martes, 31 de agosto de 2010

“Nos pone mal tener miedo en nuestro propio colegio”

El imberbe se llama Iván, y el zócalo del noticiero no consigna su apellido. Pertenece al centro de estudiantes de un colegio cuyos alumnos protestan para reclamarle soluciones a ese enemigo tan obvio que es el gobierno macrista por las condiciones edilicias y, a partir de eso, por toda su política educativa.
Ivancito no tiene la gimnasia oratoria de un cuadro político estudiantil y habla frente a las cámaras con la voz entrecortada de quien estudió tanto para el examen que las palabras le salen ajenas. En su discurso casi no hay terminología militante, sino palabras del lenguaje cotidiano, y eso lo hace más natural, más creíble, y genera más empatía. Es uno de nosotros, el hijo de uno de nosotros, un pibe común contando con expresiones comunes que “nos pone mal tener miedo en nuestro propio colegio”. A él y a sus compañeros los pone mal “su” colegio. ¡Pobrecitos…!
¿Sabés algo, nene? Ese colegio de mierda no es “mi” colegio, y no creo que pueda ser el colegio de nadie. Los que sienten algún tipo de pertenencia respecto de esa cárcel la sienten porque tienen vocación de carceleros (como algunos compañeros míos de entonces, que hoy son preceptores) y/o porque los obnubilan la soberbia y el engreimiento que se les cría por ir a un colegio estatal más o menos conocido por el nombre, y no por un número o dos.
Yo también sentía miedo en ese colegio. Miedo, angustia, desamparo… Y sentía eso no porque se desprendiera mampostería, cosa que ya pasaba, sino porque el cuerpo docente buscaba eso. Recuerdo al regente de la primaria diciendo ¿casi? textualmente en el funesto viaje de fin de curso, ante no sé qué comportamiento nuestro que en esa época se juzgaba indisciplinado, que no le tuviéramos miedo cuando gritaba, que le tuviéramos miedo cuando hablaba despacio. Diciéndolo despacio, con un énfasis reforzado por el tono medido de su voz, disfrutando la última vez que nos iba a causar miedo. Y reprochándonos que algunos tuviéramos la remera del colegio puesta cuando cometíamos las ínfimas tropelías de que éramos capaces. (Ey, infeliz, me ponía esa mierda, que encima era de una tela horrible, porque no tenía otra).
Y, la verdad, no le tenía demasiado miedo a ese tipo. No entonces. Tenía más miedo de que mis compañeros se dieran cuenta de que tenía problemas intestinales y que me había cagado un par de veces; de que notaran el olor mientras sentía el palomón secarse en mi culo durante un interminable viaje en micro por no sé qué supuesto atractivo turístico de Punilla; de que descubrieran que me lavaba los calzoncillos mientras “me duchaba” y los ponía a secar en el bolso; de que no se secaran, porque me quedaba sin ropa interior, y encima mi madre –muy ocupada, seguramente, en darles plata a los docentes para que compraran alfajores el día de mi cumpleaños y, de improviso, me hicieran repartírselos a mis compañeros– me había puesto menos calzoncillos de los necesarios.
Más que miedo era asco lo que tenía cuando llegaba la hora de ducharse en esa bañera, y me lavaba como podía en el lavabo; tenía repelús de compartir la cama matrimonial con otro compañero en ese hotel sindical donde nos alojábamos. Y ahí no tenía escapatoria… Sentía encogerse mi espíritu y mi capacidad de adaptación cuando se hablaba de que quizá se organizara una reunión-fiesta-loquefuera con pibes de otro colegio, de un colegio con minas, y uno de mis compañeros se vestía y peinaba como si fuese a protagonizar una escena de Pelito.
No tenía miedo, sino aversión a la exposición, y eso me pasaba incluso cuando no era en contra mía, cuando un yosapa docente pedía un aplauso para mí porque tenía puesta una remera que decía “Necochea”, y, según él, eso era destacable ya que todos usaban remeras con inscripciones en inglés… Y tal vez hubiera algo de miedo en esa aversión, en prever, en imaginar, en tratar de evitar.
Tenía náuseas cuando había que ir con un jarrito y llenarlo en una fuente con agua de procedencia desconocida a la hora del almuerzo o la cena; una fuente por la que pasaban todos los jarros y todas las manos mientras el cuerpo docente bebía Coca Cola.
