martes, 28 de diciembre de 2010

Los hijos de puta del aire acondicionado

Escribo esto un día después de comenzado el verano. Porque anoche, cuando quería escribirlo, no había luz. 21 de diciembre y ya van tres cortes de luz en una semana.
Sin embargo, seissietechoto y los demás constructores de esa parte de la realidad no tocarán el tema. ¿La ola de calor le estará haciendo el juego a la derecha? El delincuente de Samid –devenido kirchnerista hace un tiempo– todavía no califica para sentarse en ese panel, así que hace méritos diciéndole a alguno de sus periodistas pagos de la tele: “Hace años que se habla de crisis energética y yo todavía la estoy esperando”. No sé… Capaz que tiene más suerte que yo, como la tiene con la Justicia. Capaz que tiene más suerte que los que gastamos quince mangos de luz por bimestre.
Yo ayer y hoy tuve mala suerte. De movida, tengo la mala suerte de ser usuarix de Edesur y de padecer sus cortes reiterados desde hace años, en particular esos apagones masivos y prolongados que nos suele ofrecer. (Para no hablar del contestador que te atiende en su 0800 ni de sus voceros, Daniel Martini y Alejandra Martínez, miserables caraduras a quienes odio desde el apagón del año 99, cuando se nos cagaban de risa con sus comunicados y declaraciones, cuyo estilo pelotudeante repiten corte tras corte).
Pero ayer y hoy tuve más mala suerte. Porque se cortó solo una fase, la nuestra. Y el corte duró cerca de quince horas. Mientras, el vecino de arriba, más afortunado que yo, se levantó y puso su aire acondicionado, el cual, a tres metros de mi cabeza, comenzó a lanzar calor y ruido hacia mi patio. Esa fue una de las muchas veces que me desperté, incluyendo dos más en las que soñé que había vuelto la luz.
¡Hijo de puta!
Él y su mujer, y la baby sitter, que le quema la cabeza al hijo de ellos hablándole y cantándole con esa voz tan aguda y esa pronunciación deformada que seguramente los bebés no entienden. (A mí también me quema el bocho, tanto que me parecía que le cantaba “Sapo, sapo” :p). En especial ella, la baby sitter, una idiota severa que deja continuamente el ventanal abierto con el aire prendido, tal vez como una forma de equilibrar la temperatura. Y entonces tengo que oír su voz más el ruido del aire. No una cosa o la otra: las dos.
Él, su mujer, la baby sitter y todos los infelices que, como el de enfrente de casa, tienen el aire prendido aunque sea de noche y haga 22 grados. Todos los que tienen aire y prefieren 22 grados de aire acondicionado en lugar de 22 grados de temperatura natural, porque, claro, tienen aire, llegaron al aire. Y si tienen aire, cómo no van a usar lo que tienen. Aunque no lo necesiten…
Todos ellos, y este gobierno de mierda, que narcotiza a la clase mierda –abstinente desde el menemismo– con cincuenta cuotas para comprarse el espejito del mejor color y con una política de subsidios que algún día va a estallar con resultados inimaginables; pero, entretanto, como con la convertibilidad, vivamos el momento. Y nos golpea la puerta para que cambiemos las lamparitas por las de bajo consumo mientras facilita el acceso a un aire que gasta en un día lo que yo gasto en una semana o dos.
En fin, todos los que participan de esa lógica de consumismo y contaminación (es decir, ¡de capitalismo!) que lleva al colapso del sistema, el cual cae y me deja más cagadx de calor que antes. Esos hijos de puta cuya negación me excandece hasta la furia porque no me alcanza con que el corte tenga algo de equitativo y nos deje a todos sin agua ni ascensor. ¡Será de dios que no se hagan cargo de su responsabilidad, que no vean las consecuencias de sus actos bien cerquita, en el depto de abajo, ni la certeza de que mañana o pasado ocurrirá en el propio…! Bueno, ¿cómo van a verlas si no pueden ver algo mucho menos abstracto?: que te llenan de calor y de ruido y del agua que gotea el aparato. Pero nada les importa porque el mundo nuevo termina donde termina el frío artificial de su acondicionador de aire.
Todos ellos y los que niegan la realidad, y la deforman. La puta que los parió. (Aunque, lo sabemos, las putas no tengan nada que ver con esto, la reputaquelosparió). Si a esta fecha vamos así, los días que quedan, y el verano, y, sobre todo, después del 15 de febrero, ¡preparate!

Programación

X está en paz consigo misma. Siente menos deseos de llamar o de comunicarse con M.

