lunes, 28 de febrero de 2011

Hay que cogerse a las que se pueda

El putañero impenitente se apoya en su frase de cabecera cuando un comentario contrapone algunas fealdades a las bellezas y las habilidades de la chica: “Yo le doy… Hay que cogerse a todas y mostrar sólo a las lindas”.
Esa frase se refiere únicamente a la mirada ajena, a lxs demás, quienes deberían ver que solo nos cogemos minas lindas. Omite el momento en que uno se la muestra a sí mismo y ve quién es en realidad. Quién le da bola, quién no, quién quiere coger con uno, quién acepta coger con uno y en qué contexto, quién acaba con uno, quién elige no coger con uno aunque fuese la última pija sobre la Tierra o quién te esquiva la mirada en la calle con un mohín de repugnancia no sólo habla de uno: lo constituye.
Entonces, cuando estoy frente a su aliento nauseabundo, a su mecanización profesional, a su sonrisa incompleta, a sus cicatrices, a ese gesto mínimo que compendia el rechazo y el desprecio y aniquila la voluntad (cuando estoy en situaciones como esas para salir de otra situación mimética, la de la invisibilidad), me veo convertido en eso. Y se hace difícil coger así. A veces ni da. Como no da ir a lugares donde es probable que te den vuelta la cara, que te ignoren, que el vacío se imponga, que tengas que volverte solo a tu casa…
Porque todo eso te enfrenta con quién sos en realidad, más allá de supuestas potencialidades. Muestra parcamente lo que hay. Y lo que no hay. Lo que soy y lo que no soy. Calculo que una parte de mí no quiere ser eso, o no se lo banca, y lo evita; y cuando la parte de mí que le pone el pecho a la realidad junta pedacitos de fortaleza para afrontarla, la otra turra la boicotea.
Y entonces yo apenas puedo cogerme a las que puedo cuando puedo…

Laberinto

Obsesionadx por esta pared, me olvido de que el laberinto tiene otras paredes más allá. Ni qué decir de la posibilidad de creer que logré salir, porque no veo más paredes ni pasadizos ni encerronas, sin darme cuenta de que el laberinto continúa fuera del alcance de mi vista.
Igual, no quería hablar de eso ahora.
Ahora quiero decir que si no se sale por la salida, no necesariamente la única alternativa para escapar sea tratar de hacerlo por arriba. Capaz que es por abajo, o a través de las paredes.
Capaz que pienso esto al borde de la extenuación y el abandono, cuando uno decide que ya pasó el tiempo de confiar en que llegarán la lucidez, la fuerza o la Ariadna necesarias para salir. Cuando da lo mismo que se rompa la pared o que se rompa unx.
Cuando la pulsión por cambiar algo lo cambia en el único sentido que puede cambiarlo: para peor. Porque la frase célebre dice que es absurdo esperar resultados diferentes si unx sigue haciendo lo mismo, pero no dice que haciendo algo diferente vaya a pasar algo distinto. Mucho menos algo bueno.
O capaz que de algunos laberintos no se sale. –> Es lo que hasta ahora me dice la experiencia.

