más foro que busques no encontrás pendejas como Majoh, Cynthia o Mónica antes de que se transformen en fantasmas desnudos y automáticos.
(Y me cago en los prejuicios al respecto. Sé por qué voy; sé que ahí somos intercambiables, y que pese a esa intercambiabilidad es posible la empatía profesional; sé que esa decisión, como todas, tiene un lado bueno –¡cuando las cosas salen bien!– y uno malo. Y sé que con las putas que frecuento siempre subyace el dolor).
Fuera de ese ámbito, la antena de mis ojos no capta un mensaje claro. El lenguaje sigue siendo ajeno. Casi indescifrable. Salvo para leer el rechazo, siempre tan evidente e inteligible.
Encima, no tengo la habilidad del vecino, que se garcha a su actual mujer y dice el nombre de la anterior, según escucho que ella le reprocha al día siguiente (no mientras se la empoma, ja). Yo no me engaño ni cerrando los ojos… Será que necesito todos los sentidos, y se me hace irremontable cuando uno de ellos decodifca un leve gesto como lejano, como impropio; y el desaliento me da ganas de irme, y me voy aun sin irme. Será que necesito mucho contexto, que si no me pierdo y termino hablando de una cuando estoy con otra, pero sin confundírmelas.
Si mi cabeza no calienta a mi carne, esta se muere. No sale del frío. No puede pasar del estado en que genera un calor que se escapa al no encontrar reciprocidad, que ni siquiera puede ser un calor pleno porque prevé la falta de reciprocidad.
Y ahora no calienta. La voluntad de ir, y hoy vamos, y buscamos, y tratamos, no está. (Ni la voluntad de la paja queda, casi. Y es una alegría extraña despertarse al palo y llegar al baño a mear con la pija dura). No encuentro espíritu ni energía para encarar eso que siempre fue un laburo, también de mi parte. No quiero trabajar más. (No quiero ni trabajar ni estudiar: no quiero ni obligaciones ni exámenes. Nunca más. En ningún lado).
Lo pesado que se hace intentarlo me lleva a pensar si no estoy zarpado de frío, si no estoy muerto. Entonces, sin dejar pasar mucho más tiempo, que es escaso e irrecuperable, y sin desoír la falta de señal –para no ir al muere obligado por mí mismo–, deberé tener la voluntad de construir esa voluntad, que ni siquiera es garantía de que salga bien, sólo de que lo intento. Y seguir esperando que deje de ser una construcción, que no sean necesarios tantos planes ni tantos planos.
Hasta que eso pase, hasta que lo logre, esto sólo va a ser chamuyo barato, exposición blogger sin sentido.