viernes, 30 de abril de 2010

Ojalá termines como Gatica


Borracho de mierda, sos más mala leche que Ruggeri.


P. D.: No pude encontrar una foto del pisotón alevoso que el jugador número catorce le propinó a Desábato. Tal vez no sea casualidad, tal vez los medios sigan protegiéndolo.
De todos modos, acá puede verse la impune agresión del borracho tramposo y golpeador.

Unidad de medida

Puedo hablar de xu piel, de cómo podría conocer cada centímetro cuadrado de xu piel.
Puedo hablar de xus fluidos, de cómo podría lamer y tragar centímetros cúbicos de, digamos, xu sudor.
Pero si quiero hablar de xu perfume, de cómo me llenaría la nariz con él, ¿cómo hago?



Y si quiero hablar de mi afecto sin sonar agitadorx o imprecisx… Si quiero ponerlo en palabras lo más objetivamente posible para que salga de mí –para que se sepa, no más, que sé bien que no me da derecho a nada– y para evitar la descalificación de quienes lo ven capricho, necesidad, verso, confusión, ¿cómo hago?
¿Me hago un electroencefalograma, un mapeo cerebral, una tomografía? ¿Qué estudio muestra cómo se alinean las neuronas, cuál es la respuesta neuroquímica, qué parte del cerebro se activa cuando veo xu foto, por ejemplo? ¿Y qué palabra se corresponde con eso, eh?
¿Me rindo a la mirada ajena, a un promedio de ellas? ¿Me escaneo todos los cambios corporales que me disparan xu presencia o, también, xu recuerdo, me someto a un deus ex máchina? ¿Qué, quién, cómo?
Y tampoco alcanzaría, tampoco es sólo lo que pasa dentro de mí. Es sacarlo, y convertirlo en hechos, en hechos más consistentes que la enunciación del afecto o el regalo de un peluche. En hechos apropiados. Apropiados… ¿según qué parámetro? Apropiados… ¡¿para quién?!

Anticipadas

Detesto sacar entradas anticipadas. Es más barato, es cierto. Pero me mata la incertidumbre; la ansiedad, si querés. Me pica mucho la posibilidad de cada imprevisto, hasta joder demasiado. Que si me enfermo, y trato de no exponerme al fresquete de estas noches, dejo de hacer cosas, cambio horarios. Que si pasa algo y me dejan de garpe, y tengo que ir solo, o invitar a no sé quién, o tratar de vender la entrada en la puerta; y eso no lo puedo manejar. Que si me voy a sentir bien, que si no; y procuro acomodarme los horarios con días de anticipación para tener un margen que me permita una cantidad apropiada de horas de sueño, y me cuido con la comida para evitar un problema como el de los chiles de la otra vez. Que si se suspende, y eso tampoco lo puedo manejar…
Si fuese por mí, sacaría las entradas esa misma noche. Lo organizaría en el momento: si me siento bien, voy. Si sale, vamos; si no, no. Pero no sólo por el descuento conviene sacar anticipadas. Porque podés comprarlas uno o dos días antes, cuestión de minimizar la exposición a contratiempos e imprevistos; pero los mejores lugares ya estarán ocupados. Y porque no todo el mundo se siente cómodo con la improvisación.
Entonces hay que ir un día especialmente a sacar la entrada, y si la boletería está cerrada, hay que ir de nuevo… (Y a mis ansias, a las que me hacen flashear con salir del show y caminar por esa vereda que camino cuando voy a sacar las entradas, a ellas no les ganás con trampas como la de decidirlo sobre la hora).
Cuando llega el día y todo salió bien, y no me enfermé, ni se murió nadie, ni se suspendió, ni nada, unos vecinos de mierda me impiden dormir la última, vital, hora de mi sueño, a las dos de la tarde, y a las tres, y a las cuatro, con sus alaridos y sus berrinches. Y a las cinco, y a las seis, hay silencio, pero es su fragilidad la que no me deja dormir. Y sé, anticipadamente, que la noche cagó.
Y llega la noche. Llego a la noche mal descansado, aturdido, somnoliento, con un dolor de cabeza que la última mitad de un Tetralgin no puede disipar esta vez. Y cada inconveniente suma fastidio, desde pisar caca de perro en la esquina de casa y tener que volver corriendo a cambiarme las zapas hasta el rápido descenso de la temperatura por la noche, que me hace dudar todo el tiempo qué ropa ponerme (y elijo mal, obviamente…), pasando por la enorme demora de ese tren del orto.
Hay tanto puesto en la previa que al final termina pesando más que el show en sí. La expectativa alimentada por tanto tiempo hace que parezca algo más bien común, algo que no es para tanto. ¿Esto era? ¿Esto estuvo latiéndome más de un mes, desde que lo anunció en su My Space? ¿Por esto la flasheé de todos los colores? ¿Esto era lo que previví todo este tiempo, con lo que hinché las bolas y me hinché las bolas?
Sí. Eso era. Y estuvo bien, pese a todo. Tengo que recordarlo y contarlo para comprobarlo. Pero estuvo bien. En serio. Fijate.