Free Bartolo

Pasaron seis años de la tragedia de Cromañón. Pasó la ilusión de que una vez concluido el juicio se retirara el “santuario” que impide el tránsito por la calle Bartolomé Mitre, pasaron las promesas macristas sobre la preservación del espacio público, pasaron las impotentes marchas de los vecinos, pasó la ridiculez improvisada del contracarril en Rivadavia (¡donde los colectivos no entraban!). Todo pasa, dijo Grondona…
Mientras, cientos de miles de personas por día debemos perder parte de nuestras vidas debido a la apropiación del espacio público realizada por particulares para rendir homenaje a quienes ya son homenajeados a pocos metros de allí, en un predio que pertenecía al ferrocarril.
Es curioso que algunas usurpaciones, como la del parque Indoamericano, irriten tanto y que otras, como esta, se eternicen mimetizándose con la cotidianidad. (Esto para no hablar de lo llamativa, casi mágica, que fue la liberación del terreno del parque).
Y la expectativa de una solución pronta se disuelve al encontrar en la web una declaración del subsecretario de DD. HH. de la ciudad, un señor Berón, quien dijo hace apenas unos meses que para ellos “no se trata de un problema de tránsito, sino de hacer un espacio para recordar a los chicos”, y que “es gente que sufrió mucho como para agregarle esta tensión”.
Es una lástima que no exista un medidor de estrés porque con él podríamos medir la tensión de los vecinos de la calle Esparza, y de otras varias, cuando sus casas y departamentos son sacudidos por los colectivos que deben desviarse de su recorrido. Podríamos medir esa tensión, multiplicarla por el número de afectados y llevarle el resultado a Berón.
De paso, podrían medir la mía y la de todos los que tenemos que esperar en el semáforo de Ecuador y Mitre cuando este último está en verde, habilitando el paso de nadie, porque no viene nadie por Mitre, porque está cerrada. Midan nuestra tensión –y la de los colectiveros–, la contaminación y el tiempo perdido: el que se tarda en dar toda la vueltita y el tiempo muerto del semáforo, más muerto que los muertos, que ya están muertos, y yo todavía estoy vivx.
Ni siquiera digo que tiren el “santuario” a la mierda: ¡súbanlo a la vereda! Y el tipo este, Berón, que no hable él también de “los chicos”. Basta de condescendencia barata y eslóganes vacíos, por favor. (¿O es que a los adultos muertos no los van a recordar? ¿Van a discriminar a los muertos por edad? ¿Van a hacer eso?).
Es triste pero ineluctable: el tiempo pasa, y simular que todo sigue como en la noche de aquel 30 de diciembre es ficticio. Sin duda, sería más sano que acepten la realidad, que se hagan cargo de su responsabilidad y, sobre todo, ¡que dejen pasar!

Nombres alternativos de este blog (V)

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/clctvs

Dos líneas verticales parten al medio el blanco detrás de la última ventanilla. Una roja y otra azul –porque es el 118–, no muy gruesas, de unos cinco centímetros. Después doblan, creo; se horizontalizan, pero esa parte no se ve desde el 41 con el que espero en el semáforo.
Lo relevante no son esas dos franjas, sino las finísimas líneas firmes que el pintor trazó para separarlas. En esos detalles reparaba cuando era niño y dibujaba colectivos con pasión y torpeza. Miraba por la ventanilla y registraba los colores que veía desde el bondi en el que viajaba: blanco, franja azul, ventanillas rojas, techo negro, anotaba. Y el niño maníaco detallista reparaba hasta en las líneas que separaban los diferentes colores, circunstancia que seguramente cambiaría de letrista en letrista.
Después, en casa, los dibujaba y reproducía los esquemas de colores de esa época en que los colectivos no eran casi todos completamente rojos, o azules, o verdes, o blancos con ploteados, o tapizados con publicidades.
La línea roja, que separa el blanco del azul; la celeste, que separa el azul del rojo; la negra, que separa el rojo del blanco, me llevan más de tres décadas atrás, hasta la foto mental de un niño mirando por la ventanilla derecha –no por la izquierda, como esta vez–, cautivado por la misma hipnosis de los colores, y anotando, o pidiendo que anotaran.
Ese niño de entonces reaparecía la otra vez, sentándose en un Mercedes 911 restaurado de los que desfilaron en el Bicentenario, incapaz de absorber cada detalle con el que se reencontraba después de una vida. Y el tsunami emocional que le provocaba reconocer lo recordado inciertamente, la forma y la ubicación de la palanca de cambios de un Leyland Olympic, comprobar que era como la recordaba, redescubrir el panel que está bajo la ventanilla del conductor, lo instaba a no querer bajarse, a no querer alejarse de esos coches. Y lo obligaba a sociabilizar, a ponerlo (¡a ponerse!) en palabras, a hablar con la gente para ser visto, para que alguien lo viera.
Porque cuando era un niño seguramente no lo veían. Y porque no estaba quien más hubiera querido que lo viera esa noche.

domingo, 12 de diciembre de 2010

El leit motiv de mi vida, dentro de unos años

Tengo cuarenta y tantos y contando, y no me sirvió de nada lo aprendido.