En ese colegio estaba incorporado el miedo. A que se le cruzaran los cables a algún maestro y se entretuviera en humillaciones hasta que uno llorara, como les pasó a varios, y seguramente también a mí (no, no me acuerdo bien, y no quiero hacer memoria). ¿Qué placer perverso encontrarían en basurear a una criatura hasta desmoronar su ser, hasta que deseara literalmente que lo tapara la tierra, es decir, la muerte? Porque no era un loco, o dos. Eran, con sus matices, la gran mayoría.
Miedo a que te dijeran “vaya al baño y lávese la cara, a ver si así se despierta” porque, según esa sádica profesora de francés, tenías cara de dormido. A que el libretista de telenovelas se sacara y les gritara a niños de ocho años con su aspecto desaforado, reforzado por su pelo mal peinado y sus tupidos bigotes; a que su colega del otro tercero, militar retirado, escribiera una larga tarea en el pizarrón y nos amenazara con que todos íbamos a tener que hacer esa tarea si uno se movía. Una tarea que, por otra parte, era de grados superiores, de cosas que no nos habían enseñado.
Me daba miedo la clase de Educación Física, que hubiera que trepar esos caños imposibles, que nos hicieran armar equipos porque me iban a elegir entre los últimos, que te hicieran el pasamanos con el bolso o con la ropa en el vestuario, y tener que andar corriéndolos en calzones o totalmente desnudo (“G……., se te ven los calzones”, me dijo Orgatxo en el medio de un partido, y que eso se repitiera también me daría una forma de miedo porque después me los arremangaba bajo el pantalón corto en ese tiempo en que todos usaban slip, menos yo, y desde ese entonces odio la palabra calzones).
Daba miedo perderse un gol con el arco vacío y que el profesor te dijera a los gritos, frente a todos, que salieras, que no podías jugar. Y me daba mucho miedo que me pasara como a un compañero, más malo que yo al fóbal, al cual en una época lo llamaba aparte para impartirle unas nociones sobre cómo pegarle al balón. Horror me daba quedar en el lugar del chico con dificultades que evidentemente necesita ayuda, una ayuda prestada delante de todos, para que todos se enteren, y para que todos ayudemos porque somos solidarios. Esa forma de quedar rebajado, minúsculo, impotente, y, consecuentemente, a expensas de las burlas de los compañeros, o de esa torpe y falsa comprensión que es aún más desagradable porque no era otra cosa que refregarte su capacidad para hacer algo tan sencillo frente a tu incompetencia.
Cuando las autoridades me gritaron malamente por ir con zapatillas (¡se me había roto el único par de zapatos que tenía!), tuve miedo. Y todo el rollo que me hice a priori por si me descubrían y la intención de pasar inadvertido eran una forma o una consecuencia del miedo.
Miedo o angustia o abatimiento o quemazón cerebral y espiritual sentí cuando mis padres contrataron el servicio de transporte escolar y me indicaron mal a cuál camioneta tenía que subir, y el tipo terminó su recorrido y quedaba yo en el último asiento. No conocía esa canción de Jimi Hendrix que dice “wait a minute, something is wrong”, pero veía que todos se iban bajando y que el chabón no venía para el lado de casa, y me daba cuenta de que estaba todo cada vez más wrong, de que no era razonable que su recorrido incluyera cruzar media Buenos Aires para llevar a un solo pasajero después de dejar a los demás en una zona específica; de que iba a tener que afrontar una situación en la que no quería estar, y sin que fuese mi culpa; de que iba a tener que hablar y explicar, y no sabía en qué momento hacerlo… Supongo que el conductor (que también era maestro) tampoco sabría, porque los hechos se desencadenaron cuando sólo un delantal blanco asomaba tras la penúltima fila de asientos. Y no me acuerdo más. Mucha negación, por suerte.
Y una leve y diaria forma del miedo se manifestaba al gritarle otro conductor a un chico de nueve años “Arroyo, el culo te abrocho” cuando el pibe bajaba de la Chevrolet frontal naranja, y yo temía que también bromeara con mi apellido, propenso a ese tipo de rimas.
Cuando me decían mono, o negro (incluso los docentes), en cambio, no tenía miedo, sino odio. Cuando no sé que trabajo no había hecho en Actividades Prácticas en segundo grado, y el sorete ese de bigotes y nuca rapada me empezó a llamar y yo me escondí bajo el pupitre y ninguno de los forros compañeros que tenía fue capaz de decir “no vino”, y el tipo seguía gritando mi apellido, y no me acuerdo cómo terminó, ahí sí tuve miedo.
