lunes, 13 de septiembre de 2010

Chocolate

A todo el mundo le gusta el chocolate. A mí también. Me encanta el chocolate con leche. Sin embargo, casi no como chocolate. En casa no compran, yo no compro… Y no como chocolate. Pero me gusta mucho el chocolate.
La otra vez me regalaron una tableta grande, de noventa gramos. Me duró dos días porque traté de limitarme, de contenerme, de ir comiendo cuadradito por cuadradito. Y preguntándole siempre a mi aparato digestivo cómo venía la cosa. Si no, me la mandaba no te digo que de un tirón, pero casi.
Mi relación con el chocolate quedó ahí. Hasta que una noche me pintó la voracidad que me ataca algunas noches. Aunque esta no era una voracidad de cualquier cosa, una previsible voracidad de harina. No. Quería chocolate.
Y no hay chocolate en casa.
Salvo aquel huevo de pascua enorme que mi dentista le regaló a mi madre/su amiga hace dos años y medio, y que desde un tiempo después yace en el freezer, apenas comido.
Y sí, empecé a comer chocolate congelado. En realidad, congelado es un decir. Porque el chocolate no se congela como un pan, hasta ponerse inmasticablemente duro. Le mandás diente y se quiebra, y lo comés sin mayores problemas.
No era que estaba rico, o particularmente rico. Era que necesitaba chocolate. Y comí mucho. No comí más porque había una parte que estaba verde. Capaz que no estaba podrido, que simplemente era el colorante de los confites que –¡nunca supe para qué!– vienen en el interior del huevo. Pero, por las dudas, esa parte la dejé de lado.
El tema, igual, no es el chocolate. El tema es cómo responde mi cabeza, cómo late a veces y se pone imperiosamente demandante.
El tema no es el chocolate, ni ninguna otra sustancia, ni ninguna de las reacciones neuroquímicas que surgen más allá de las sustancias concretas, sino, por ejemplo, ante ciertas relaciones.
El tema es no olvidarme de eso. Nunca.

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