Tiempo y espacio

Estoy despierto un domingo a la mañana, casi al mediodía.
Por la esquina de la facultad pasa un 32. La patente empieza con A y tiene los viejos colores de la línea 21. Atrás viene otro, rojo y gris; el plotter del costado dice 117.
Sé bien dónde estoy. Ya vi que dice 32 encima del parabrisas, ya sé que los ramales a Olimpo cambiaron de dueño.
Sin embargo, la culata tricolor abre una grieta en las coordenadas. Colectivos de las líneas que menos vi en mi vida, un sol ya olvidado iluminando una calle irreconocible con ese tránsito… Esos detalles, unos cambios aleatorios en la escenografía, podrían ser indicios de una alteración espaciotemporal.
Capaz que este es otro barrio, que la vieja General Paz está a un par de cuadras, que la nicotina es la única droga que conocés, que estoy por terminar el colegio y que nosotros podemos ser otros, sin tantos fragores.
(Ya me compré el libro de Pizarnik, y podría ser lo que nos convoque, como fueron los discos con Jagger y Richards).
Una vez en casa, debería orientarme y reconocer el tiempo presente. Pero la biblioteca y los sillones y la mesa con su carpeta verde, y este mismo aire, inalterables por décadas, me siguen confundiendo.

Exposición de riesgo

“Él tuvo una rotura de preservativo en una penetración vaginal sin eyaculación con una trabajadora sexual”, le informa una doctora a la otra. Lo lee con sus ojos celestes y su acento del interior cordobés de la misma ficha que llenó la vez pasada.
Como entonces, no entiendo la relevancia de algunas cosas. Traté de señalárselo mientras exponía mi relato, pero no encontré una respuesta satisfactoria. Y las dudas quedaron en mí. ¿Cuál es la importancia de la condición de trabajadora sexual de la persona que estaba conmigo? En todo caso, sería relevante su condición de persona promiscua, que puede tener varios partenaires sexuales cada día; pero no veo qué es lo significativo en el hecho de que haya plata de por medio.
¿Y en qué me afecta que no haya habido eyaculación? ¿Es el tiempo de la penetración, y, por ende, de la exposición? ¿Da por sentado que, si no hubo eyaculación, no estuve taaaanto tiempo dándole? Porque no es así, doctora… No le voy a contar, pero en mi caso no es así.
Según sé, o creo saber, el hecho de que haya eyaculado –o no– es relevante para la mujer, que podría quedar embarazada, y, aunque se cuidara en ese sentido, de todos modos estaría en contacto con un fluido que es vehículo de diversos agentes, entre ellos el virus de la inmunodeficiencia humana.
Pero a mí no me cambia nada. ¿O sí?

ACV

Van varias noches, algunas de ellas consecutivas, que, cuando me acuesto, siento un hormigueo en el dedo meñique de la mano derecha. A veces me ocurre antes de dormirme y a veces me despierto con esa sensación. Anoche, por perseguidx o porque de verdad pasaba, sentí el hormigueo también en una parte del antebrazo derecho.
Me pasa durante un rato. Después, es como si el cuerpo se acostumbrara a la horizontalidad, y no me jode. Tampoco me molesta durante el día. (Si fuese del lado izquierdo, no estaría contándolo acá: estaría llamando al SAME, estaría yendo a la guardia del hospital más cercano).
Entonces hago presión con ese dedo sobre la palma, como haciendo un ejercicio de digitación, para que la sangre vuelva a fluir normalmente, si eso es lo que sucede, si –en efecto– algo impide su correcta circulación.
A veces, otras veces, menos veces, se me mueve solo el brazo. También mientras estoy en la cama, acostadx. Desde el bíceps se mueve, siento. Y la otra noche se me movía sola la mano, rebotando contra el borde del colchón.
Todo esto para decir que si tengo un ACV, si el puto hormigueo y todos esos síntomas lo están anticipando, si el estrés, la frustración, la insatisfacción y el fracaso vencen… Nada, que me desenchufen rápido. Y que yo no dono mis órganos.
Y que si me internan en un lugar donde hay un crucifijo, que lo saquen. Primero, saquen esa mierda. Después, atiéndame. (Si es una urgencia, en cambio, primero me atienden y después sacan el crucifijo; pero si ya está todo jugado, primero saquen el fetiche necrofílico ese).
Y que sería una cagada no haber vivido, no haberlo logrado.

Carta de Dios

Nuevo Schoenstatt, 13 de septiembre de 2007

Querida hija mía:

