lunes, 31 de mayo de 2010

Perro antinarcóticos

En casos así, que se repiten con cierta frecuencia, no me queda claro si tengo las defensas bajas, y por eso estoy a cada rato amenazando con resfriarme sin terminar de resfriarme, o si las tengo muy altas y, ante cada ataque exógeno, me libran de los intrusos tras una breve batalla.
Y tal vez ni siquiera fue algo de eso, tal vez se trató solo de una alergia. Pero me chorreaba la nariz a cada rato, por un rato, o tenía ataques de estornudos que hacían temblar el vidrio de la ventana. Y sentía ese moco compacto pegoteado en el fondo de la faringe, imposible de aflojar pese a la fuerza plena con la que esgarraba o me sonaba la nariz.
El mínimo tiempo que uno tarda en acostarse luego de quitarse la ropa era suficiente para sentir frío y empezar con la seguidilla de estornudos y el goteo nasal. El tiempo que uno tarda en levantarse, llegar hasta el placar, buscar un pañuelo y volver a la cama. El que te lleva del sol del patio a la cocina, a buscar la comida, y la vuelta al patio. Por un tiempo, hasta que se calma solo. Hasta que vuelve a empezar.
Esnifando esa agüita incesante que llueve sobre mis bigotes voy a tirar la basura antes de que llegue el basurero. Paso junto a la puerta de uno de los departamentos de la planta baja y, ante cada aspiración líquida, las dos o tres que debí hacer en ese trecho, el perro del departamento se acerca a la puerta y descerraja una breve ráfaga de ladridos.
Cuando vuelvo de la calle, sigo moqueando, y el perro me responde con unos ladridos cada sonido rinolaríngeo, que sale duplicado, como el de un vagón traqueteando sobre la vía. Advierto que no es casualidad, que aun sin vernos entablamos una comunicación. Entonces, me paro junto a su puerta y repito la aspiración a propósito, varias veces, para ponerlo nervioso, para que la reiteración sus ladridos los haga más notorios y molestos a las once y pico de la noche, para dejar evidente su presencia, prohibida por el reglamento del edificio.
Tres o cuatro provocaciones después, con sus consiguientes respuestas, que van acompañadas del ruidito de sus uñas contra el parqué, el dueño se rescata y le dice que no ladre. Yo sabía que el tipo es del SIDE (Servicio de Inteligencia del Edificio). Lo que no sabía es que al perro lo había conseguido en el escuadrón K9.

Palabra preciosa

conticinio. 1. m. p. us. Hora de la noche, en que todo está en silencio.

(Bue, no sé si la palabra es muy linda o si lo realmente hermoso es aquello que nombra)