El sonido del poder

No es por el Nestornauta adornando cada uno de los bombos que se guardan en las neounidadesbásicaská.
Es por la frecuencia del sonido, que viaja por el aire y por el piso; por su cadencia sin matices, por la violencia que rezuma. Es un sonido que nadie podría asociar con la alegría. Más bien, suena a demolición: son los golpes que daría un luchador de MMA montado sobre el pecho de su rival. Así mismo hacen temblar el centro de mi ser, como si me dieran una paliza a distancia.
Es por la apropiación impune que esos cinco forros de mierda hacen de las plazas para que ensaye su murga. Los pastores que predican en plaza Once tienen más público, pero eso no los desalienta, y siguen allí, ganando un espacio para el campo popular con el mismo ritmo y el mismo gesto que tendrían en la cancha o en un acto del político que los apaña.
Tres veces por semana van a su “casa” (así dicen los afiches, “la plaza, nuestra nueva casa”), o al club donde el sonido rebota contra el techo de chapa junto a una casa en la que, por suerte, no vivo, o al bulevar de Roca, y machacan el aire, poniendo a vibrar todo según su voluntad, para que cinco nenes, cinco adolescentes y una vieja gorda simulen descoyuntarse.
¿Y a quién le vas a decir algo? ¿Al CGP? ¿A los sudados bombistos? ¿A los punteros que los bancan? Aparte, es de ortiba reclamar. De amargo. De gorila. Es estar en contra de la cultura popular, cuyo traje se han arrogado. Esa cultura que revalorizan tanto el gobierno nacional, sumándolos a su festival de feriados, como el municipal, que, además, los deja cortar calles y avenidas los sábados y domingos a la noche por más de un mes.
Los vecinos de River lograron que se mudaran los recitales después de mediciones de decibeles y simulacros de pogo, me ilusiono por un momento. Pero rápidamente recuerdo que los colectivos, cuya mala fama está justamente ganada, siguen con su sinfonía humeante aunque de vez en cuando se liguen unos mediáticos controles de ruido. Pese a la evidencia y la comprobación de la contaminación que causan, no hay una decisión política para terminar con el problema.
En este caso, la decisión es la de consentir, y hasta alentar, esta cantidad enfermante de polución sonora en zonas residenciales, los bombos en las plazas dos horas tres veces por semana, los amplificadores (y los bombos) en las avenidas hasta la madrugada…
Me resulta paradójico, casi burlón, el recorrido del sonido, porque en la plaza suena fuerte, obvio, y qué bueno que no vivo enfrente, o al lado. Pero a dos cuadras, en mi habitación, retumba de un modo sorprendente para alguien que supone que la distancia debería morigerar las ondas sonoras.
A las siete de una tarde de treinta y dos grados, tengo que optar entre cerrar las ventanas para disminuir el ruido que entra en mi casa y cagarme de calor, o dejarlas abiertas y tener acceso al poco aire circulante, que viene golpeado y sucio de furia. Finalmente, elijo aceptar un éxodo transitorio para evitar enloquecer con la versión lumpen del tecno más marchoso. Y cada miércoles, sábado y domingo al caer la tarde debo resignarme a repetirlo.
Los fines de semana, en total cortan siete cuadras para un “espectáculo” que ocupa media cuadra. El corte empieza a la tardecita, y no sé hasta qué hora dura, pero el ruido termina como a las dos, y el humo del chori seguramente permanece en suspensión hasta el amanecer.
Junto con el show, aparecen caras lombrosianas vendiendo espuma en aerosol (¡con un chaleco que dice “vendedor oficial”!), dirigiendo el tránsito junto a las vallas que cortan las calles o convirtiéndose en trapitos que, sentados en los umbrales, gritan: “Decile, Rudy, decile… ¡Decile, boludo, decile cómo es!”. Te lo digo yo. Es así: ¿querés estacionar?, tenés que darles el diezmo a los muchachos.
Yo no quiero estacionar. Quiero comprar una cerveza en el kiosco el sábado a la tarde. No se puede. Hay veda alcohólica. Por el corso. Cuando paso de nuevo, al atardecer, veo a estos personajes recolectados de nosédónde bajando de los micros escolares que paga noséquién con las botellas de Quilmes en la mano, y a otro desastrado, que trastabilla o finge trastabillar, con una botella de plástico cortada al medio, llena de un líquido dorado que no es meo y que sin duda no trajo desde su hogar.
Ahora necesito saber dónde pasan los colectivos que van por las calles cortadas. Pero sólo descubro que uno se me viene encima de repente, cruzando una esquina inesperada y oscura, y que otros retoman su recorrido donde se les canta el culo y van a los pedos para recuperar el tiempo perdido en el desvío. Mientras, camino ejercitando los músculos del cuello, girando el cogote para todos lados, a ver si encuentro el bondi que me interesa, y sí, lo reconozco parado dos semáforos más allá. Los otros agarran una calle, este sigue derecho, y se va, mirá cómo se va… Quince minutos hasta que venga el próximo. Con los bombos como soundtrack.

Donde mi amor no ha ido

Cuando por fin crucemos la distancia
que nos une y nos dispara,
sabremos más de este callar continuo,
de lo que dice más que las palabras.

Debo seguir porque mi amor se ha ido,
y duele tanto el camino.
Debo llegar donde mi amor no ha ido,
quiero que vengas conmigo.

Quiero que vengas conmigo...