Macaya

No quiero más Macayas en vida. No quiero más comentaristas, no más gente hablando de mí desde la platea, proponiendo tácticas y cambios sin conocer las características de los jugadores. Ni quiero ser yo Macaya, y hablar de por qué pierdo los partidos, de lo que no tengo, de lo que me falta… Quiero tenerlo. Y no sólo quiero: necesito tenerlo porque sin eso no se puede vivir sanamente.
No quiero ser Macaya con los demás ni quiero ser mi propio Macaya, comentando hechos recortados de modo que configuren un sentido defendible (defendible en su primera narración, que la repetición del relato y, sobre todo, los hechos, reveladores e impiadosos, acaban exhibiendo la hilacha). Porque hay momentos en que se acaban las palabras, no me las creo, ni me las creen, y la realidad se encarga de demolerlas, de dejarlas vibrando en el aire hasta que se disipen como un pedo maloliente.
No quiero ser Macaya. Ni Apo, haciéndose el poeta, pero incapaz de distinguir un off-side en la repetición. Ni Di Blasi, amenazando con gritar un gol que casi nunca se convierte. Quiero jugar el partido. Poder jugarlo, saber que puedo jugarlo, que me elijan para jugarlo, y devolver un pase, meter un gol, no sentirme un intruso en la cancha.
Porque cuando no da para más ser espectador y entro de prepo a jugar, fracaso.
Desde que tengo 8 años, la vez que un tío abuelo me regaló un equipo completo de fóbal, camiseta de la selección, pantalón, botines, y me llevó a Lugano, donde jugaban sus hijos y los amigos de ellos. A los 10 minutos me mandaron al arco, y a los 20 ya no me acuerdo qué pasó, pero no daba. Recuerdo todo borroneado por la vergüenza y la incomodidad, pero lo claro es que nunca más me llevaron, nunca más se tocó el tema…
Nunca dejé de ser eso, ni en el colegio, cuando se armaban los equipos y me elegían entre los últimos (y a alguno de esos últimos le chupaba un huevo jugar o no, y yo sí quería jugar, saber qué hacer en la cancha, tener una noción), ni a los 11, cuando jugaba solo en el patio de casa con una pelotita de tenis, ni a los 13, cuando jugué por penúltima vez, en el viaje de fin de curso de la primaria, a donde llegué creyendo haber encontrado mi lugar en la cancha a partir de algunos goles en los campeonatos de séptimo. Ni la última vez que jugué al fóbal.
No era Macaya, sino Calvo, García Blanco o Zavatarelli quienes comentaban los partidos que relataba Muñoz, en mi lejana infancia. En esa época no teníamos tele en casa, y como los tipos hablaban de área grande y cuadro grande, y de área chica y cuadro chico, yo pensaba que eran cosas distintas. Y cuando dibujaba una cancha, junto a cada arco, en lugar de hacer dos rectángulos, hacía cuatro.
Tal vez fue en esa época de malentendidos fundacionales cuando se configuró este programa que siempre termina tirando error, tal vez fue por uno de esos malentendidos. Pero hablar de todo aquello es seguir haciendo la gran Macaya.
Shut up, Macaya!