Probablemente te extrañará recibir una carta mía. ¡Te escribo montones a diario y siento que no siempre te llegan! Déjame que hoy me acerque a ti, en el silencio, aunque sólo sea un momento, y te hable al corazón, y te diga todo eso que un padre puede decir a su hijo más querido, a su hijo más especial.
Continuamente estoy escuchando tu voz. Conozco tus búsquedas, tus tropiezos, tus limitaciones. Mi pequeña hija, ¡si supieras del momento en que pensé en ti! Aquel día toda la tierra se paró, todo el cielo te miró, y yo mismo te formé, eres una obra nacida de mis manos. Y entonces pronuncié “tú eres mi hija amada”. Te apreté fuerte contra mi pecho y sentí tu corazón latir al mismo ritmo que el mío. Y en el Día de tu Bautismo, aquel ………………………………., sellé una alianza contigo para siempre. Desde entonces tu nombre está grabado en mis entrañas, en las palmas de mis manos, y lo repito con frecuencia como el más precioso de todos. Hija mía, me duele tu dolor; tus heridas son también las mías. A veces te veo mendigando amores que pasan y siento pena. ¡Si supieras cuánto te quiero! ¡Si conocieras un poco del amor que te tengo! Déjame que, de nuevo en este día, te lo haga llegar. ¡Ojalá lo sintieras! ¡Ojalá descubrieras que este amor mío te puede llenar, te puede hacer feliz!
Me hacen sufrir las oscuridades del mundo en el que vives, aunque muchos creen que me resulta indiferente, o peor aún, que todo ese dolor es culpa mía. ¡Y pensar que nunca en mi proyecto contemplé ni una pizca de angustia para nadie! Pero lo que más me duele, lo que más entristece mi corazón, es la indiferencia en que viven, su falta de solidaridad. ¿No los hice hermanos, responsables los unos de los otros? ¿No los modelé a cada uno con igual ternura? ¿No puse en su corazón todo el amor que podía contener mi corazón de padre? ¿Por qué no son capaces de vivir en fraternidad? ¡Si descubrieran la belleza de mi proyecto inicial para toda la humanidad…! Pero sigo confiando en ti, mi hijita más querida. Y sigo optando por tu tierra, y el hecho de haberte creado hija, a imagen de María, es lo más hermoso que pude pensar. Sigue luchando por asemejarte cada día más a ella.
Te envío de nuevo a Jesús. ¡Él es mi Carta Viva para ti! Lo puedes descubrir caminando a tu lado. Muchos se quejan de que no lo ven… Quisiera que a ti se te purificara la mirada, que se abran tus ojos y lo descubras de una vez, presente a tu alrededor. Él, en su aparente debilidad, en su supuesto fracaso, será para ti y para tus hermanos salvación, esperanza, confianza y plenitud de lo humano, arco iris que brilla y que anuncia el fin de las tormentas, sol que ilumina y derrota la oscuridad. ¡Anhelo que seas como Él! Así de luminosa, humilde, pequeña y como Él. Que te sepas siempre cobijada en mis brazos, especialmente en las horas más difíciles.
Así te soñé y así te quiero, porque la grandeza del ser humano no está en brillar con luz propia y artificial, sino en recibir y reflejar la única luz que transforma, que es la suya. Jesús es para ti el Sol Naciente. En la oscuridad de este tiempo brilla su luz. ¡El mundo está lleno de luces! Tú eres una de ellas. Te necesito a ti, mi hija predilecta, para que alumbres, para que seas también tú una Carta Viva, que lleve a los hombres y a las mujeres de esa tierra, que viven a oscuras, la luz verdadera, la Buena Noticia: que yo sigo amando a la humanidad, sigo esperando y confiando en ella, sigo soñando con ella, sigo desviviéndome por ella. Ve tú, mi hija mía muy querida, allí donde yo no puedo llegar: te necesito para que seas mis pies, mis manos, mi voz y mi ternura. ¡Y en el fondo lo eres! ¡Llevas grabado en tu interior el rostro y el nombre de tu Padre!
Haz felices a los otros, alúmbralos. Así serás verdaderamente feliz. ¡Yo sólo quiero eso de ti! Nunca olvides el amor que te tengo, aun cuando más triste y pequeña te sientas. Yo siempre estoy aquí, porque te quiero, porque no sabría hacer otra cosa que no fuera amarte, mirarte y alegrarme por ti, hija mía. Te abro mi corazón en el que te llevo impresa, hija mía más querida.

Tu Padre Dios.



(N. de la T.: Dios tiene algunos problemas con la sintaxis y la puntuación, tal vez análogos a los que tuvo durante la Creación; pero, como creyente que difunde Su palabra, los corregí. :P)


Posdata, o algo así, en una fotocopia de la clase de Enseñanza Religiosa de 4° año:

* “Porque los pilares del templo están separados. Y ni el roble crece bajo la sombra del ciprés, ni el ciprés bajo la del roble”.
* En el equilibrio de los valores y de las fuerzas al interior de la comunidad humana, el hombre representa la fuerza centrífuga, que proyecta la vida familiar hacia la sociedad, y la mujer, la fuerza centrípeta, que atrae formando el núcleo vital.
* La mujer que no sabe guardar interioridad, que no aprende la disciplina del silencio, de la soledad interior, de la reflexión no es capaz de superar la debilidad de su ser. Esta es la única manera de vencer los antivalores femeninos como la superficialidad, la inconsecuencia, el sentimentalismo, el subjetivismo, el fanatismo, la complicación, etc.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Post largo