Ir al baño mezclaba el miedo y el desconocimiento. Así, una vez, en segundo grado, terminé meándome encima, y saliendo al final de todos con la ilusión de que no se notara. Creo que nunca fui al baño allí en ocho años. Cuando me pusieron un tres en Dibujo, en sexto o séptimo, tuve miedo de llevármela a examen. Y tenía miedo cada día que había Dibujo: cada hora de Dibujo era un sufrimiento, como cada hora de Francés, de Historia, de Gimnasia…
Seguro que tuve miedo cuando me llamó el de Educación Física de primer año porque no tenía un solo presente en su hora –te ponían presente después de ducharte, o sea, había que ponerse en bolas delante de todos para que te pusieran presente, y la única vez que fui no había agua caliente y nos dejaron ir sin ducharnos-. “Usted no vino nunca”. “Sí, vine tres veces”. “Entonces tiene un dos”.
Seguro que tuve miedo ante una clase de Dibujo, porque el tipo me había amenazado con que si no completaba la carpeta me iba a poner un uno. El forro ese no entendía que detestaba su materia porque era muy consciente de mis totales limitaciones en ese terreno; al pelado ese no le importaba que completar la carpeta implicara obligarme a hacer algo que odiaba porque era –y soy– de madera dibujando: él necesitaba sumergirme en mi incapacidad y en la angustia de estar obligado a hacer lo que me salía mal.
Esa mañana se hizo tarde, y seguramente me ilusioné con que no iba a ir, pero al final no habré tenido alternativa, habrán fallado todos mis argumentos, mis dolores de panza, la fiebre que surge del termómetro contra la bombita, mi llanto tal vez. Me acuerdo que fui en taxi, porque se había hecho tarde. Cuando llegué, me volví caminando. Y en casa inventé una historia de que el tachero no me había querido llevar por ser chico, o que me había maltratado, o algo así.
Demasiado miedo en ese lugar de mierda. Miedo con cada boletín, a medida que se profundizaba mi deterioro académico. Miedo de primero a séptimo: miedo al maestro que nos amenazaba con una jeringa cuando nos “portábamos mal”, miedo cuando la soreta de Francés advertía que no se podía faltar a la prueba, así que “no se tomen ni un jugo de naranja, para que no les dé diarrea”. Miedo en primer año, de que me vieran caminando solo por los pasillos durante los recreos. Siempre miedo, mucho más miedo del que sienten Iván y sus compañeros.
Cuando empezamos quinto grado, no sé si tuve miedo, pero sí una angustia inmanejable, que me hizo ponerme a llorar en clase por nada. Cuando me preguntaron qué me pasaba, inventé que un conocido había muerto en un accidente de tren que había sido noticia por esos días. Y cada vez que todos tenían que pasar al frente, el miedo crecía ante la chance cada vez mayor de que me tocara a mí. Seguro que algo se percibía, porque casi siempre me dejaban para el final. Una de las más espantosas fue en séptimo porque cada uno tenía que hablar de sí mismo. ¿¡Qué mierda iba a decir yo de mí?! Recuerdo que después le pregunté a un compañero qué le había parecido mi desempeño, y él se esmeró en corroborar mis miedos diciéndome con tono despreciativo que no se me había entendido nada y que parecía una “porora”.
Fue ese mismo pelotudo, con quien solíamos jugar con los autitos en los recreos, el que se ofendió mortalmente por algo que no recuerdo si pasó, supuestamente un “¡qué hijo de puta!” que dije con mucho de exclamación, y que él necesitó sentir como una ofensa para su madre. Así, me amenazó todo el resto del día con que me iba a pegar a la salida. Y cuando llegó la hora me llevó agarrado del hombro hasta la vereda, mientras yo trataba de hablar, porque hasta se podía hablar: no era la suya una cólera enceguecida, sino algo planeado, una demostración de su condición de niño dominante en esa relación… Y no me acuerdo que pasó después, calculo que hubo apenas un puñete simbólico, pero de ese golpe, si existió, tampoco me acuerdo.
