viernes, 30 de abril de 2010

Corriendo

Capaz que me acordé cuando vi al yosapa ese en la tele repitiendo la misma sanata que cuatro años atrás yo tenía que poner por escrito para las gacetillas. El mismo discurso exaltado, los mismos argumentos chauvinistas, la misma defensa cerril del gobierno para contraprestarle la impunidad y los subsidios truchos…
El mitómano megalómano agita de nuevo con su candidatura inverosímil, como hace cuatro años, aunque, como hace cuatro años, tiene menos diez de intención de voto, menos veinte de conocimiento público y menos cien de imagen positiva. Y dice sin decir que será candidato empleando las mismas evasivas de entonces (la gran idea que se les ocurrió, por la que se creen Agulla casi) ante las mismas preguntas pactadas con los periodistas comparsa.
Quizá fue al encontrar a la otra lacra en Facebook, donde busca amistad y contactos, que recordé cuando me pedía que escribiera con más amarillismo o que no pusiera el nombre del tipo al comienzo de las notas porque si no la gente no las leía, cuando me bardeaba y me decía “genia” o “te vamos a dar el premio Nobel”, cuando me hablaba repetidamente de la posibilidad de otros laburos, que nunca salían.
O, tal vez, cuando la googleé y descubrí que su parentesco con uno de los hombres más poderosos del país es mucho más cercano de lo que suponía. Lo decía una página de noticias que reproducía la mentira inventada por ella para cubrir otra mentira, la de que las notas las mandaba un grupo de gente al que le caían bien las propuestas del tipo, y que ni ella ni el chabón tenían nada que ver. Esa gente era ella misma, y la boluda ponía su nombre y sus propios teléfonos al pie de las gacetillas supuestamente firmadas por otros para que le hicieran notas al tipo…
A lo mejor fue cuando di con un papel donde había anotado el contenido de un par de mensajes que dejó en el contestador (me pedía disculpas, me daba su palabra de que íbamos a cobrar, me decía –como siempre– “la semana que viene”). O cuando quise hacer un currículum, y no dio poner ese laburo en negro, en el que los pagos se atrasaban mes a mes, te hacían ir cuatro veces para pagarte –de a puchitos– 200 pesos o te daban un billete doblado en cuatro para que no notaras que tenía las medidas de seguridad alteradas.
Pero no. Ahora que lo pienso, me acordé cuando crucé Pichincha y el sol pegaba en un ángulo similar al de la tarde de aquel viernes en que el abogado no me atendió. Cuando corté, llamé de nuevo, sólo por llamar, a la gorda empleada de ella, cuyo local funcionaba como nexo, y, sorpresivamente, tres meses después, me dijo que estaba la guita, los 400 mangos que me debían.
Había un problemita: la gorda se iba las seis, y eran casi cinco y media. No iba a tomarme un bondi, no iba a gastar un centavo más. Y me fui corriendo. No te digo que corrí las veinticinco, treinta cuadras, pero sí muchas. La mayoría. Esquivando pozos, saltando caca de perro, eludiendo transeúntes. Corriendo hasta quedarme sin aliento, y volviendo a correr cuando lo recuperaba, para llegar antes de que se fuera.
Y cuando llegué, toda chivada, pero, al fin, presta a encontrarme con mis haberes, en vez de 400 pesos había 100. “Se habrá confundido”, dijo la gorda amiga de mi vieja, y siguió defendiendo a su empleadora con excusas insostenibles. Y como nunca hubo ni un recibo trucho para firmar, y como la única testigo era la gorda soreta esa, andá a cantarle a Gardel, a los guitarristas, al piloto del avión. Y aunque tuviera testigos, otro boga me dijo que era antieconómico reclamar por esa cantidad.
(El destino hace guiños que a veces reconfortan, y meses más tarde me enteré por mi madre que la garca garcó incluso a la empleada que la defendía. Y por más guita…)
La llamé, le mandé mails, le toqué el timbre de la casa, y nunca contestó. Hasta que seis meses más tarde se activó un nervio sensible, y me llamó porque quería verme para pagarme. Me iba a pagar el tipo para el que ella laburaba, dijo. Todo el tiempo insistía con que yo también trabajaba para el payaso ese, buscando amedrentarme con su fama de pesado impune. Y todo el tiempo me daba a entender que la gorda se había tragado la plata que faltaba, y me lo daba a entender con los mismos argumentos que le sugerí sarcásticamente en un mail.
Me citó en un estudio de televisión, a una hora imposible, y canceló la cita justo antes de que yo me tomara el primero de los dos bondis necesarios. Y me citó en un bar, en la otra punta de la ciudad, y no llegó durante la media hora que la esperé en la esquina, para no entrar y tener que consumir. Y me volvió a llamar, ofuscada, preguntándome por qué no había ido… Y al otro día me citó en otro lugar, y me dijo que a las 11 me llamaba para confirmarme la hora.
Después de esa charla me cayó la ficha, y tuve la certeza de que la cosa venía chanfleada. Y le pregunté a mi vieja el teléfono de un abogado. Mientras la estafadora no llamaba, me consiguió el de una mina que me dijo que no fuera a la reunión, que posiblemente me hubiera grabado la conversación telefónica, pero que como eso no tenía validez en sede judicial era probable que quisiera hacerme una cámara oculta para que terminara autoincriminándome.
Ya había decidido no atender el teléfono cuando la garca del orto llamó, pasada la 1. Comenzaba a bajar de una semana de tensión y sueño cortado, y logré dormir de un tirón sin necesidad de ir a una guardia para que me medicaran, como estuve a punto de hacer.
Siguió llamando casi una semana, dejando cinco o seis mensajes seguidos, uno detrás de otro, que nunca escuché, pero que me advirtieron sobre su desequilibrio. Y hasta recibí un mail desde su propia cuenta, pero “firmado” por un abogado, en el que me intimaba a no-sé-qué…
Pocos días más tarde, un viernes, mi vieja me despertó al mediodía, muy nerviosa, preguntándome si había tenido un problema en cierto barrio, porque había un patrullero en la puerta que traía una notificación para mí, y el yuta le había dicho que probablemente fuera por un altercado en esa zona propensa a los altercados. De inmediato supe que era ella. Inventó una historia con los retazos de mis palabras, fue a la comisaría y me acusó… de nada. Porque ni de amenazas pudo acusarme. Se me imputa eso, nada.
Pero solo por su denuncia tuve que ir a la taquería, comerme una hora de espera, otra de trámites, tocar el pianito, tener antecedentes por no sé cuánto tiempo, tener que ir al médico legista (el rati me dijo que como la imputación era tan insignificante no me iban a hacer esperar al médico en la comisaría, que por ahí caía a las diez de la noche), juntar guita para garpar un boga por si me llaman a declarar… Y acordarme, cada vez que me levanto temprano, que debería ir a Tribunales a perderme una mañana para averiguar en qué quedó la cosa.
Mientras, el payaso seguirá vendiendo humo en los medios y lavando guita negra en su campaña. Y ella, con su apellido prominente y su chamuyo enfermizo, seguirá estafando y humillando pobres.

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