Este post va a ser largo. Lo decido ahora, que tengo el vino en la sangre y su ausencia en la panza. Faltaron una copa y dos quesitos más. Queso graso, para que haga base. Lo decido ahora, que cruzo Callao por Santa Fe y me acuerdo de un par de veces que pasamos por acá con mi viejo cuando me llevó a cenar a Rodizio. Eso fue en el tiempo en que volví a verlo y empecé a trabajar con él. Era una salida de casi todos los sábados, y para mí formaba parte del trabajo: de lunes a viernes de 14 a 19 y los sábados de 20 a 23. Me acuerdo sobre todo de esos silencios interminables que se hacían y que no me salía romper. Trabajo a reglamento.
Había una disquería en la explanada del restorán y otra, en cuya vidriera resaltaba un compact doble de Exploited, sobre Callao, en la vereda oeste. Y en la esquina de Riobamba, el bar. Ahí me acuerdo más. No sé si alguna vez fuimos, o si quiso ir y estaba lleno. Me acordé la otra vez que pasé por ahí. Me acuerdo más porque hoy al mediodía la médica me dijo que había que pegarle un tiro en la cabeza.
Va a ser largo porque hoy me pasaron varias cosas y no tengo a quién contárselas. Porque se me escapan las palabras y hablo solo por la calle, por la avenida Santa Fe, donde pasa gente. Pero no me importa demasiado: si veo a alguien cerca, me llevo una mano al oído y simulo ajustar un auricular, como si estuviera hablando por teléfono. No tengo ganas de caretearla: si tomé, quiero dejar fluir esa sensación antes de que el nivel de alcohol se diluya. Máxime porque el vino era gratis.
En la otra esquina hay una vinería. Hace un par de años tenían en la vidriera un Catena Zapata del 98 a 700 mangos. Hoy busco vinos así de caros, pero no hay. En cambio, veo una botella chiquita, de medio litro, de un vino barato: 6 pesos. Lo que necesitaba. “Si me la destapás, la llevo. Si no, no me sirve”, imagino el diálogo con el vendedor. Pero son más de las 10 y está cerrado.
La semana pasada me entregaron el carné del programa de salud del GCBA. Llamé al 147 para pedir turno, como me dijeron en el hospital, y me dieron para el lunes a las 11,30. ¡Eficiencia PRO! Me sonó raro lo del lunes porque el papel que me habían dado decía que la doctora atendía de martes a jueves, pero la sorpresa por la celeridad me dejó sin reacción: ni siquiera me rescaté de preguntar si ese día u otro había un turno un poco más tarde. Y en la encuesta que hay al final de la llamada le puse ochos y nueves a la atención, salvo al menú de opciones, que parece hecho para deficientes.
Esto va a ser largo y engorroso. Va a ser municipal. El lunes me levanto temprano, salgo tarde, llego corriendo a la parada del bondi y con puntualidad total arribo al consultorio. Conozco el lugar porque pasé muchas veces, así que no es un inconveniente que la chapita donde está el número de la calle brille por su ausencia. No sé si se cayó, si se la robaron o si alguien la hizo desaparecer para que no llegue alguna notificación judicial. Además, hay un cartel que dice “Consultorio del GCBA”…
Toco timbre, y nada. Toco de nuevo, y nada. Miro por la cerradura, y no se ve a nadie. Me inquieto. Vuelvo a tocar, toco otro timbre incluso. Y nada. Al rato me voy hasta la avenida a buscar un teléfono público para llamar al 147 y averiguar qué onda. Desde los teléfonos públicos el 147 es un “número prohibido”, según dice el display cuando marco. Se me ocurre llamar al 112 y preguntar cuál es el 0800 del Gobierno de la Ciudad; pero esa ocurrencia activa una conexión neuronal que me hace recordarlo: 0800-999-2727. Llamo, mientras me aturde el tránsito cada vez que abre el semáforo, soporto todas las aclaraciones, espero el menú, elijo las opciones, aguanto al borde de la puteada la nueva grabación que sale cuando apretás la opción “salud”, y cuando termina el speech… recomienza. Otra vez me habla de scoring, partidas de nacimiento, controladores y la pindonga. Cuando vuelve a terminar, no aparece un operador: recomienza la grabación del scoring…
Corto, llamo de nuevo, y no me puedo comunicar. No contesta. Línea muerta. Silencio. Así, tres o cuatro veces. Finalmente, engancha. Y se repite la sucesión de grabaciones. Entonces, vuelvo al consultorio, toco el timbre –varias veces–, golpeo la puerta porque no escucho sonar el timbre y pienso que quizá no funciona. Más silencio. Habrá paro, me digo. Capaz que no me enteré. Y me vuelvo a casa por otra avenida. Igual, cada vez que encuentro un público, llamo al 0800. Y hay silencio, o el teléfono directamente no anda, o se repite la historia de la grabación. A siete u ocho cuadras, a tres o cuatro teléfonos, decido volver al consultorio. Ya son como las 12.
Lo mismo. Salvo por un chabón de rastas que, llave en mano, me pide permiso. Me corro, el tipo entra, y antes de que cierre la puerta le pregunto si ahí es el consultorio, si sabe si están atendiendo. Me dice que el consultorio es ahí, pero que ni idea sobre si hay gente. Creo que toco de nuevo, espero a la señora que viene por la vereda con la esperanza de que sea ella la médica, la recepcionista, una paciente… Pero sigue de largo. Y yo me voy.