El colegio no fue el único territorio del miedo durante la niñez. El cura que daba misa en la cripta de la iglesia donde me mandaban a catequesis, en una misa cuyo auditorio principal eran niños de ocho años, y sus familias, en ese lugar horrendo con olor a incienso, en el medio del sermón y a cuento de no sé qué –a cuento de nada, salvo de meternos miedo–, mencionó la supuesta historia de una familia en cuya casa habían entrado unos ladrones que los habían dormido y los habían robado sin que ellos se dieran cuenta. Y es el día de hoy que me acuerdo de eso, prueba de la impresión que me causó. Y seguro que cuando rezaba, pedía, entre otras cosas, que no nos pasara algo así.
Hubo miedo a lo que vendrá, a la forma que tomará el escarnio por hacer el ridículo, el primer día que fui a séptimo y me enteré de que las clases habían comenzado una semana antes. ¡Y yo ni sabía! (mi familia tampoco). Así de descolgado/s estába/mos. Algo similar sucedió en primer año, cuando falté el primer día porque aún no se había arreglado la manganeta que me permitió seguir cursando a la mañana después de mi traspié en el examen de ingreso. O cuando volví recuperado del eritema nosécuánto gracias al que pude faltar bastante, y nos habían cambiado de aula, y tuve que sentarme en el último banco, lo cual fue el clavo definitivo en el ataúd de mis notas.
La vez que citaron a mis padres porque había firmado un petitorio para que reincorporaran a un chabón del centro de estudiantes al que habían echado por lo que fuera que les sirvió de excusa a las autoridades, no tuve miedo… porque no me avisaron, y no me enteré hasta que la vi a mi madre ahí. Cuando la profesora nexo con los alumnos de ese primero (que era la de Francés de una mitad del curso, lo cual hacía que a la otra mitad, la que yo integraba, apenas la conociera de nombre –-> esa señora, que debería tener cincuenta y algo, en mi memoria luce como de setenta y tantos) habló conmigo unos minutos antes de entrar a clase y no sé qué boludeces me preguntó, no recuerdo haber tenido miedo. Sólo la certeza de saber que todo eso era muy ridículo, que todo estaba mucho peor que yo si esa era la atención que podían prestarme. Cuando me quedé libre por faltas a raíz de un error del preceptor tampoco tuve miedo. Tal vez un poco de impresión cuando me mandaron a hablar con el rector en su despacho…
Tenía cada vez menos miedos, y, pese a mi escaso cuerpo, hasta le quise pegar a un forrito que me bardeaba regularmente desde la soberbia que le alimentaban el buen pasar económico de su familia y sus relaciones con el mundo del espectáculo, que lo llevaron a ser un fugaz niño actor. Y le hice la gran Muñeco Gallardo a otro que no sé cómo se rio de mí, y se quedó con las marcas de cuatro de mis uñas en una mano.
De estos miedos me acuerdo, los puedo nombrar y desguazar un poco aunque sea. Pero, sin duda, como en mi historia familiar, hay una cotidianeidad que escapa al recuerdo, a la posibilidad de identificación; que se transformó en sedimento.

El miedo de Iván, y de la otra chica, de discurso más articulado y politizado, que anuncia y justifica la toma del colegio, avalada por las autoridades –que juegan su partido político–, y el de todos sus verborrágicos compañeros es antipáticamente/patéticamente autorreferencial: tienen miedo de que se les caiga un pedazo de techo en la cabeza. A ellos. No tienen miedo, en cambio, de que se le caiga a otro, a un obrero, por ejemplo, como ocurrió, en un hecho que le costó la vida. Son tan comprometidos y solidarios que me llama la atención no haber encontrado en sus declaraciones ni una mención de aquel trabajador.
Esto no es óbice para que comparta sus reclamos. Es bastante razonable querer ir al colegio sin tener que preocuparte por el estado del edificio. Más los comparto cuando veo a una docente a la que también se le entrecorta la voz, oponiéndose caricaturescamente a la toma, debatiendo ante un movilero de C5N con un alumno que no tiene más que una sombra de bigote, llamándolo varias veces “señor” con la intención denigrante que se revela al tratar nominalmente como igual a quien no sólo no lo es, sino que es el destinatario de un trato desigual en el resto del diálogo. (Veo a esa joven chota y me aturden los ecos que les dicen “señor” a los niños de siete, ocho, diez años que fuimos). Y más aún ante todos los fachos que asoman y ponen en menos la palabra adolescente.
Y compartir las reivindicaciones no me impide entrever que detrás sí aparece la política partidaria (lo cual no es necesariamente malo ni condenable).