San Antonio

Las luces nocturnas de la esquina caen al sesgo y reflejan el polvo sobre el umbral de la curtiembre.
Cerca de la pared que da a la pizzería, una elipse limpia se alarga en diagonal, casi desde la cortina metálica hasta el borde del umbral. Frente a ella se recorta la marca de otro muslo.
Veo las huellas de ese encuentro, inadvertidas por todos los ojos transeúntes. Pero no son las nuestras.
El relámpago de una sinapsis desata su tormenta de neurotransmisores y no alcanza a asegurarme que ocurrió. Como la otra vez que pasé por ahí, tiro el manotazo, tanteando donde estuvimos sentados esa tarde, y toco lo que queda de nosotros.

Corriendo

Capaz que me acordé cuando vi al yosapa ese en la tele repitiendo la misma sanata que cuatro años atrás yo tenía que poner por escrito para las gacetillas. El mismo discurso exaltado, los mismos argumentos chauvinistas, la misma defensa cerril del gobierno para contraprestarle la impunidad y los subsidios truchos…
El mitómano megalómano agita de nuevo con su candidatura inverosímil, como hace cuatro años, aunque, como hace cuatro años, tiene menos diez de intención de voto, menos veinte de conocimiento público y menos cien de imagen positiva. Y dice sin decir que será candidato empleando las mismas evasivas de entonces (la gran idea que se les ocurrió, por la que se creen Agulla casi) ante las mismas preguntas pactadas con los periodistas comparsa.
Quizá fue al encontrar a la otra lacra en Facebook, donde busca amistad y contactos, que recordé cuando me pedía que escribiera con más amarillismo o que no pusiera el nombre del tipo al comienzo de las notas porque si no la gente no las leía, cuando me bardeaba y me decía “genia” o “te vamos a dar el premio Nobel”, cuando me hablaba repetidamente de la posibilidad de otros laburos, que nunca salían.
O, tal vez, cuando la googleé y descubrí que su parentesco con uno de los hombres más poderosos del país es mucho más cercano de lo que suponía. Lo decía una página de noticias que reproducía la mentira inventada por ella para cubrir otra mentira, la de que las notas las mandaba un grupo de gente al que le caían bien las propuestas del tipo, y que ni ella ni el chabón tenían nada que ver. Esa gente era ella misma, y la boluda ponía su nombre y sus propios teléfonos al pie de las gacetillas supuestamente firmadas por otros para que le hicieran notas al tipo…
A lo mejor fue cuando di con un papel donde había anotado el contenido de un par de mensajes que dejó en el contestador (me pedía disculpas, me daba su palabra de que íbamos a cobrar, me decía –como siempre– “la semana que viene”). O cuando quise hacer un currículum, y no dio poner ese laburo en negro, en el que los pagos se atrasaban mes a mes, te hacían ir cuatro veces para pagarte –de a puchitos– 200 pesos o te daban un billete doblado en cuatro para que no notaras que tenía las medidas de seguridad alteradas.
Pero no. Ahora que lo pienso, me acordé cuando crucé Pichincha y el sol pegaba en un ángulo similar al de la tarde de aquel viernes en que el abogado no me atendió. Cuando corté, llamé de nuevo, sólo por llamar, a la gorda empleada de ella, cuyo local funcionaba como nexo, y, sorpresivamente, tres meses después, me dijo que estaba la guita, los 400 mangos que me debían.
Había un problemita: la gorda se iba las seis, y eran casi cinco y media. No iba a tomarme un bondi, no iba a gastar un centavo más. Y me fui corriendo. No te digo que corrí las veinticinco, treinta cuadras, pero sí muchas. La mayoría. Esquivando pozos, saltando caca de perro, eludiendo transeúntes. Corriendo hasta quedarme sin aliento, y volviendo a correr cuando lo recuperaba, para llegar antes de que se fuera.