Al sol

Okey, tengo un asuntito con el sol. También con sacarme la remera.
Con el sol, sobre todo cuando no es verano, cuando no hace un calor de la hostia. El sol de una tarde de agosto, o de abril. Porque no hablo de convertirme en lagarto o en charqui. Hablo de sacarme la remera y sentir el aire tibio sobre la piel. Aunque sea de noche.
Demasiadas veces ya me han mirado, o me han dicho –o incluso gritado– cosas por andar en cueros. No solo los federicos de la estación, requiriéndome que me ponga la remera cuando estoy en un lugar que se supone público. Ni las pendejas que, junto a sus amigas, se ríen de mí con risa espástica. Ni los que me gritaban cuando decidía soltar mi medio metro de pelo mientras caminaba por ahí. Ni lxs niñxs interpelados por la sorpresa y la curiosidad.
Cualquiera. Hasta gente del palo. Pibes jóvenes, cartoneros, lúmpenes, que me hablan porque sí. No la gente careta, que me mira con recelo, o con asco; no las minas que cruzan la calle, temerosas de que las asalte o las viole. Esxs no me dicen nada. Se persignan para sus adentros y se alejan. No se trata de la precaución que procuran ejercitar en la calle, de lo que les llama la atención, de lo que les genera un miedo clasemediero y me hace sentir negro, o deforme, o un árabe en un aeropuerto. El contacto no se rehúye, sino que se busca, como tratando de imponer la presencia, y con la palabra viene algo vinculado con la agresión: el desprecio se manifiesta delirando a alguien, y no ignorándolo, como los otros.
Este año, el último sol que invitaba claramente a sacarse la remera me encontró en un mediodía suburbano, caminando junto a una vía del tercer cordón. Uno de esos días de mierda donde hay que llevar mucha ropa, porque salís a la mañana y está muy fresco. Si no tenés un saquito, o una campera liviana, estás obligado a llevar el mamotreto de jean. Y al mediodía no solo no da para campera: da para piel… Entonces iba con la campera en una mano, el buzo anudado en la cintura y la remera enganchada en el cinto. Y decí que no tenía calzones, porque cuando sentí la brisa en el torso, tentaba seguir el estriptís sacándome los lienzos.
Llegando a la estación hay un estereotípico joven desclasado del conurbano profundo, sentado en el cordón de una vereda, junto a una mujer de pie, con un crío en brazos y otro que ya caminaba, descubriendo el terrizo mundo de los metros cercanos. El chabón me pide un cigarro, que no tengo, y dice algo de mi cuerpo, “eh, qué lomo”, o algo así…
El otro día, cuando la ausencia de remera se debía más a la voluntad que al calor, conducía por la vereda mi carro con 20 kilos de diarios viejos para vender, y un cartonero que venía por la calzada, en sentido inverso, también habló de mi lomo. A cuento de nada. Lo mismo hizo el profesionalizado reciclador urbano del MTE que esperaba su bondi en San Luis y Billinghurst, una tarde de verano. Todos me miran, me hablan, acotan.
Y como esos hay más. Más miradas despreciativas, más comentarios barderos… Cada uno tiene su forma de marcar la diferencia, de hacerte sentir la exclusión y la no pertenencia. Pero en un caso, es para adentro, callada, silenciosa. Estos idiotas, en cambio, se creen con derecho a interpelarte, a boludearte, a escupirte la cara con su presunta ingeniosidad, a hacerte participar obligadamente de sus palabras.
¿Yo les digo algo sobre su cara, sobre su estado o su aspecto, sobre la ropa que tienen o no puesta? No. Entonces… ¿qué carajo se meten conmigo, la concha de sus madres? ¿Quién les dio margen?
Hablar de mi lomo sólo puede constituir una burla porque tengo el código de barras de Quilmes tatuado en la panza, y la dirección, 12 de Octubre y Gran Canaria, y los números de RNPA y RPPA. Y, salvo la busarda, lo demás son huesos. Además, ¿es imprescindible tener lomo para sacarse la remera en la calle sin quedar expuesto a la chacota y al escarnio de estos forros? En realidad, cualquier motivo les valdrá para tomar de punto a alguien y ejercer su mínimo poder, que sería mucho mayor si estuviesen de a muchos, o si pudieran usar, como seguro que quieren, traje y corbata.

Lavavajilla

El lavavajilla es el electrodoméstico menos considerado. Cualquiera que esté en condiciones preferirá comprarse el lavarropas, el microondas, la heladera de tres freezers, el home theatre, el plasma de 42 HD full con GPS. Preferirá el celular de una luca, la cámara de dos lucas, la compu de tres lucas…
Prefieren todo eso, una cosa de esas, a evitar el trabajo de lavar y secar los platos. Y fuentes y ollas, que son más engorrosas de limpiar.
Las cocinas de los departamentos nuevos, que buscan maximizar el escaso espacio que suelen tener preasignando un lugar para cada aparato, no dejan un rincón para el lavavajilla. Ni tienen una cañería ad hoc, como la que espera al lavarropas. Los desarrolladores y los arquitectos dirán que se trata de un gasto superfluo habida cuenta de la poca cantidad de gente que tiene lavavajilla. Y tal vez tengan razón.
La pregunta, entonces, es por qué no tiene éxito ese electrodoméstico. Las posibles respuestas incluyen la naturalización del hecho de lavar los platos, una forma de control social, la petrificación de un sustrato religioso que concluye en la idea de un castigo inseparable del placer de comer, o, en los casos de familias adineradas, el desinterés de los empleadores porque para eso está la servidumbre: para limpiar.
El esfuerzo y la humillación de lavar la ropa a mano han quedado en la prehistoria. Tal vez por inadmisible, tal vez por lo imperfecto del resultado. En cambio, los de lavar los platos siguen vigentes, desde la frase-insulto “andá a lavar los platos” hasta la no masificación del lavavajilla.
Yo no tengo nada de la lista del comienzo. Y tampoco tengo lavavajilla. Entonces como de la olla, o de la asadera, para tener menos cosas que lavar. Y que secar. Porque si dejás que se evapore el agua, quedan las marcas de las gotas, estiradas hacia el borde, sensibles al tacto, y detesto cuando pasa eso. Y más detesto cuando el repasador no seca, y alguien los guarda aún húmedos…

