lunes, 28 de marzo de 2011

My chemical changes

El celular de mi madre está sobre la mesa de la cocina. Tres palabras en la pantalla iluminada (“quiero que estés”), más una dirección y el nombre de quien lo envió al final del mensaje, me hacen saber en una mirada de qué se trata. S. la está invitando a la inauguración de su nuevo local de ropa.
Los dos últimos fines de año fuimos a su casa y también el día de su cumpleaños. Siempre sentí que me invitaban por extensión, como cuando hablás con alguien y le decís “saludos a Fulano”. Y a menudo me sobreviene la sensación de que algo falta, de que, incluso para una reunión donde se matiza la nada e inevitablemente terminamos hablando de los vecinos, pasa muy poco. Que, aun si dura horas, todo es tan superficial como un encuentro en la puerta del edificio. Y flasheo que es por mí: que no fluye o que eligen no hablar de algunas cosas por mi presencia. Cuando S. se lleva a su amiga a la habitación para charlar a solas, medio que lo confirmo. Y cada vez que veo la expresión de su hermana me sale pensar que no entiende qué joraca hacemos ahí.
La última vez estuve a punto de no ir porque no quería compartir nada con mi madre. Pero no encontré el momento ni la manera de decirlo (porque el tema era decirlo; no sólo no ir), y terminé yendo y brindando a las doce para no quedar como desatento, freak, vistecómoes… Esa madrugada charlamos un rato con S. en el balcón, y ella se sorprendía de todas las palabras que tengo. Nunca habíamos hablado tanto, y, aunque dijo que me veía con más entusiasmo que el anterior 31 y yo me sentía exactamente al revés, poder decir algo mío –desinvisibilizarme un momento en un lugar tan dificultoso– garpó ese rato de la velada.
Ahora no me invita. No es tan notorio como un fin de año. No existe esa suerte de obligación, o de sensación de obligación, y elige que no vaya, que ni me entere de una reunión que tal vez sea más animada que las habituales, donde quizá haya más invitados que mi madre, yo, su amiga del colegio o su otra amiga.
Todo esto lo proceso en un instante, y la respuesta química de mi cerebro es un chorro de la combinación de neurotransmisores que gotea a diario. Puedo inventarme lo que sea, puedo interpretar algunos hechos así o asá, puede parecer que no desentono, pero siempre subyace algo que termina explotándome en la cara como un globo hecho con saliva.
Me ponen en mi lugar, en el lugar donde me ponen (me doy cuenta de que siempre estuve allí, de que no salí por las palabras ni por ninguna otra cosa), y me descubro babeante y avergonzado, abrumado de nuevo por la repetición de ese fatal error. Alguien que no te invita a un lugar, que no te hace partícipe de lo que comentó delante tuyo y es uno de los centros de su vida; la falta de respuesta para los esforzados seis mails que escribí la otra semana, desde el que le mandé a mi dentista por su maternidad hasta el dirigido al señor que debería comprarme las cosas que vendo a veces…
La sensación es más o menos similar a la que me espabila cuando un paquero –también él– me dice algo al verme pasar en cueros por la vereda donde fuma junto a otro: “¡Qué lomo, eh! Que no te piquen los mosquitos…”, me bardea amigablemente. Y no sólo me recuerda que tengo un cuerpo insignificante, sino también que algo de mí permanece muy evidente –y se confirma, y se refuerza– aunque me fabrique una encarnación cartonera que arrastra treinta cuadras un changuito con veinte kilos/nueve pesos de papel.
O a la que me desbarata cuando noto que los tripulantes de ese Palio pistero negro se ríen de mí. Los escucho en el silencio que hizo la lluvia al quedarse sin agua, o sin fuerza, para mojar la tarde, y no necesito que suceda lo que sucederá (abre el semáforo, arrancan y casi se detienen a mi altura, donde escucho de nuevo sus palabras sin distinguirlas, y luego oigo sus carcajadas, justo antes de que vuelvan a acelerar) para saberlo. Y ni siquiera puedo decir que son unos pobres boludos porque tienen bastante más que yo. Un 1.8 R negro, para empezar.
Como la de la vez pasada, cuando me descosí la cabeza para encontrar unas palabras respecto de algunas cuestiones familiares y un lugar donde decirlas, y, como de costumbre, no logré que cambiara nada. Un esfuerzo del orto para levantar esa púa de piedra y plomo que perfora el disco y hace más difícil salirse del surco, y no sólo me topo con el resultado aplastante que profundiza la circularidad y sin toda la energía que gasto tratando de desarticular eso (que no es demasiada, que es injusta), sino con lo que pega más: comprobar la carencia de una cercanía, de un aliento, de una idea, de una mirada. Ir a un cyber especialmente y no encontrar un mail. Al menos, no uno con palabras que resuenen (y posta que no me acuerdo si había un mail o no).