Y cuando llegué, toda chivada, pero, al fin, presta a encontrarme con mis haberes, en vez de 400 pesos había 100. “Se habrá confundido”, dijo la gorda amiga de mi vieja, y siguió defendiendo a su empleadora con excusas insostenibles. Y como nunca hubo ni un recibo trucho para firmar, y como la única testigo era la gorda soreta esa, andá a cantarle a Gardel, a los guitarristas, al piloto del avión. Y aunque tuviera testigos, otro boga me dijo que era antieconómico reclamar por esa cantidad.
(El destino hace guiños que a veces reconfortan, y meses más tarde me enteré por mi madre que la garca garcó incluso a la empleada que la defendía. Y por más guita…)
La llamé, le mandé mails, le toqué el timbre de la casa, y nunca contestó. Hasta que seis meses más tarde se activó un nervio sensible, y me llamó porque quería verme para pagarme. Me iba a pagar el tipo para el que ella laburaba, dijo. Todo el tiempo insistía con que yo también trabajaba para el payaso ese, buscando amedrentarme con su fama de pesado impune. Y todo el tiempo me daba a entender que la gorda se había tragado la plata que faltaba, y me lo daba a entender con los mismos argumentos que le sugerí sarcásticamente en un mail.
Me citó en un estudio de televisión, a una hora imposible, y canceló la cita justo antes de que yo me tomara el primero de los dos bondis necesarios. Y me citó en un bar, en la otra punta de la ciudad, y no llegó durante la media hora que la esperé en la esquina, para no entrar y tener que consumir. Y me volvió a llamar, ofuscada, preguntándome por qué no había ido… Y al otro día me citó en otro lugar, y me dijo que a las 11 me llamaba para confirmarme la hora.
Después de esa charla me cayó la ficha, y tuve la certeza de que la cosa venía chanfleada. Y le pregunté a mi vieja el teléfono de un abogado. Mientras la estafadora no llamaba, me consiguió el de una mina que me dijo que no fuera a la reunión, que posiblemente me hubiera grabado la conversación telefónica, pero que como eso no tenía validez en sede judicial era probable que quisiera hacerme una cámara oculta para que terminara autoincriminándome.
Ya había decidido no atender el teléfono cuando la garca del orto llamó, pasada la 1. Comenzaba a bajar de una semana de tensión y sueño cortado, y logré dormir de un tirón sin necesidad de ir a una guardia para que me medicaran, como estuve a punto de hacer.
Siguió llamando casi una semana, dejando cinco o seis mensajes seguidos, uno detrás de otro, que nunca escuché, pero que me advirtieron sobre su desequilibrio. Y hasta recibí un mail desde su propia cuenta, pero “firmado” por un abogado, en el que me intimaba a no-sé-qué…
Pocos días más tarde, un viernes, mi vieja me despertó al mediodía, muy nerviosa, preguntándome si había tenido un problema en cierto barrio, porque había un patrullero en la puerta que traía una notificación para mí, y el yuta le había dicho que probablemente fuera por un altercado en esa zona propensa a los altercados. De inmediato supe que era ella. Inventó una historia con los retazos de mis palabras, fue a la comisaría y me acusó… de nada. Porque ni de amenazas pudo acusarme. Se me imputa eso, nada.
Pero solo por su denuncia tuve que ir a la taquería, comerme una hora de espera, otra de trámites, tocar el pianito, tener antecedentes por no sé cuánto tiempo, tener que ir al médico legista (el rati me dijo que como la imputación era tan insignificante no me iban a hacer esperar al médico en la comisaría, que por ahí caía a las diez de la noche), juntar guita para garpar un boga por si me llaman a declarar… Y acordarme, cada vez que me levanto temprano, que debería ir a Tribunales a perderme una mañana para averiguar en qué quedó la cosa.
Mientras, el payaso seguirá vendiendo humo en los medios y lavando guita negra en su campaña. Y ella, con su apellido prominente y su chamuyo enfermizo, seguirá estafando y humillando pobres.