(Vengas conmigo * Flopa)

Se me agrandaron los agujeros

Me despierto cerca de la seis de la mañana para hacer pis. No sé si miro el reloj o si la luz que entra por la ventana me basta para saberlo. Cuando vuelvo del baño, en vez de dejarme caer sobre la cama, acomodarme de costado, despatarrada, y taparme con la sábana, sé que tengo que buscar los tapones para los oídos y ponérmelos.
Porque no creo que haya chances de dormir un poquito más sin los tapones y despertarme sola antes de que el vecino de arriba se levante y me sacuda con sus pasos de oso, antes de que su esposa se levante y me haga acupuntura en el techo con sus tacos, antes de que llegue la mina que cuida al bebé, una maestra jardinera de vacaciones que le habla con esa voz que los idiotas usan para hablarles a los bebés y le repite de inmediato cada cosa que le dice (“¡Hoooola, Tomy! ¡Hoooola, Tomy!… A ver, Tomy. A ver, Tomy”…).
Entonces, mientras me inunda una oleada de los neurotransmisores que surgen con el abatimiento y la desazón, tanteo en la mesita de luz y trato de ponérmelos. Hace más de dos años que los uso, y creo que me provocaron lo que en medicina se conoce como el síndrome de Silvia Süller. Porque siento que se me agrandaron los agujeros. O es eso o cedió el cartílago. No es posible, si no, que me cueste cada vez más lograr el vacío necesario para que cumplan su función.
Me di cuenta con los primeros que usé, que tenían canuto, porque en un comienzo apenas me entraban hasta la primera aleta, y, pasados los meses, seguían de largo casi hasta hacer tope. Ahora uso esos que son una masa de silicona a la que hay que darle forma para que se acomode a la cavidad, y no solo me cuesta bastante colocarlos, incluso cuando pruebo con uno nuevo, sino que se me meten cada vez más adentro.
Los lentes de contacto son mucho más sencillos. Es cierto que un usuario novato puede estar media hora para ponérselos; pero, una vez que les tomás la mano, tardás menos que para lavarte los dientes. Acá, en cambio, hay que insistir, ubicada ya en la posición cadavérica que debo adoptar para que no me duelan y también para que no se salgan. La inmovilidad debe ser casi total: un gesto, un bostezo, y se pueden salir; acomodar la cabeza sobre el borde de la almohada para poder torcer un poco el cuello y no machacar esos músculos superagarrotados, y se pueden salir.
Hay que insistir tanto que termina siendo necesaria la activación de algunas partes de la cabeza que estaban descansando, y me espabilo. Y sé que voy a tardar más en dormirme cuando, finalmente, los tapones queden en su lugar. Encima, muchas veces parece que se quedan quietos, que me los puse bien, y al ratito empiezo a oír una pedorreta que termina con el sonido ambiente llegando a mi tímpano porque la porquería esta se resbaló y se salió sin que mediara ningún movimiento.
Cada vez más seguido me los saco en alguna despertada, como si pensara: “Bue, ya dormí varias horas cambiando ruido por incomodidad, ahora es al revés”. En general, me dejo uno, generalmente el derecho, así puedo dormir de costado sobre mi lado izquierdo, protegido un oído con el tapón y el otro con la almohada. Pero siempre hay un pero, y me descubro haciendo fuerza con el cogote para apretar el oído más y más contra la almohada buscando que el ruido no pueda entrar. Y la contractura se expande…
Si no, termino quitándomelos dormida. Me despierta un sonido, y me digo “si yo no me saqué los tapones…”. Y resulta que lo tengo en la mano, o que aparece después entre las sábanas, o directamente en la mesa de luz.