No lugar

Marc Augé hablaba de los no lugares, y mencionaba aeropuertos, hoteles, shoppings, locales de McDonalds… Esas construcciones seriadas dentro de las cuales se suspenden el espacio y el tiempo, de modo que uno puede estar en un hotel en Bombay o en Londres, en Río de Janeiro o en Auckland, y tener una experiencia muy similar, si no idéntica, mientras no salga a la calle.
Lo mío es más modesto. Pero no dejo de sorprenderme cuando salgo de un cyber cualquiera y al abrir la puerta queda atrás la uniforme cotidianidad que me devuelve la pantalla (mis mails, mi blog, mis foros, mis videos porno) y me tengo que reacomodar al lugar en el que estoy. Tengo que acordarme de dónde estoy, y quién soy allí, y cómo debo ser, a tres cuadras de casa, en Trabatown, en la Gran Vía del Norte, frente a una estación del segundo cordón o en el medio de la villa donde pasa el 46…

martes, 18 de mayo de 2010

Aníbal cumple



Igual, yo no podría festejar un ascenso conseguido sin épica…

Gato culto

La penúltima prostituta que conocí era muy culta, aun cuando su target era medio pelo. Culta y verborrágica.
Tan verborrágica que, pese a mi propia verborragia realimentada por la suya, en más de un momento estaba para decirle “callate un poco”. Tan culta que, cuando me agité por darle muy duro, y tuve que suspender la acción por la falta de aire, y bromeé con que “mirá si me muero”, ella mencionó la pertinente expresión francesa “la petite mort”.
Pasada la hora, la charla abundante y el garche escaso, citó una frase que esa mañana yo le había escuchado a José Pablo Feinmann en su programa de canal Encuentro. Feinmann se la atribuía a Sartre, y Paula, a un profesor de su hermana, que estudiaba Psicología, según dijo. Sorprendido, le mencioné el programa, y de inmediato me dijo que a la hermana también le interesaba la Filosofía. Y su aclaración sonó tan brusca que supuse que me estaba mintiendo.
La frase en cuestión dice que “somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros”. Yo le preguntaría a Feinmann (a Sartre no, porque está muerto, y a Paula tampoco, porque no la vi más, y eso de cogerte a una mina parecida a tu madre es complicado; y más complicado es volver a coger con una mina con la que no salió bien)… Le preguntaría a Feinmann, que tan entusiasmado se mostraba por esa frase, qué onda si lo que hicieron de nosotros es algo que nos pone en un lugar carente de recursos para afrontar apropiadamente eso que hicieron de nosotros.
Qué onda si no tenemos con qué salir, cómo cambiarlo; si nos faltan las líneas de código necesarias para intentarlo sin que todo el tiempo tire error. Si nos armaron tan perversamente que no nos dieron ni la posibilidad de adquirir esos recursos aunque sea copiando lo que vemos, si nos hicieron de forma que no podamos ver nada, de forma que no podamos ser vistos.
Y le preguntaría qué onda respecto del juicio habilitado por esa frase. ¿Dónde dejan esas palabras –más aún cuando se las dice con el fervor de Feinmann– a quien no podía hacer otra cosa?
No necesito preguntarle, en cambio, dónde dejan los hechos a quien no pudo hacer otra cosa porque lo sé empíricamente. Tampoco le preguntaría qué gato me recomienda porque para eso está Foro-Escorts. Y porque me parece que está medio agotado ese camino.