jueves, 15 de abril de 2010

Desde el balcón

“¿Quién es? ¿Es nueva? Le voy a meter una denuncia que se va a ir la reputa que la parió”, anuncia a viva voz el vecino del piso X, demostrándoles a sus hijos que se interesa por ellos cuando llegan del colegio.
Ayer a la tarde se la agarraba con un vecinx: “Primero, que pague las expensas”, descalificaba a los gritos la queja que le llegó en su condición de miembro del Consejo de Propietarios del edificio.
El otro fin de semana, como tantas veces, su hijo siniestro se desquiciaba con la Play, y él le gritaba, desencajado: “Pedime que la rompa, pedime que la rompa, que agarro un martillo y te la hago mierda”.
Antes, otro día, se habrá quejado de que paga 1000 mangos por el colegio de sus hijos, y habrá prometido una vez más: “Mañana mismo voy yo y te cambio de colegio”…
Antes, otra tarde, habrá amenazado con romperle la boca a su hija de 8 años, con reventarla, mientras ella, nuevamente, se guarece bajo la cama de la furia paterna, exacerbada por la aquiescencia silenciosa de su madre.
Antes, tantas otras veces, no los habré escuchado. Antes, o durante, me habrán despertado o no, los habré escuchado y habré escrito algo sobre ellos o no…
Y antes ni siquiera vivían acá.
Denunciarlo, como supongo que correspondería, es inútil. Ya denuncié a otra vecina, y no pasó nada. La citaron de la Defensoría de Niñxs y Adolescentes, y nada más. Ni una causa, ni una investigación, ni una consulta a los vecinos para averiguar si oían cómo insultaban y le pegaban a una criatura que no tenía dos años.
No hay pruebas, no puedo grabarlo, los chicos no tienen marcas en el cuerpo, ningún otro vecino parece enterarse –aun cuando los del departamento contiguo están en su casa y, entonces, para que registren que escucho los gritos, y también su silencio, me quejo en voz alta-, en el colegio de los 1000 mangos no notan nada, el tipo es tan razonable, alguien dirá que es por las disputas de consorcio…
La nena pide “basta, parala”. Y el señor de la Comisión se enceguece, se saca aún más, si es posible (sí, es posible), y le exige que salga de debajo de la cama. Le exige a esa “mocosa de mierda” que no diga más “basta”, ni “parala”, ni “acabala”. Le exige que no cierre la puerta de su pieza. Su hija, sollozando, dice que quiere estar sola; pero él insiste con que deje la puerta abierta, con que su llanto, su cara seguramente enrojecida, su indefensión queden a la vista.
La otra vez la nena decía “no me toques”. No decía “no me pegues”. Decía “no me toques”. Mientras, él no olvida, ni esa vez ni esta ni ninguna, sentirse ofendido por el comportamiento de sus hijos (¡tan buenos padres con hijos tan maleducados!, cosa de no creer…), ni amenazarlos con golpearlos ni, seguramente, concretar las amenazas.
Todo termina antes de que un patrullero pudiera haber llegado si finalmente me hubiera decidido a llamar a la cana.
Ya pasó, nadie escuchó, no hay rastros visibles…
Un rato después, un día después, nada de esto parece haber ocurrido. Comen juntos, los nenes juegan con la compu, se pelean, lloran, se insultan, se ríen, se informan cómo va el partido, casi no salen. Los padres los amenazan con castigos, con golpes, con que “vas a ver cuando llegue papá”, con que “la próxima patada que me pegás y no tenés cumpleaños”; les dicen mil veces que es la última vez que pasa tal cosa, que es la última vez que se lo dicen. Los niños expresan letra por letra su odio por sus padres, por los objetos o por ellos mismos; afirman que “sos la peor mamá del mundo”, llaman a sus padres para contarles algo, hacen la tarea con su ayuda…
En esa dinámica enferma de la que me obligan a ser testigo pasan de un estado a otro sin que haya una discontinuidad. Sin que haya registro de un afuera donde pedir ayuda, sin que haya margen para que ese odio que merecen quienes lastiman y humillan, declarado por impulso, se mantenga en la calma.
Porque es la puta cotidianidad. No es que el tipo, o su jermu, se sacaron un día por algo, y esa situación es algo a remontar, a rever, a explicar, a tratar de que no se repita. Todo ese maltrato forma parte de la normalidad, de lo habitual. Y eso es lo más siniestro. La naturalización del abuso equivale a enseñarles que esa forma de relacionarse es normal y que la violencia y el cariño son uno, y no opuestos.
Una vez los encontré en la puerta del edificio, y no daba decirle a una criatura de esa edad “no te olvides nunca de cómo te tratan”. No daba porque estaban los padres, y porque no hubiera entendido. En realidad, está claro que no lo va a olvidar, que algún recuerdo conservará de las repetidas escenas de violencia familiar. El tema es qué forma tomará ese recuerdo para ser menos doloroso, para poder cumplir con el mandato de querer a los padres. Y qué cosas no recordará pero quedarán registradas en su inconsciente.
Cuando escuché una discusión por el uso de Facebook, se me ocurrió buscarlos allí y dejarle un mensaje a la niña –la más sensata de la familia–, como si la conociese del colegio, como si fuese una maestra, diciéndole que cuando le peguen o le griten, en vez de esconderse, pida auxilio, que alguien la va a escuchar y la va a ayudar.
Además de recordarles –también al golpeador, para que se rescate– que hay un afuera, un pedido expreso de auxilio da más pie para la intervención. Porque no está claro –para mí– cuándo esa violencia excede los límites que pueden considerarse aceptables ni a partir de qué hechos te toman en serio y prospera la denuncia sin que desestimen tus palabras como las de unx metidx.
Va a ser para quilombo. Pero no voy a seguir siendo cómplice.