Sin embargo, todas estas precauciones, tan agobiantes por sí mismas, pueden ser insuficientes. Como la otra mañana, a las ocho y cuarto, cuando la pelotuda mental que cuida al niño de arriba salió al balcón desafiando el intenso calor que se avecinaba y le empezó a cantar la única canción que conoce, o a hablarle deformemente. Y lo que deformó fue mi sueño, porque empecé a soñar algo vinculado con eso, con su voz, con lo que cantaba. Hasta que me desperté y comprendí qué ocurría. Esa es una de las peores cosas que me pueden pasar en relación con esto. Ya no despertarme por los ruidos, sino que se me metan en el sueño antes de despertarme y no me dejen un puto lugar fuera de su alcance.
Más tarde o más pronto, me dormí de nuevo, expuesta a todos los vecinos que ni el descanso de sus vacaciones me dan, porque no se fueron, ni esos ni los de más arriba, cuyos niños infelices juegan, gritan y se pelean, todo en la misma acción; a la señora de al lado llamando a sus gatos, a las cosas que caen al patio, incluyendo el maldito goteo del aire acondicionado; al ruido de los aires, a la murga que ensaya a un par de cuadras, al botellero con parlante, a la obra de la otra cuadra y sus martillos neumáticos, y a la fragilidad de mi sueño.
Me habré despertado, como siempre, media docena de veces, o más, por algún sonido, por un sueño intenso, por… Hasta la última despertada, cuando ya no me puedo volver a dormir y solo resta desear que se haya consumado el proceso neuroquímico que conlleva el descanso. A veces está claro que no, y me quedo en la cama, y, por más que lo intento, no me puedo dormir de nuevo. Y es un día perdido. A veces sí, arranco y tengo un día aceptable. Y hay días en que parece que descansé, y me ilusiono, pero al rato palmo, y me siento para el orto todas las horas que faltan para acostarme de nuevo.
Esos días inevitablemente termino intentando una siesta harto improbable porque, incluso cuando el cerebro va acercándose a la frecuencia que lleva al sueño, o me dan ganas de hacer pis, o un ruido la interrumpe o la voluntad de evitarlo me lleva a ponerme un tapón en el oído, y, chau, en un segundo se desarma ese estado. Irremediablemente. Y si llego a alcanzarlo, me despierta el agua que tiran desde un balcón a las 7.30 a. m. o la infeliz de mierda esa le canta al niño de arriba con su voz de pito y se acompaña con las palmas a las tres y media de la tarde.
Y, ¡caramba!, podría ser peor, podría tener sobre mi cabeza a las nenas del primero y a sus perros. Pero no me alcanza pensar en eso. Con esto es peor que lo tolerable para estar sana.
De todos modos, hay algo más descorazonador que estar trece horas en la cama y no llegar a sentirme descansada. Es la repetición y la impotencia. La repetición de los hechos, la repetición de mi relato de los hechos –que no cambia nada–, la repetición de la incomprensión de mi relato o de los hechos, sea por parte de gente que uno va conociendo, de profesionales, de gente que más o menos está al tanto del tema y con la que ya no da mencionarlo porque es exponerse a quedar como la loca a la que todo la molesta, de la gente que está a mi alrededor, cuya (no) lectura de lo que pasa, y de lo que digo, remite a mi adolescencia, o a mi primer distrés psicofísico, cuando todo había explotado conmigo adentro y jugaban a que no pasaba nada.
La impotencia que genera que se repitan las cosas, y no saber ni poder cambiarlas. La sensación de estar en un pantano del cual solo a veces puedo emerger y sacudirme los sargazos que se han adherido y me cubren desde la cabeza. La angustia de saber que si hoy me pude limpiar, esa ciénaga me va a tragar de nuevo cuando me acueste, y mañana no sé. Incluso si lo logro de nuevo, es un esfuerzo desmedido.
Y es bien probable que no lo logre. Que esté todo el día bajo una mugre pegajosa y enfermante que no solo me envuelve, sino que se me mete adentro, en la cabeza, en la sangre. Porque todo está igual, inconmovible pese a mis esfuerzos, todo dado para que siga siendo una cagada. Y verlo a cada rato, levantarme con eso, irme a dormir con eso, vivir con eso, me quiebra, me extingue.