Y sentir la descolocación al volver a casa, pasando bajo la sombra de la torre donde vive S. Una sensación físicamente palpable, como de estar y no estar, como si no fuese yo el que pasaba por ahí, sino una proyección, un zombi caminando sobre un fondo intercambiable de dibujitos animados. Una cabeza tildada en la búsqueda de procesar cómo sigue esto, y la posibilidad de interactuar con el entorno, en niveles mínimos.
Es cuando se abren las válvulas y la gota que cae a diario, como de la bolsa de suero, se transforma en un chutazo estremecedor. Cuando lo que ocurre casi siempre, que por su frecuencia no llama la atención, pasa a un nivel lo necesariamente poderoso como para sacudirte.
Seguro que me sucedió un montón de veces. Así, al momento, me acuerdo de una charla con quien hoy es mi dentista en un cumpleaños de mi madre, cuando éramos adolescentes, en la cual las palabras se encadenaban conformando un diálogo perfectamente cohesionado y coherente, cuyo trasfondo de lejanía y ajenidad estaba apenas debajo de ellas y brilló a tutiplén cuando se despidió, y yo me quedé donde estaba, en mi pieza, y no la vi en años.
Y de una vez en que el simulacro de normalidad por excelencia, que es llamar a una puta, terminó en un garche frustrado con ese gato rolinga de cuerpo maltratado por la maternidad que hizo saltar el compact de la dinámica sobreentendida que se ejercita en esos casos. No sé si lo hizo a propósito o no, si fue porque usó una palabra que nadie había usado –ni volvió a usar– en ese contexto (“chabón”) y que ponía la relación en otro terreno, o porque buscó incomodarme y para eso mentó un olor inexistente o dijo que el pete sin es para los viejos a los que no se les para. Como haya sido, la historieta vino con un cuadrito en blanco, y cuando pasa eso nunca sé cómo hacerla continuar, y quedo, como esa noche, anonadado y desmigado.
Pero nunca lo sentí como aquella vez que fui al cyber sin grandes expectativas, sin ansiedad, sin enceguecerme por el “Dormi 3 hs finalmente dandome cuenta q queria tenerte al lado” ni por las otras frases de esas características. Sólo por una dirección de mail, a ver si podíamos comunicarnos en condiciones más favorables. Porque era inevitable responder a esos atisbos de afinidad y cercanía que pulsaban pese a la virtualidad.
En el cyber me encontré una retahíla de noes, diecinueve noes que ratificaban los anteriores y me confinaban a seguir teniendo una cara de Verdana10. Y me derrumbé. Cedieron los músculos, eso sentí. No un cambio en la sangre, ni la sensación de juguete roto de las otras veces; sentí que los huesos se deslizaban por la carne. Y que respirar era un gran esfuerzo.
Esa noche, antes de llegar a casa, comprendí que así como mi química había reaccionado masivamente en un sentido, podría haberlo hecho en el opuesto si, en vez de un no, hubiera habido el sí necesario. Y si, en vez de satisfacerse esa expectativa moderada, me hubiese encontrado con una acogida mayor, sería otro. Profundamente otro. Cualquiera que me hubiera cruzado en la calle lo habría notado.
Y pensé que mi modo de ser, mi pH, low profile, low energy, acorde menor, taciturno, aburrido, retraído, apagado, todoloquemedicen, se puso así por acumulación, por acostumbramiento. Pero que no es algo dado ni petrificado, que bajo capas geológicas de noes y rechazos bullen ríos subterráneos de otra química posible, que al contacto con el aire, con la luz, se tornan imperiosos.
Igual, no sé si es mejor saber que puedo ser otro porque en la realidad no puedo serlo. Porque no pinta el catalizador que necesita esa materia bullente, y entonces sigo siendo la consecuencia de esta química erosiva (que es la consecuencia de lo que pasa) (que es la consecuencia de lo que no puedo hacer que pase). Porque fuera de la teoría y del voluntarismo esto se parece a mi equipo de fútbol, que todavía tiene chances matemáticas, pero que no para de sumar derrota tras fracaso y descenso tras no ascenso.

2 comentarios:

Olga dijo...

ESTÁ TODO MUY MAL.


El compuesto químico que sea, en un análisis da hiper saturado, rompe el espectrofotómetro, me rompe a mí.



Eyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy






Y no me alcanzan las palabras, ni este blog ni la concha de la lora para decirlo. Y decirlo no alcanza ni por asomo para que cambie.
Pero algo, para bien o mal, no sé, pulsa por decirlo.

Olga dijo...

Para bien o para mal esa química es más poderosa que la citidina, el sildenafil o el Kaletra >> http://www.youtube.com/watch?v=pQCweSw5cbI