Una foto sacada en invierno

Recibo en rebeldía el primer fresco del año. Me quedo en casa sólo para no ponerme el buzo necesario en la calle, para no descolgar la campera, para no usar un pantalón largo. Pasan un par de días a veces, y me niego a bajar la ropa. Hasta que el ofri se impone y aun sin salir tengo que abrigarme con un buzo, porque dos remeras superpuestas no alcanzan.
Una de esas noches que no salí encontré una foto tomada en invierno. Cuatro tipos en la calle, sonriendo. Una campera inflable, otra de cuero, otra de una tela gruesa. Pantalones largos, pesados. Un par de bufandas, guantes, las posturas tensas, la campera sobre el buzo sobre el buzo, la pera apretada contra el pecho, una cara enrojecida, un gorro de lana, las manos en los bolsillos –incluso en los de la campera, que quedan altos y obligan a una posición antinatural–, el gesto de aspirar para que no se caigan los mocos de la nariz…
Esa foto me hizo recordar la inminencia del invierno más que el fresco de Semana Santa. Los días se acortan y ahora no siempre da andar en remera cuando cae el sol. Casi no da andar en cueros. No más plazas, no más caminar por la vereda brillante, no más colibríes en mi jardín, no más calles, no más coger sin preocuparse –además– por calentar la habitación, no más correr en la plaza, no más umbrales ni helados.
Algo así pasa cuando ves un programa en Volver, ponele, y están todos con pulóveres, y se nota que es invierno, y vos lo estás viendo en pleno enero. Pero la captura del momento que hace la foto permite detenerse en cada detalle. Hasta el hecho de que no estén alineados, posando, sino desordenados, dos de ellos hablando cara a cara, uno mirando para otro lado, moviéndose, tal vez charlando con alguien fuera de plano, y el otro casi de espaldas, caminando; ese mismo hecho refuerza la sensación de frío, la necesidad de moverse para paliarlo, la inconveniencia de estar quietos.
Cosquillea el aire fresco sobre la cara, pincha la garganta, descarga un temblor el torso para generar algo de calor. Dejo la foto y tengo que cerrar las ventanas y estancar el aire para que no corra el vientito, para evitar el resfrío.
Se fue el verano verano. Habrá que estirar lo que quede de calor…