Estos chicos, que consiguen parlantes ( :O ¿dónde?, ¿cómo?, ¿a qué precio?, ¿quién los paga?) que se oyen desde la calle para sus actividades durante la toma, no van a otro colegio: van al mismo. Y lo consideran propio. Como hacen propio el relato de la tradición del colegio, y en esa tradición juntan alimentos para no sé quién, como en mi época se juntaban para los desprotegidos de las fronteras. Como hacen propio el discurso del prestigio del colegio: así, ellos pertenecen a un lugar prestigioso, que al ser mejor que los otros los hace a ellos mejores que a los otros, tanto que son la avanzada del reclamo de todos los estudiantes porteños por sus derechos.
Nada de eso es propio para mí porque esa mierda es la misma de entonces, una mierda a la que nadie puede considerar propia salvo que sea otra mierda, o un forro considerable, de esos que, consentidos por las autoridades, pintan eslogánes gastados en un mural, del mismo modo que ahora adoptan como consigna el “fuera, Macri” y con ella cierran sus comunicados de prensa.
En ese campo de concentración a cargo de impunes torturadores de almas y psiquis infantiles y púberes y adolescentes hay una continuidad nominal, edilicia, ideológica, personal, incluso energética, que es indefendible. De hecho, sus actuales directivos son los profesores de entonces, comenzando por la ex sex symbol que muy pedagógicamente amenazaba a sus alumnos con un uno.
Hasta en el discurso de los compañeros de Iván que salen en “Duro de domar”, llevados por Gvirtz para seguir tirándole tierra a Macri, hay continuidad: repiten que no es lo mismo hacer política que hacer partidismo, y ese versito lo conozco de hace veintitantos años, de cuando Varela se lo dijo a la de Cívica, que no se había dado cuenta de que los militares ya no gobernaban más.
Y como yo no soy esa mierda, ese lugar no es mío. Yo escupo, o meo, cuando paso por ahí, y deseo que se derrumbe de una vez, o que lo demuelan. Pasar y que no esté más.
¿Ves? Eso podrían hacer. Porque, pese a todos los arreglos, no cambió nada desde que yo cursaba ahí, salvo para empeorar: la escalera central ya estaba clausurada, ya se había caído mampostería, Siberia siempre fue Siberia, y los gatos ya aromatizaban la entrada con su meo. Entonces flasheo con que muden el colegio a otra parte –cambiándole el nombre–, demuelan ese edificio y hagan un Espacio de la Memoria que homenajee el sufrimiento cotidiano de miles y miles de niños que pasaron por esas aulas. No ya a los estudiantes desaparecidos buchoneados por profesores, que tienen su debido recuerdo. A cada pobre pendejo cuya alma se estrujó por la saña y la arbitrariedad de esas lacras, por la imposibilidad de hacer lo que pretendían que hiciera, por estar obligado a relacionarse con compañeros que te despreciaban, te marginaban o simplemente no tenían nada que ver con uno, con los que había unas distancias irreductibles, que realimentaban la marginación y el desprecio.
Imagino un gran espacio vacío, de símil mármol. Sin nombres. Sin árboles. Sin senderos ni declives. Sólo un páramo blanco en el medio de la ciudad. Pienso en eso apenas un instante más, y lo veo varios metros bajo el nivel de la vereda (tal vez para asegurarme de haber erradicado ese lugar desde los cimientos). Lo veo sin desagües siquiera: si llueve, que se evapore sola el agua.
Un vacío pulido hasta quedar completamente liso, hermético pese a estar a cielo abierto. Eso veo.

2 comentarios:

Galo Eter dijo...

Más de 20000 caracteres de alta intensidad y ni un comentario...
Este blog va para atrás...

Anónimo dijo...

El siniestro Google y el siniestro aburrimiento se confabulan para que busque y encuetre que el sorete que amenazaba con una jeringa a los niños de 6 años, llevaba años haciendo eso, y no sólo con una jeringa, sino con una tijera (¿qué pretendería cortarles a aquellos niños?) y con una pollera escocesa que usaba para amenazar a los niños con ponérselas y mandarlos a las escuela de niñas contigua.
Sin embargo, otro lo recuerdan por su hombría de bien (?) y uno afirma que puede leer porque el tipo este le enseñó de la A a la Z.
Bueno, tal vez yo no lo valore porque ya sabía leer y escribir...
O porque siempre supe distinguir a mierdas como él...