lunes, 21 de febrero de 2011

Cerró Scannapieco

Me enteré el otro día. Andaba cerca… Bue, cerca… Desde Medrano y Honduras me atrajo el campo gravitacional de su recuerdo. Agarré Honduras hasta Canning, doblé en Córdoba, y no la encontraba. Siempre dudo sobre si es entre Canning y Malabia o entre Malabia y la siguiente. Pero no estaba en ninguna de las dos cuadras.
Mucho jean en las vidrieras (ninguno con botones), zapatillas cada vez más caras, pero Scannapieco no. Yo buscaba en la vereda el banco de madera que quedó en mi memoria alguna vez que fui, aunque supongo que lo habían sacado hace tiempo porque en las fotos que encontré en la web no aparece. Hice una cuadra más, o una y media, y no, no estaba.
Crucé la calle y volví hasta Canning por la vereda de la sombra, mirando hacia enfrente, a ver si un poco de distancia me ayudaba a reconocerla. Incluso se me ocurrió preguntarle a alguna de las agentes de la policía metropolitana que proliferan allí, a razón de una por cuadra: “Disculpame, ¿sabés si había una heladería por acá?”. Pero lo descarté rápidamente: la nueve al cinto y sus caras me volvieron a la realidad en una mirada. Además, ya sabés, no soporto al agente.
Y, sobre todo, era claro que no estaba. Así que retomé el camino de vuelta a casa con una mezcla de desconcierto y tristeza, maldiciendo a ese barrio de mierda, cada vez más mierda, cada vez más outlet y más vendedores aburridos en la puerta de los locales exhibiendo ese repugnante lenguaje corporal que les es propio… Y más fantasmal después de que cierran los negocios.
Si lo hubiera curtido más –si no lo hubiese visitado casi exclusivamente en búsquedas de comunicación taquicárdicas e infructuosas con personas del orto o no–, recordaría muchos otros lugares que fueron arrasados por el tsunami que causó allí el mercado inmobiliario.
Aun así, me acuerdo del piso en damero de baldosas blancas y negras del bar de Córdoba y Canning (por Córdoba, cruzando, a mano izquierda). Hace tiempo que voló ese bar. Después cerró la pizzería setentosa-ochentosa que estaba enfrente, y la reemplazó el enésimo Farmacity. La veterinaria de Canning casi Honduras tampoco está más, y ya no puedo flashearla con los cobayos que se veían a través de la vidriera. La gomería de esa esquina está tapiada, y la farmacia de enfrente también pasó a valores, y ahora están levantando un edificio.
(En el asfalto hay una estrella amarilla pintada para recordar al nene ese que murió atropellado por un colectivo 15. Podrían pintar otra en memoria de Adrián Ghío, cuyo auto fue chocado por un patrullero de la 25 que cruzó en rojo sin balizas ni sirena).
La última vez que anduve por Córdoba a la altura de Scannapieco fue el año pasado, aunque no compré. Pasé por la vereda de enfrente –me voy acordando ahora–, seguro que para evitar el sol de esa tarde de enero, mientras volvía de sacar unas entradas en Niceto. Porque no es que compraba siempre, que me hacía el viajecito regularmente. Pero era un símbolo. Allí se cultivaba lo artesanal, lo delicado, lo cuidado, conceptos arrinconados casi hasta la extinción por la escala y la moda.
Por ejemplo, nunca compré nada en el negocio de la galería frente al Parque Rivadavia donde vendían autitos de colección y otros artículos para hobbistas. Simplemente era un niño frente a la vidriera. Por años, por décadas, cada vez que pasaba por Rivadavia, me metía en la galería para ver qué modelos tenían expuestos. Hace unos años se había achicado, cediendo la mitad del local a uno de ropa, reemplazado después por otro de tatuajes. Y este diciembre ya no lo encontré…
Scannapieco era más que un símbolo, era casi una leyenda. Cada vez que cierra un lugar donde la calidad y la tradición se conjugan, triunfan la uniformidad y la chatura; lo que puede ser distinto deja de serlo, y, si no lo viviste, hasta se pierde la posibilidad de saber que puede ser distinto. Que todo sea igual –locales, barrios, helados, edificios– es una cagada. Tanto como el paso del tiempo.
Pero esto no es un canto nostálgico que añora por obligación. Estamos hablando de pérdidas concretas: de unos helados que eran ricos de verdad, del impulso de desviarme que podía pintar si estaba más o menos cerca (ya viste que quince cuadras son “cerca” en casos como este) para darme un gusto, de la posibilidad de invitar a alguien con la certeza de quedar bien…
Algo me quedó desacomodado en la cabeza. Lo sentí toda la tarde. Y cada vez que me volvía a la mente que cerró Scannapieco, encontraba una explicación para ese desorden y una recomposición momentánea de la química cerebral.
A la noche me fijé en Google y encontré apenas dos menciones del asunto: un tweet y una página sobre comidas donde informaban que había cerrado y que algunos familiares abrieron otra heladería en Villa Pueyrredón. Después, buscando una foto para ilustrar el post, llegué a dos o tres sitios que también hablaban del tema: en ninguno dicen claramente cuándo cerró, aunque parece que fue a mediados del año pasado.
Así que sólo queda seguir el camino del 110 llevando las ganas de que la versión Villa Pueyrredón le haga honor a la historia.