Llego a casa y llamo al 147. Y la grabación interminable del scoring y la concha de la lora. Dos horas después, me acuerdo, y lo intento de nuevo. ¡Y consigo! ¡Me atienden! En vez de elegir la opción “salud” elijo “quejas”, y me atiende María Trinidad (un nombre bien PRO). Le cuento todo, y me dice que no me puede tomar la queja por el plan de salud, y después de hacerme esperar en línea para consultar, agrega que debo dirigirme al hospital donde hice el trámite. Y me dice que lo del teléfono fue porque “las líneas estaban saturadas y había colas de llamadas y llamadas perdidas”, y que están tratando de habilitar el 147 para que uno se pueda comunicar desde los teléfonos públicos.
Síntesis: de todas las cosas por las que quería quejarme no me puedo quejar formalmente ni por una. Cero queja asentada. ¡Eficiencia PRO!
Encuentro el papel, llamo al consultorio, y me atiende una señora muy amable. Me dice que los lunes no atienden (¡como decía el papel!), que ella llegó a las doce y que llame a equis teléfono para que me den turno. Llamo a ese teléfono, pregunto por la persona cuyo nombre me dijo la señora, le cuento todo, un todo que cada vez es más largo, y me contesta que no sabe por qué me dijo que llamara allí, que la que tiene la agenda es la señora del consultorio, y que la llame de nuevo para pedir turno. Que lo único que ella puede hacer es pedirme disculpas en nombre del 147.
El turno es para el martes al mediodía. Dormí tres horas y me desvelé, y no me pude dormir más. Ya van cuatro o cinco días seguidos que no descanso, haya dormido poco, o un poco más, un poco que es insuficiente. “¿Qué hacés con tu tiempo libre?”, me preguntaban la semana pasada, y buscando la cita textual salta otro mail, de otra persona, que me decía: “Tenés mucho tiempo libre. Mucho tiempo para pensar y para tejer conjeturas, historias, motivos, borradores”. Suena a reconvención…
¿Saben qué hago? En general estoy en la cama, tratando de dormir, de dormirme pronto cuando me despierto. Apostando a pegar una siestita que me descanse, si no. Estoy con los tapones en los oídos, boca arriba (hoy no me compré ese disco porque quería el pirata, pero me faltaban dos pesos cincuenta) como una momia, contracturándome el cogote al no poder dormir de costado, soñando que escucho al vecino, despertándome y escuchando al vecino, teniendo pesadillas, siendo despertado por el otro vecino, echando del jardín al pájaro maniático que, me despierte desde las 5 a. m. o no, me enloquece con su canto repetitivo… Cuatro horas después me doy por vencido y me levanto. Ya está: voy sin dormir.
En la parada del bondi hay una chica morocha vestida de negro. Veo que está embarazada. También veo que viene el colectivo a mis espaldas, y troto un poquito para que no se me escape, hasta que noto que ella lo va a parar y retomo el paso. Cuando la tengo al lado reparo en el considerable escote de su vestido y en que tiene dos tetotas paradisíacas y las venas visibles en el pecho. Trato de rescatarme, de no mirar. Ni se me ocurre decirle algo. Y el bondi ya llegó, y ella sube, y yo atrás.
Se sienta en uno de los asientos que están detrás de la expendedora, mirando hacia el fondo. Yo quiero sentarme enfrente de ella, en el primer asiento de uno, pero está ocupado. Entonces elijo uno de los asientos de dos de la primera fila detrás de la puerta. Procuro no mirarla, pero ya sé que tiene acné, que sobre el vestido negro tiene un saquito negro, que tiene unas chatitas negras que se ajustan en el tobillo con algo parecido a una cinta o a un lazo del mismo material brilloso del zapato, que tiene una voz o una manera de hablar muy atractiva. Esto lo sé porque alguien había dejado un arito en la máquina, seguramente para que se trabara, y ella lo sacó y se lo dio al chofer explicándole lo que había encontrado.
Miro la nada, o le miro los pies, que asoman bajo el panel de plástico. Y de vez en cuando hago un paneo general. Voy previendo el momento en que mis ojos llegan a ella para mirarla plenamente ese segundo, para llenarme los ojos con ella como no puedo llenarme la boca. Te juro que quiero hacerlo de queruza, pero parece que no lo logro, porque se tapa el escote con el saquito. ¡Ey!, vos te creés que te miro las tetas, preciosa… Te estoy mirando la panza (también). La geometría perfecta de esa semiesfera vital coronada por un ombligo salido. El vestido la ciñe por completo, y es evidente que está en el punto justo. ¡No sabés cómo podría acariciártela y besártela! Hasta que la criatura se asome y pida basta. Y entonces te tocaría a vos.
