domingo, 6 de marzo de 2011

No pasé de ahí

Sería la segunda vuelta, porque todavía tenía lucidez para mirar a los costados y porque ya podía quitar momentáneamente la vista de la vereda sin temor de pisar caca de perro.
Cuando hay un partido en la canchita, a veces miro un poco mientras corro por la plaza. Esta vez había una nena atajando. Soy malx para calcular la edad de los chicos, pero pongamos que tenía diez u once años. Los que jugaban al medio eran varones, y en la fugacidad de mi mirada me pareció que eran más chicos que ella. Y que también había un adulto gordo.
Al lado del palo derecho había dos niños sentados. De nuevo, de edad incomprobable. Tal vez la nena tuviera siete, y el nene, tres o cuatro. Ella tenía una remera fucsia y el pelo castaño atado en una larga cola. Justo antes de dejarlos atrás, de volver a mirar adelante, la nena le da un beso en la mejilla derecha al chiquito. Un beso largo, porque es la imagen que más recuerdo, y fue todo muy fugaz, porque si era la segunda vuelta todavía estaba corriendo más o menos rápido.
En esa vuelta, o en la siguiente, mientras la sangre podía seguir llegando más o menos normalmente al cerebro, me quedé pensando en eso, que permaneció en mi cabeza como queda petrificada en la tele la última imagen previa a un corte de luz.
Pensando en que no paso de ahí a la hora de manifestar mi afecto. En que ni siquiera sé qué es, ni cómo identificarlo o nombrarlo. Me sería mucho más sencillo (casi necesario) que descendiera un deus ex máchina y presentara una mirada objetiva e inalcanzable para las opiniones, los cuestionamientos y las desvalorizaciones, tanto propios como ajenos…
Capaz que es eso, lo que te sale. Que el hecho de que te salga manifestarlo, aunque sea como esos chicos, es la prueba en cuestión. Igual, en el medio hay que depurar los gestos impostores. Los que a sabiendas son imposturas y los que por ahí se escapan sin que me dé cuenta.
Yo sé cuándo miento. Todas las veces que la remo tratando de encontrar un punto de conexión, ese deslizar mi mano por la espalda del gato veterano de voz gruesa que me peteaba mientras yo añoraba otra espalda, cada gesto cuyo fin es achicar la distancia… Pero a veces temo engañarme, o pifiarla. Seguramente porque me llenaron de dudas cuando era chicx, y de descalificaciones y sanciones respecto de mi afecto: “Estás confundidx, no sabés lo que te pasa”. Grrrrrrrrrrr… Y porque ciertos contextos deforman las cosas y las percepciones, y el riesgo de ver cualquiera es tan grande como la obliterada necesidad vital de dar y recibir un afecto que resuene.
Una vez que más o menos (te) resolvés eso, viene el tema de cómo te sale expresarlo, de encontrar una forma que vaya más allá de ese beso en el que me reconocía, que no sé si tiene más de infantil o de instintivo. Poniendo un pasacalles seguro que no. Regalando peluches, menos… (Y no regalarlos es casi tan barato y tan básico como regalarlos). Y luego, el de poder construir una relación con eso: que no sea simplemente una especie de explosión demostrativa que se agota en sí misma.
Porque no me cabe lo que algunos asocian con el desprendimiento y que a mí me suena a desconexión, esa onda “yo te amo aunque vos no”, el “amar en silencio”, etc. Fuck con eso. Devolveme una, la que puedas, pero no me hagas sentir que estoy jugando solx, porque la falta de reciprocidad termina convirtiendo en impostura cualquier gesto genuino. Menos todavía, las declaraciones que esperan una recompensa: la gente que piensa que con querer a alguien alcanza para que te quieran merece ser fusilada.
Así, mientras corría y trataba de ganarle al viejo de barba ese que usa los shorts arremangados y que me cae tan mal. Mientras la deuda de oxígeno me batía las ideas como un hábil bartender. Después, y ahora, veo que esa imagen me interpeló no tanto en relación con todo lo que escribí, sino porque me descubrió, nueva y explícitamente, en el lugar de espectador. Siempre viéndola de afuera, viendo el afecto como algo ajeno, tan ajeno que cuando es propio no sé dónde pararme.

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