Se escuchan gritos

Es tan desesperante estar cansada, tener mucho sueño, y no poder dormirse. Porque una se pregunta cómo mierda podrá lograrlo si están dadas las condiciones necesarias y no puede. No hay ruido, no tuve un día de cansancio que me requiriera mucha adrenalina para mantenerme en pie. Y no puedo.
Se hace cada vez más tarde (ergo, me voy a levantar más tarde). Y no puedo.
Cuando puedo, a eso de las seis y algo del domingo, me despierto rápidamente. Gritos lejanos atraviesan el murmullo de la lluvia y punzan, intermitentes, mi sueño, hasta que me despierto por completo.
Es una pareja que discute. Es la pareja esa que suele discutir con una violencia tal que vence la distancia y las medianeras. Ya van varias veces que ocurre, y aún no pude descubrir quiénes son. Del edificio este no son. Seguro. Y del de al lado, tampoco. Me interesó especialmente saber de dónde venía el batifondo una vez que escuché a la mina pedir auxilio a los gritos, pero tuve que resignarme a ser una espectadora lejana e impotente. (Porque posta que si sabia dónde era, llamaba a la cana).
Ahora tenemos función de nuevo. Las dos únicas palabras que distingo las pronuncia ella: “andate” y “auxilio”. Las repite en diferentes tramos de la discusión con un tono que pica más en el desquicio que en el enojo. El resto del tiempo, oigo las voces, la de ella y la de él, pero no puedo descifrar qué dicen pese al volumen con que las profieren.
En un momento, el tono de ella me hace pensar en que quiere calmar los ánimos presa de un miedo concreto. Es una percepción que puede estar deformada por la distancia, la lluvia y mi propia interpretación. Sin embargo, me sonó así, apaciguador; el tono en el que, aun gritando, uno dice algo buscando que la próxima movida del otro sean palabras, las que fueran, porque esa respuesta está a punto de tener otra forma.
Irán como veinte minutos de pelea, y cualquier vecino que sepa dónde es el cachengue ya tuvo tiempo de sobra para llamar a la policía. Pero parece que no, que van a dejar que lo resuelvan ellos mismos. En un momento se oye un chillido de película de terror, y otro más. No sé si fueron dos o tres los alaridos que pegó la mina. Sé que el último sonó distinto, reverberante, y por un momento flasheé con que podía ser en el pasillo de mi edificio. Seguramente fue en un pasillo.
Después, silencio. ¡Zas!, la mató, pensé, minutos más tarde, cuando el silencio persistía y yo trataba de reconciliar el sueño. Esto fue imposible porque a lo lejos, y más baja, sin gritar, solo hablando en voz alta, escucho de nuevo una voz masculina, que identifico con la del tipo este, que no sé si es el marido, el novio, el ex, el que la faja, el que es víctima –por qué no– de las manipulaciones de ella, el que vive con ella, el que vivió con ella…
Dando vueltas en la cama, me surge la inquietud de saber qué pasó, si alguien intervino, si llamaron a la policía. Pero tenía que levantarme si quería averiguarlo, y vestirme, ponerme los lentes, agarrar el paraguas roto, bajar, dar la vuelta a la manzana buscando en cada casa algo que me indicara que era allí… Demasiado lío, y ¿para qué? ¿Para saciar mi curiosidad, para enterarme antes que Crónica de un nuevo femicidio, para ver si había un patrullero y decirle al rati “yo escuché cómo discutían”, para decirle al cronista “discutían todo el tiempo”, para no enterarme de nada…?
Y capaz que era en la manzana de al lado, porque la otra noche la forrita del último piso estaba de joda con sus amigos en el balcón, y a las cuatro de la matina sus voces se oían desde la manzana contigua a la de nuestro edificio. De todos modos, durante la pelea, además de tratar de entender qué decían, pensaba en dónde podía ser, y llegué a la conclusión (no definitiva) de que es en uno de los PHs de la vuelta.
Hoy a la tarde di esa vuelta manzana, y no había un policía de consigna, que es lo que habría ocurrido si hubiera habido un crimen. Lo que sí vi fue un vidrio roto en la puerta de uno de esos PHs. Así que la próxima vez que haya pelea voy a seguir esa pista.
Por fin me dormí, y soñé con el vecino de arriba, hasta que me desperté y el vecino de arriba hablaba en el balcón con su esposa y con su niño. Casi una hora tardé en dormirme de nuevo, y de nuevo me despertó el vecino, abriendo y cerrando las ventanas muchas veces y con mucha fuerza. Inexplicablemente. Inexplicable la fuerza e inexplicable la repetición continua, cinco, seis veces… No sé cuánto pasó antes de que el sueño volviera a acercarse confiado y se espantara con un portazo en el departamento de arriba. Luego sí pudo aposentarse, y al despertar me sentí más o menos descansada. Y decidí levantarme: por esa buena sensación y para que no se hiciera tan tarde. Pero duró un rato nada más, porque pronto me cercaron la fatiga y el sopor, y perdí otro día culpa de mis vecinos de mierda.