Después habla por teléfono usando el microfonito ese que está en la parte donde se bifurcan los cables que van a cada auricular. Termina de hablar y se vuelve a cerrar el saquito y se lo abrocha con el micrófono. Todos mis rescates fueron en vano, tengo que aceptarlo… Le miro la panza perfecta. No sé si la miro. Quiero acordarme ahora de esa panza perfecta. El colectivo dobla, y tengo que bajarme. Me paro. No avanza porque el semáforo está en rojo y la calle está saturada de autos. En ese lapso me doy cuenta de que ella usa simultáneamente una falda corta y un escote pronunciado. Y de que el vestido se le sube al estar sentada y apenas le llega a la mitad del muslo. Ahora sí parece que disimulo más. O no le molesta que le mire las piernas. Porque no se las tapa.
Desde la vereda trato de mirarla por última vez. Y advierto que puedo caminar, que no tengo la pija dura como debería ante tanto estímulo. La única reacción física fue cuando la tuve al lado, cuando vi las venas en su pecho. Fue un segundo en el que me recorrió el cuerpo una sensación distinta que no alcanzó a consolidarse. La verdad, no sé si tengo un problema físico, si tengo un problema con el deseo, si mi pija se venció de tanto rebotar contra el pantalón; si por tanto estar en lugares donde no se puede, mi cabeza –la parte que da la orden– se declaró en rebeldía y no manda más señal. Creo que necesito que alguien como ella se agache, y me baje los lienzos, y me la agarre con las manos, y acerque su boca, y le diga explícitamente “sí”.
Llego, toco el timbre, y la persona que sale a abrir responde “soy yo” cuando le digo que tengo turno con la doctora. Traspongo la puerta, y descubro que es una casa chorizo. Cuando entro al departamento, noto que el living es la sala de espera y que la habitación es el consultorio. Eso es habitual. No lo es que la mina atienda con la puerta del consultorio abierta, y que yo, desde la sala de espera, me entere de que el señor al que está atendiendo tiene muchos, muchísimos gases. Porque lo dice ella, no porque se tire pedos.
Como no hay recepcionista, el teléfono suena y suena sin que nadie le dé pelota. La sala de espera está llena de afiches referidos al VIH. Incluso hay un dispénser con forros. Mato la breve espera llevándome uno y chusmeando la agenda: así me entero de que no hay otro paciente hasta las 13. Pero desde que entré al consultorio, a las doce y cuarto, hasta que salí pasaron doce minutos y medio. Por reloj. En ese lapso hubo dos interrupciones: cuando tocaron el timbre y salió a abrir la puerta (era un señor que tenía que esperar a la recepcionista) y cuando el desubicado ese preguntó en voz alta desde la sala de espera si faltaba mucho, si tenía tiempo para fumarse un pucho afuera.
Me hace pasar, y al sentarme veo que en la silla de al lado hay una cucaracha de unos dos o tres centímetros caminando por el respaldo. No digo nada, tal vez, de nuevo, por el asombro. Ella tampoco, seguramente porque está por tomarme los datos. Es correcta y amable, pero me atiende dentro de una línea de producción. Se nota desde el primer momento.
Me pregunta si tengo alguna enfermedad, si tomo alguna medicación, si fumo, y me larga un “contame qué anda pasando”. Ya había decidido no hablar de mis problemas con el sueño y todas sus consecuencias. Demasiado complejo. Además, subyace una dinámica de apuro, la que después de la segunda interrupción me hará decir: “Lo mío es una cosita más y ya me las tomo”.
Apunto a cosas que creo que pueden solucionarse sin mucha historia. Le digo que hace mucho que no voy al médico, y decide hacer un chequeo general: análisis y radiografía de tórax. Los análisis no me los voy a hacer. Porque no creo que vuelva a verla y porque hace tres meses me saqué sangre para mi cirugía dental, y estaban perfectos, lo que ella misma verifica cuando se los muestro. Aparte, me quedan tres sacadas de sangre en el otro hospital…
Le consulto cómo hacer para ir a un oculista, y me deriva al especialista en el hospital. Le hablo del problema que tengo en la muñeca desde el golpazo que me pegué el año pasado, cuando me caí. Ahora me molesta más, a veces casi me duele. Me dice que es una tendinitis, me hace la orden para una placa y me deriva al especialista en el hospital.
Encaro el tema central contando como reciente lo que me pasó hace años, cuando fui por primera vez al urólogo y me recetó sildenafil. Pero no hay receta esta vez: dice que por lo general el origen es psicológico y me deriva al especialista del hospital. Le digo más cosas, buscando que se dé cuenta de que el camino más corto hacia la solución es la pastillita azul, pero es en vano. “No pasa nada, sos un paciente joven”… Y explica que “los estudios sirven para que uno vea que está bien, que no hay ningún problema, que empiece a tener confianza en sí mismo y arranque de vuelta”. Cierra el tema desestimando de nuevo mis palabras, que intentan pintar una situación peor cada vez: “No pasa nada: sos joven, living la vida loca”.
Retomó la anamnesis preguntándome si mis padres tienen antecedentes de enfermedades. “Sí, mi viejo tiene una arritmia, pero es algo de los últimos años, tal vez por la edad. Y está anticoagulado, creo: no tenemos una gran relación…”.
Después me pregunta a qué me dedico, y con quién vivo.