Doble mano

En la publicidad gráfica que anunciaba la implementación de la doble mano en la avenida Santa Fe, el GCBA prometía “menor contaminación, viajes más rápidos y tránsito más seguro para todos”. Los funcionarios entrevistados repetidamente sustentaban la decisión del cambio en estudios previos, los cuales no pueden consultarse en locs lugares a los que esos avisos remiten para más información.
Con el mismo fin declarado de priorizar el uso del autotransporte público, antes se había establecido el doble sentido circulatorio en Pueyrredón, Triunvirato y Juan de Garay. Esto tuvo como consecuencia, entre otras, el cambio en los recorridos de varias líneas de colectivos, las que fueron quitadas de las calles laterales y concentradas en las avenidas.
Los resultados fácticos, considerados en general, son tan incomprobables como los de los estudios preliminares. Más bien, dependen de la experiencia de cada uno. El nuevo recorrido del colectivo dejará más cerca de su destino a algunos pasajeros, pero a otros los alejará, en especial si van a una facultad de la UBA o al Hospital de Niños. Es posible que a ciertas horas los colectivos que van hacia el norte por Pueyrredón tarden menos que antes, cuando iban por Larrea o por Paso, pero en otras no. Y los que se dirigen al Sur casi siempre tardan más.
Los frentistas de las calles laterales se beneficiarán al no padecer el ruido y el humo de los colectivos en la puerta de su casa, pero, al mismo tiempo, comenzaron a sufrir el tránsito de autos que van más rápido que antes y el despoblamiento de las calles, que destruye a los comerciantes y contribuye a la sensación de inseguridad. Y así como ellos agradecen haberse librado de los colectivos en su calle, los de la vereda de la nueva mano de la avenida maldicen al tener más ruido más cerca de su ventana, una propiedad desvalorizada y una calidad de vida menor.
Eso para no detenerse en situaciones específicas, como, por ejemplo, las dificultades que puede encontrar una ambulancia que transita en emergencia por la Pueyrredón de doble mano y queda encajonada por autos y colectivos que no pueden abrirle paso sin irse a la contramano. Eso para no detenerse en previsiones sobre las proyectadas avenidas de doble mano, como Corrientes, Avenida de Mayo o Colonia y lo que queda de Jujuy: para no imaginar la doble mano en la Corrientes angostada, el atolladero que se generaría en la esquina del Cabildo con el contracarril de Bolívar o la doble –o triple– fila de autos que en la actual Jujuy de mano única espera para tomar Constitución (donde se consiente el estacionamiento junto a ambas aceras) con el fin de subir a la autopista.
Los tres objetivos mencionados por la publicidad no solo no se han logrado cabal e indiscutiblemente, sino que eran imposibles de conseguir con medidas como esta implementadas de esta forma.
La contaminación reducida en las calles se ha mudado a las avenidas, donde ahora afecta a ambas aceras, y ni siquiera existe el intervalo que provocaba el corte del semáforo: cuando cesa el ruido y el humo de los que van, comienza el de los que vienen.
A veces, los viajes serán más rápidos en un sentido, pero son más lentos en el otro. La doble mano lleva implícita la imposibilidad de sincronizar los semáforos adecuadamente, y así en la mano de Pueyrredón hacia el norte es una sorpresa hacer tres cuadras sin ser detenido por una luz roja. Conjuntamente, los giros a la izquierda y los cruces peatonales retirados de las esquinas suman más y más demoras.
Esto también repercute en el aspecto anterior, ya que un auto, y más aun un colectivo, acelerando y frenando casi continuamente contamina más –y consume más– que el que desarrolla una velocidad regulada por una onda verde.
Tan lentos se hacen los viajes en sentido Sur por Pueyrredón que es muy frecuente ver colectivos de las líneas 68, 41 y 71 desviándose por Boulogne Sur Mer para evitar el embotellamiento de Pueyrredón. De paso, derrumban la idea de sacar el autotransporte público de las calles paralelas a las avenidas.
El tránsito, por su parte, no puede ser más seguro. En las esquinas con semáforo de giro, los peatones, por costumbre, comienzan a cruzar cuando se mueven los vehículos detenidos por el semáforo, y no reparan en que, para permitir el giro, aún no se habilitó el paso de quienes transitan por esa mano. Ni hablar de las esquinas con giro a la izquierda donde no hay semáforos peatonales o de las que mantienen el semáforo peatonal en rojo del lado opuesto al del giro.
La lista de riesgos que antes que no existían incluye también, sin ser taxativa, las consecuencias de las distracciones de los peatones que olvidan mirar hacia ambos lados antes de cruzar y los frenazos violentos y choques que se dan en el carril donde los autos esperan para doblar a la izquierda cuando estos son embestidos por el que viene atrás.
Soluciones igualmente tentativas y parciales, pero más baratas y con más sustento teórico, incluirían la rigurosa observación de la normativa referida a la carga y descarga de mercaderías, la de la prohibición de estacionar en las calles laterales –como ocurre en las nuevas avenidas de doble mano– y, sobre todo, la implementación de la mano única en avenidas que actualmente tienen doble mano conformando más pares circulatorios rápidos, en vez de menos. Así, además de dar marcha atrás con estas medidas, podría reestablecerse la mano única hacia el Sur en el eje Alem-Paseo Colón, y hacia el Norte en Huergo-Madero, o podría estudiarse la conveniencia de la mano única hacia el Norte en la avenida La Plata, y hacia el Sur en José María Moreno.
Sin embargo, el Gobierno porteño parece estar motivado por el deseo de hacer cosas sólo para mostrar que las hizo. No importa si tienen sentido, utilidad general o un sustento demostrable; únicamente cuenta la posibilidad de exhibir acciones de Gobierno que dejan en el inconsciente electoral la impresión de una gestión dinámica. Aunque deba aceptárselas como hechos consumados ya que no hay forma fehaciente de refutar sus motivos, criticar su ejecución o analizar sus resultados. Como hay que aceptar que, indudablemente, hace cosas. Y parece que con hacer alcanza.