No apto para ansiosos

Nuevamente tuve que ir a un hospital público. Esta vez, para buscar los resultados del análisis de VIH que me hice hace tres meses y para que me hicieran la orden de los nuevos análisis. Aunque estaban desde noviembre, esperé a diciembre para ir porque sabía que era negativo. Sin esa preocupación, preferí dejar todo para un solo viaje: retirar los resultados dentro del horario que decía el papelito que me dieron, darme la vacuna contra la hepatitis B y pedir la orden para los análisis que tenía que hacerme al mes y medio de la noche en que mi pulsión de muerte pasó al siguiente nivel.
Este hospital está bastante mejor que los otros hospitales porteños que visité en el último tiempo, pero no deja de ser un lugar municipal. Entonces, me imprimieron en el acto los resultados de todos los análisis, salvo el del VIH, el cual –me informan en ese momento– se retira en Infectología. Voy para allá, y me dicen que lo entregan sólo ciertos días y en cierto horario. Por supuesto que no ese día a esa hora…
Antes de que terminaran de decírmelo, resolví que no me hacía el análisis y que no volvía hasta el año que viene, y, sin quejarme, me fui con la tranquilidad que me daba la certeza de saber que era no reactivo. Ahora bien, si yo tenía alguna duda, me tenía que morfar la ansiedad, el temor, el desequilibrio y todo lo que viene con ellos un día más porque las profesionales que me atendieron (que siguen la práctica de no presentarse, de modo que uno no sabe ni su nombre ni su especialidad) olvidaron el detalle de decirme cuándo me iba a enterar de lo único que, en definitiva, interesa saber.