–Vivo con mi madre todavía, lo cual es un tema.
–Ves que necesitás un psicólogo…
No es más que una forma de decir, veo, porque no me deriva al especialista del hospital. Da hablar un toque, y comento que no se divorciaron porque eso obligaba a poner blanco sobre negro los bienes y dividir por dos. De la manera que eligieron, mi viejo podía seguir disponiendo de las cosas –y dilapidándolas–, como lo hizo, a cambio de que ella cobre la pensión “cuando me muera”. “Y pasaron 25 años y no se murió el señor este”.
–¿Cuántos años tiene?
–El señor este tiene 89.
–Hay que pegarle un tiro en la cabeza. Ja, ja… 90 años, con una arritmia y no muere, es Highlander.
“Pensá en vos aparte de tu familia”, dice. Y agrega: “No sé cómo es la relación con tu mamá, pero con tu papá veo que no tenés ninguna relación, así que hacé de cuenta que nunca tuviste padre y que no lo conociste –no es fácil–, y que tu vida sos vos solo y depende de vos”.
Me asombra cómo puede interpretarse lo que digo. Y no estoy hablando mal de ella.
Al volver, descubro que no tengo una gran frustración, como si esperara que saliese así de mal, que fuese así de inútil. ¡Ey!, yo fui por una receta de sildenafil, la puta que lo parió (porque en las farmacias donde pregunté no me quisieron vender sin receta). Por eso recién un día después caigo en la cuenta de que no me auscultó, no me pesó, no me tocó… De que fue algo oficinesco, de que solo se movió de su asiento para abrir la puerta.
Me baño, me acuesto y al cabo de un rato me duermo: dos horas. Después estoy casi una hora y media tratando de volverme a dormir, hasta que me levanto porque se hace la hora. La lluvia paró, y tengo que tomar una decisión. ¿Voy o no voy? Que sí, que no. Que sí. Abro la caja de las milanesas de soja, las pongo en la asadera, y antes de encender el horno me acuerdo de que se me rompió el paraguas. No tengo paraguas, y la tele dice que va a seguir lloviendo.
Pero ahora no llueve. Voy igual. A la vuelta vemos.
Como rápido, porque ya es tarde; salgo sin ponerme la remera, con el pantalón abierto, y termino corriendo la última cuadra y media hasta la parada. Me asomo a la ochava y el bondi se está yendo. Se va, se fue. La puta madre. Encima no sé cuánto tarda en venir otro. No tiene una gran frecuencia esa línea, no es el 132… Pasan un par de segundos de resignación, y decido correrlo. Capaz que lo agarro en el semáforo de la esquina, o en la cuadra siguiente, cuando dobla. Capaz que alguien lo para y lo demora.
En el semáforo de la esquina no paró, pero cuando doblo esa esquina lo veo detenido en el otro semáforo. Sigo corriendo, y el boludo que camina adelante no lo va a tomar. Le grito para que le haga señas, y no entiende. Corro poniéndome la remera, porque si golpeo la puerta en cueros capaz que no me abre. Corro y lo alcanzo.
Hay cuatro pasajeros. Me siento y, mientras recupero el ritmo cardíaco normal, me siento contento. Algo salió bien. Es más, me siento contento conmigo: yo hice algo bien. Yo lo corrí y lo alcancé. Y me doy un beso. En el antebrazo. Como Caneo cuando mete un gol.
Después del show hay vino y cerveza gratis, anunció el cantante antes de los últimos temas. Por más que algunos charlen, la ansiedad se toca, y los que se quedaron van acercándose en masa a la puerta de la que saldrá el mozo. Lenta, centrífuga e inevitablemente, como una galaxia en formación. Parecemos fieras encerradas esperando que vengan a tirarnos unos trozos de carne. No es una sensación grata… Al final, es Coca y vino, y algún vaso de agua. Unas cincuenta copas, cuatro o cinco pasadas del mozo, y una pasada de la chica con aceitunas y queso en la bandeja.
“No te voy a pedir que me firmes nada, no te voy a pedir una foto. Lo que te voy a pedir es que gestiones más vino… No, en serio, agradecerte: por el arte y por tocar gratis. Puede sonar interesado, pero es importante a veces. No sé si es casualidad o una decisión, pero, desde que volví a saber de vos, hacés al menos un show gratis por año”. Algo así pienso decirle mientras bebo el vino, mientras espero en vano una nueva pasada del mozo. Pero siempre lo agarra alguien.
El mozo ya no va a salir. Está claro. Afuera no llueve, y puedo volverme caminando. A dos cuadras de casa, hay un rati en la esquina. No traje el documento y por un momento creo que se acerca, que va a cruzar la calle hacia mí. Me inquieto, pero finalmente no cruza. Pienso en si cambié yo o si cambió la sociedad. Hace unos años, era ver un rati y saber que me iba a pedir documentos. Después, la proporción bajó, cuando la ciudad se llenó de esos chalecos naranjas que a veces confundo con tachos de basura. Y este no me para: me fichó con la mirada y no me paró. Mirá vos.
Ahora que no me queda nada de alcohol en la sangre, me descargo escribiendo el bruto de este post antes de acostarme y tratar de dormir, gastando la energía que debería liberar dedicándole una buena paja a la preggo del bondi. Preferiría que fuera así. Pero fluye acá. Qué sé yo…