Sueño recurrente

Hay gente en casa. Están en el patio. Los escucho en el living. Se oyen sus voces en el terreno de al lado mientras se preparan para saltar la medianera.
Pasa con frecuencia. Cada vez que sus sonidos se meten en mi casa mientras duermo, se meten, también, en mi sueño. No lo hacen los pájaros con sus cantos, ni las ambulancias con sus sirenas. Ni siquiera el infecto botellero con parlante: ese me despierta de una, aun cuando está a un par de cuadras de mi cama.
Ladran unos perros a mi alrededor. Tocan el timbre, sacan la puerta de su quicio. Demuelen. Sueño con música: las canciones se suceden con intervalos de silencio, como en un disco.
No es una pesadilla espeluznante, no me despierto gritando. Pero termino despertándome. Cansada. Agobiada.
Cargan nuevamente unos muebles. Los veo por la cerradura, o con la puerta abierta. Están entrándolos. Seguro que se están mudando, que son vecinos nuevos. Parece una cama de dos plazas y ocupa todo el campo visual, todo el espacio de la vereda que se ve desde donde miro.
Incluso antes de abrir los ojos, con la respiración todavía en piloto, se me configura en la mente lo que sucede. Es miércoles: viene la mucama de arriba. Desde las siete y media. Voy reconociendo los sonidos antes de abandonar la duermevela sin que la lógica onírica deforme la realidad. Se le cae algo, barre, se le cae algo más pesado, abre la ventana, golpea la reja del balcón, cierra la ventana. Ahora corre un mueble, lo arrastra, raya el piso que debe encerar.
Alguno de ellos, o varios, o todos, dieron forma a mi sueño recurrente. A mi nuevo despertar anticipado y obligado. Ya no voy a poder dormirme de nuevo ni con los tapones en los oídos, incapaces de filtrar los golpes contra el piso que también es mi techo. Ya se me encendió una parte del cerebro, y se me inunda el resto de neurotransmisores negros. No salí de la cama y ya sé que me cagaron el día, que voy a estar cansada y somnolienta y zarpada de adrenalina y cortisol todo el puto día. Renegrida por el fastidio, la impotencia y la repetición.

Necesitaba anteojos

Ya de noche, salgo del club y voy a tomar el colectivo: una cuadra y media. Espero, espero (a esa hora la frecuencia ralea). Al fin, en la esquina dobla un bondi, producido, con muchas lucecitas que tintinean en el blanco y negro de la penumbra suburbana.
Cuando se acerca, tipo a mitad de cuadra, le hago señas. De pronto tengo la sensación de que no va a parar, y otra peor: que no es un colectivo, ¡que paré un camión!
Me empiezo a hacer la boluda, retrocedo, ocultándome tras un auto estacionado, subo a la vereda.
Ya lo tengo encima y, aliviada, compruebo que sí, que era un bondi. Le hago una apurada seña, por si no había visto la anterior; para, subo, y le pido uno de 48.

Aridez inerte

Esperaba,
esperaba
y todavía
y siempre
esperando,
esperando
con todas las arterias,
con el sacro,
el cansancio,
la esperanza,
la médula;
distendido,
exaltado,
apurando la espera,
por vocación,
por vicio,
sin desmayo
ni tregua.

¿Para qué extenuarme en alumbrar recuerdos
que son pura ceniza?
Por muy lejos que mire:
la espera ya es conmigo,
y yo estoy con la espera...
escuchando sus ecos,
asomado al paisaje de sus falsas ventanas,
descendiendo sus huecas escaleras de herrumbre,
ante sus chimeneas,
sus muros desolados,
sus rítmicas goteras,
esperando,
esperando,
entregado a esa espera
interminable,
absurda,
voraz,
desesperada.

Sólo yo...
¡Sí!
Yo sólo
se hasta dónde he esperado,
qué ráfagas de espera arrasaron mis nervios;
con qué ardor
y que fiebre
esperé,
esperaba,
cada vez con más ansias
de esperar y de espera.

¡Ah! El hartazgo y el hambre de seguir esperando,
de no apartar un gesto de esa espera insaciable,
de vivirla en mis venas,
y respirar en ella
la realidad,
el sueño,
el olvido,
el recuerdo;
sin importarme nada,
no saber qué esperaba:
¡siempre haberlo ignorado!;
cada vez más resuelto a prolongar la espera,
y a esperar,
y esperar,
y seguir esperando
con tal de no acercarme
a la aridez inerte,
a la desesperanza
de no esperar ya nada;
de no poder, siquiera,
continuar esperando.

(Oliverio Girondo * “Espera”)