En la ventanilla digo para qué fui, y la mina me pide el documento. No tengo. No llevé. En lugar de decirle que dejé la billetera en casa porque es incómoda, le digo que sólo tengo cuatro pesos (?). Tras un momento de duda, parece que me va a anotar igual. Pero una vieja que está a su lado, también de guardapolvo, se mete y le cuchichea algo. La chica le explica en voz alta que llevé los otros resultados, yo aclaro que quiero resolver todo en un solo viaje… Sin embargo, la vieja maleducada vuelve a hablarle al oído para que yo no escuche. Un par de veces.
Estoy a punto de decirle: “Me lo podés decir a mí. Así no la usamos a ella de intermediaria”, pero siempre hay algo que me frena en situaciones como esta. No sé qué reparos pone la vieja conchuda, y a mí tampoco me sale decirles que me cago en el resultado. “No querés dármelo, no me lo des. Haceme la orden para el próximo análisis, y listo”. Porque sé que este es negativo. Eso sí se lo digo, pero creo que no lo registran.
Finalmente, gana la chica, y me dice que me siente, que me van a llamar. Al rato, un clon joven y petiso de Carlos Monti se dirige a la ventanilla, que está a un metro del asiento que ocupo, y dice que está esperando hace más de una hora que le den el resultado y que tiene que ir a trabajar. Lo atiende la vieja del orto esta y lo pelotudea de un modo enojoso. Le dice que “estamos buscando”. El pibe se queja un poco, y la vieja insiste con que están buscando, y agrega que no hay consultorios desocupados. El chabón le pregunta si “estamos buscando” quiere decir que no lo tienen, y la mina le contesta que “no podemos entregártelo por ventanilla”. Pero no desarma la madeja de vaguedades que constituyen el núcleo de su respuesta.
Mini-Monti tuvo que esperar un rato más. Yo estuve en el lugar una hora cincuenta, más o menos. ¡Ey! Es (somos) gente que puede estar en un estado de ansiedad lindante con la desesperación. No es (somos) gente a la que podés boludear alegremente. Menos si la vas de bienpensante respetuoso del enfermo seropositivo.
Cuidar al paciente no es repetir el protocolo de que dos profesionales estén presentes durante la atención, unx enfrente tuyo y otrx de pie, apoyadx en la camilla. Es evitarle una ansiedad mayor a la que se vino acumulando en las dos semanas que tardan en estar los resultados o durante el período de ventana. Es minimizar la taquicardia ensordecedora y el tiempo en que la cabeza está en el medio de una fauna a la que, claramente, el Kaletra no le impide vivir –-> los envidio.
Gente desubicada hay en todos lados, pero lxs profesionales podrían (deberían) no sumarse a la mierda que hace más inhóspita la espera del momento que te va a cambiar la vida o no. Ya bastante con ese trava gordo y tatuado que saluda a todo el personal y se pone a hablar por teléfono en voz muy alta; con el tipo que habla solo, con el viejo sordo de bermudas cuya voz tiene un volumen tan alto como el de su audífono, con los celulares de casi todos los demás.
Trato de meter el oído entre esas capas de sonidos, entre las voces de gente dando sus datos, el turuuuuu que anuncia el cambio de número en el display y los fragmentos de conversaciones, para identificar mi apellido en la voz de un médico. Hasta que es evidente que va para largo, y me pongo visual: miro al clon de Paloma Herrera, a la gente con barbijo, a ese tipo de unos cuarenta y pico de años que, acompañado por una vieja mandona rubia teñida cara de orto –la madre, supongo–, entra al consultorio y al rato sale llorando. Reparo en todos los gestos amanerados, en si lxs profesionales activan, en la pollera corta de esa chica tan joven como atractiva, con lentes oscuros y el pelo sobre la cara, que transmite una angustia tan grande como la del tipo que llora.
Hay menos gente, hay más lugar, y entonces camino. De acá para allá, de allá para acá, cinco pasos en cada dirección, y cuando veo a las minas con un papel en la mano, hablando de no sé qué cosa, sin apurarse, sé que me toca a mí. Pero ellas se demoran: si te bancaste dos horas de incertidumbre, podés aguantar un poquito más. Y uno, mientras, con su miedo y su ansiedad… Yo no. Esta vez no. La próxima.
Me llaman, no como hace un rato, para decirme que no lo encontraban, sino para que pase al consultorio. Una de las profesionales me dice que lo de los análisis cada equis tiempo solo vale si uno tomó todas las pastillas. Si no pudiste, como fue mi caso, se hace uno solo cuando termina el período de ventana. Eso no me lo dijeron la otra vez: es más, recuerdo que la chica de acento cordobés y ojos celestes enfatizó que siguiera con los controles aun si abandonaba la medicación. ¿A qué controles se refería? ¿Por qué habló en plural si hay que hacerse un solo análisis en el caso de no tolerar el cóctel antiviral? (¿Por qué lo pregunto acá y no en el hospital? ¡Ah, porque me acordé cuando estaba volviendo!).
Encima, tuve que contar todo de nuevo porque las minas estas no tenían los papeles donde hicieron las anotaciones las que me atendieron la primera vez. Después, me preguntaron en qué barrio vivo, cuántos años tengo, con quién vivo, qué estudios cursé, si consumo drogas –alcohol incluido–, con cuántas personas cogí en el último año, si eran hombres o mujeres…
¿Cuál es la relevancia de eso? Entiendo que me preguntes si me cuido, hasta entiendo que me preguntes si soy argentino o si vivo en Capital, porque el hospital público porteño tiene un considerable número de usuarios extranjeros y/o que viven en provincia. Pero ¿dónde está lo significativo de saber si trabajo? ¿Y qué entendés por “trabajar”? Eso se lo pregunté. Le dije: “Si es como el censo, una hora la última semana, sí, trabajo”.
Termina el cuestionario, y me pregunta si tengo dudas respecto de las formas de contagio del VIH. Me suena soberbio decirle que no, y le hablo del sexo oral. Ella me confirma que el riesgo es para quien pone la boca. Agrega que es importante cuidarse en toda la relación, y yo le digo que no. Lo primero que digo es “no”. Las palabras se me trabaron toda la entrevista, así que no sé qué más dije (¿que, si no, cuesta arrancar?) ni qué quise decir exactamente (¿que si yo no corro riesgo, y como estamos en un relación donde todos somos adultos consintientes, voy a seguir pidiendo recibir sexo oral sin protección?). Creo que básicamente quería decirles que no… Un no. Uno que simbolice mi rechazo a su forma de atender.
Como estaba tan seguro del resultado, recién ahora caigo en que me dieron el resultado. Pero no logro recordar cómo. No sé cuánto tardó en darme el papel, o si me dio la noticia antes de entregármelo, o antes de que lo leyera. Apenas recuerdo cuando dijo que 0,03 era igual a 0, que era negativo. Creo que dijo “por suerte”, pero no estoy seguro. ¡Tendría que haber llevado el grabador! Pero mi certeza era tan grande que no lo consideré.
Añade algo que no sabía: que incluso en el coito vaginal es conveniente usar lubricante para evitar –o minimizar el riesgo de– que se rompa el forro, y me repite que vuelva en dos o tres meses. No se le ocurre darme ahora la orden con fecha para dentro de dos o tres meses. Y a mí no me sale pedírsela: no puedo salir de mi estilo indirecto, y apenas le digo “voy a tener que comerme otras dos horas”; pero no decodifica mis palabras oblicuas.
Dos horas esa vez y otras dos horas para retirar el resultado… Esas dos horas van a ser más heavies que todos estos meses. Jugando a sostenerle la mirada al destino.