Momentum

Me da tanta envidia la gente que puede ir y venir de distintas situaciones, atravesándolas como si ni siquiera cruzara la calle. Están acá, y en un rato están allá, y después vuelven acá, o van más allá, y pueden estar en todos esos lugares como si fueran el mismo, desenvolviéndose con una soltura y un aplomo que me son tan ajenos, con una cotidianeidad y una continuidad que me son imposibles.
Tenés un rato al mediodía en el laburo, vas –como si nada– a un quilombo, te echás un polvo y volvés como si nada.
Te levantás, estás corta de tiempo, y salís a la calle sin comer, o sólo con un café encima. ¡Y podés funcionar!
Estás en cualquier lado, te fumás un caño, y seguís lo más campante, un poco más encendido, pero con la capacidad de interactuar intacta.
En un par de días tenés que hacer algo a una hora incómoda. Y ese día te levantás y lo hacés. No tratás -¡vanamente!, encima- de acomodar tus horarios tres o cuatro días antes para que no sea un gran esfuerzo levantarse, para no despertarte muy tarde, para, consiguientemente, no acostarte muy tarde, para asegurarte las horas de sueño que necesitás. Ese día te ponés el despertador si es necesario, te levantás y lo hacés.
Estás en una fiesta, pegás onda con alguien, terminás garchando en el baño y, cuando volvés a la reunión, no estás ni transpirada.
Estás cansado, te tirás un rato, para un siesta, o para dormir largo, y te dormís rápido; la cabeza se apaga enseguida, y hasta luego, hasta mañana.
Tenés que ir a un lugar, y vas, sin preocuparte por comer mucho antes de salir para que no te baje la presión, sin llevar comida en el bolsillo por las dudas…
Te despertás, y te volvés a dormir al toque, sin temer que la cabeza se dispare, inatajable; sin que te den ganas de hacer pis cada vez que el sueño está a punto de reconciliarse.
Tenés que hacer algo en público, dar un examen, encontrarte con alguien para una charla decisiva, y un rato antes estás haciendo otra cosa, hablando con gente, ¡escuchando música! No precisás ni un silencio total, ni una alta concentración, ni repasar lo que querés decir o hacer para que salga más rápido y natural, ¡para que salga!…
Yo necesito tanto preparativo desgastante, tanta energía se me va en lo previo, que no puedo no envidiarlos mucho, que no puedo no flashar un toque con saber cómo es estar ahí.
El momento al que lleva esa construcción, además, es tan breve, que no puede demorarse. Cuando todo mi organismo está en el efímero momento justo (en el instante diamante, preciso y precioso), ahí tiene que ocurrir.
Me duran poco la lucidez, la fuerza, la vitalidad. El pegamento de los pedacitos sueltos con que prearmo el discurso, los actos, este blog. Porque cada cosa es una agotadora construcción, una ardua edición, a cada lugar llego remándola con las manos.
Todo esto me hace acordar a la gente que puede controlar su orgasmo, demorarlo, hacerlo explotar cuando quieren…
¿¡Cómo será vivir una vida así!?

Ubicate

Hay una pareja tomándose las manos en un lugar. En el cordón de la vereda, en un banco de la plaza. Un chabón y una mina. Podrían ser dos hombres o dos mujeres, pero una pareja heterosexual es más evidente y connota más para el ojo estándar.
No importa qué están haciendo, ni qué van a hacer o no van a hacer. Pueden estar concretando una transacción, transfundiéndose energía, calentando unas manos con mala circulación, o a punto de desatar la pasión, tal vez a una inclinación de cuello del demorado primer beso.
No importa. Están en un momento de intimidad. Notorio. Entonces, ¿por qué mierda nos interrumpís para pedir fuego, pelotudo? ¿Tan abstinente de nicotina estás, pedazo de forro?
¿Quién te manda a ofrecer encendedores o repasadores precisamente en nuestra mesa? ¿Por qué nos venís a preguntar justo a nosotros dónde queda la parada del 127 o cualquier boludez que podés consultarle a otro diez metros más allá? ¿Tan poca empatía tienen, o solo buscan molestar?
Y ustedes, niños, si quieren tirar piedras en la plaza, ¿es necesario que apunten al banco donde estamos sentados, que nos demos cuenta de su entretenimiento cuando suena una pedrada en el soporte metálico del banco?
Eso para no hablar de un viejo enfermo de soledad y perversión que, en lo que uno cree el colmo del desubique, se sienta a la mesa de un bar donde está sentada una mina sola y le da charla. De un viejo que ensancha las fronteras del comportamiento inadecuado quedándose cuando llega la compañía masculina de la chica; que las alarga como alarga su monólogo, que no atinamos a cortar porque creemos, ilusxs, que está a punto de cortarlo él mismo; que las profundiza hablando de los judíos de Israel, de los putos de este gobierno –y los radicales también–, de Cadícamo y Piazzolla; que las eleva, desde su aspecto de menesteroso y sus referencias a Cortázar, recomendando la parrilla de Anselmo –donde come chinchulines una vez por semana–, preguntando qué salida le recomendamos o hablando de los tres, que somos primavera, verano y otoño, según nuestras fechas de nacimiento (no, infeliz, no somos tres: somos dos, y el que sobra sos vos).
Que rompe su propia marca de grosería preguntando si la pareja va a terminar la noche cogiendo o no.
Ubicate, viejo idiota, si te lo permiten la enfermedad degenerativa y el olor de tu ano contra natura, pelotudo de mierda que encima seguís merodeando la zona y sacándoles charla a los transeúntes, y no me dejás llegar a la heladería porque estás en el camino. Te lo advierto: que no te vuelva a cruzar por el barrio…

Si seguimos así, atrayendo a esta gente, vamos a tener que ir a un telo para charlar.

Out

Out of joint, out of true, out of love, out of the blue,
out of order, out of orbit, out of control,
out of touch, out of line, out of sync, and out of time,
out of gas, out of tread, out of road.

Out of date, out of stock, out of use - out, out dammed spot!
You want out, you want out of it for good.
Out of the running, out of the game,
out on your feet, clear out of range,
out of context, out of contact, out of the woods.

Out, out, looking for a way out,
no straws are left to cling to;
out, out, going for the fall-out...
But what do you fall into?

Out on the town, out for laughs,
out of service, out to grass,
out of mourning, out of purdah,
out on bail,
out of kilter, out of grace,
out to get out of this place,
out of this world,
out and out beyond the place.

Right out of character, out of sympathy,
so far out upon a limb
you're out of your tree....

Out of breath, out of tune, out of your head,
and out of view, down and out,
out for the count, or is it just for revenge?
Out of sight, out of mind, leave it out,
leave it behind out of reach
of all family, all friends…

Out, out, going for the bale-out,
no parachute above you.
Out, out, you'll not feel the fall-out.

I wish I'd said “I love you”…

I wish I'd said “I love you”.
I wish I'd said “I love you”.

(A way out - Peter Hammill)

Acá no solo copiamos y pegamos: “purdah” es un biombo usado en la India para separar a las mujeres de los hombres o de extraños y, también, la práctica hindú y musulmana de impedir que los hombres vean a las mujeres, manteniéndolas apartadas o cubiertas. Asimismo constituye un estado de aislamiento social, pero sobre esta acepción no hallé más datos.
Esta es la versión del disco en vivo Room Temperature, salvo los tres versos anteriores al que comienza “out of sight”, porque el chabón canta otra cosa, que mi inglés y su musitar hacen ininteligible, y entonces sí recurrimos a las versiones que se hallan fácilmente en la web.
Por cierto, en la segunda estrofa me gustaría que dijera “out of the words” en lugar de “out of the woods”.