lunes, 30 de mayo de 2011

Piedras






Suena el teléfono un sábado a la noche. Es mi madre. Llama desde el departamento de su amiga que vive en una torre, la mina esa que pasa los fines de semana afuera y le pide que le cuide a su gato. Llama para decirme que se va a quedar a dormir ahí y que es un lugar muy tranquilo, que si quiero vaya yo también…
Me asombra hasta la indignación su propuesta. O me indigna hasta el asombro, no sé. Tampoco sé qué me sorprende o me indigna más: si la idea de que vaya a pasar la noche donde está ella o que finalmente admita que en esta casa es muy improbable descansar, en especial los fines de semana. Atino a responderle con palabras que ya le dije: si tenemos una casa, es para vivir en ella. Y si no se puede vivir acá, por los vecinos ruidosos y desconsiderados o porque no hay plata para mantenerla y evitar que se caiga a pedazos, habría que venderla, porque es insostenible vivir mal descansados y eternamente endeudados. Eso quiero, que la vendamos y me den mi mitad.
Y ahí se saca: que “yo no me morí”, que “no te corresponde”, que “no sé quién te llena la cabeza”… Ambos sabemos de quién habla cuando dice que alguien me llena la cabeza, pero elige no nombrarla (tal vez porque no sabe su nombre); en todo caso, no alude a ella más que de esa forma. Me parece menos significativo el hecho de que me vea como una persona a la que se le puede llenar la cabeza que su reacción ante la presencia evidente –aunque lejana– de alguien que me ve y cuya mirada de mí no está condicionada por la de ellos. En cambio, no sé a qué se refiere con que no me corresponde: no sé si habla en términos legales o si quiere decir otra cosa. Alternativamente, y siempre en medio de discusiones, porque parece que no se puede hablar de este tema sin discutir, ha dicho que no me corresponde, que me corresponde un tercio y no la mitad o, más a menudo, que no le alcanza para comprar algo y que ella no se va a quedar en la calle.
Puedo responderle que esa mención a la muerte y la obligación de esperar a que se mueran para tener algo de lo que no pude conseguir de otra forma en 3x años (algo de eso que cada vez es menos y que he visto pasar mientras otros engrosaban con eso su patrimonio, su currículum o su experiencia vital) me hacen acordar a cuando mi viejo sacó un seguro de vida “para que te quede una plata cuando yo me muera”, el cual dejó de pagar bastante pronto, y sin decírmelo nunca, apremiado por el recorte a las jubilaciones y por su dispendio, del que no se rescató durante todos los meses en que, cada vez que yo hacía el resumen mensual del movimiento de fondos del lugar que maneja, le decía: “Tendría que haber tanta plata en efectivo, ¿la hay?”. O a cuando compró el depto donde vive ahora, que en ese tiempo iba a ser sólo una biblioteca+estudio, ocasión en la que me ofreció ponerlo a mi nombre con la condición de que firmara un documento según el cual yo no podía usarlo hasta que él se muriera. De esto pasaron quince años, y ahora vive allí, desde que el departamento donde vivía antes, con un semianalfabeto recolectado de no sé dónde, pasó a propiedad de este muchacho.
“Fijate qué onda con la muerte”, alcanzo a decirle. Qué onda con no facilitar que los demás se desarrollen mientras uno vive. Y debería decírselo también a mi viejo si pintara la oportunidad. Y debería decirle a mi madre que se fije qué onda con pretender que yo, a los 22 años, me relacionara con ella como cuando tenía 25 días de vida; qué onda con pretender que sea eternamente un bebé –y, por lo tanto, siempre dependiente (de ella)– o eternamente adolescente, una de cuyas consecuencias es que ella tampoco envejece (ella no tiene 6x años, sino que “pasaron 6x años desde que llegó al planeta”).
Otro highlight de la conversación es cuando me dice que nunca me va a cagar con la guita. Al rato, a los días, me acuerdo de que fue ella la que firmó para que se vendiera el departamento de su madre (al cual fue a vivir mi viejo cuando se separaron y mi abuela vino acá) cuando falleció. Y de que fue ella quien, años después, firmó para que se vendiera el departamento donde mi viejo vivía con el lumpen ese, quien mágicamente pasó a ser propietario. Y de que fue ella quien disfrutó de parte de esa plata, cuando mi viejo la invitó a su viaje a Europa. Y de que nunca me dijeron nada, y de que nunca vi un mango de eso.
Del viaje ese sí me acuerdo en el momento, y, cuando lo traigo al diálogo, lo único que puede decir es: “¿Te hubiera gustado ir a vos?”. Me acuerdo de ese viaje y del otro. Del segundo me acuerdo especialmente porque me enfermé unas semanas antes, y por tres años deambulé de médico en médico, hasta no ir más a ningún médico, sin tener otra respuesta que –una vez– el nombre “distrés psicofísico”.
En aquel tiempo escuché a mi madre decir que yo estaba así porque ellos se iban de viaje. Pasaron los años, como diez, y si bien mejoré bastante, de vez en cuando me siento mal como entonces. Y, como entonces, ella sigue pensando –me lo dice ese sábado– que me enfermé porque viajaban juntos. Tanta necedad me da ganas de acuchillarla, como cuando interpreta cada cosa en términos místicos o cuando dice que está todo bien, que estamos todos bien, y ¡no es así! Tanta negación impide cualquier cambio, pero ella prefiere regir su proceder por la “ley de atracción”…
En su relato, es la sacrificada esposa que no se divorció y se mantuvo en un contacto muy cercano con mi viejo para “cuidar” lo que había. Sin embargo, en todo este tiempo se fueron perdiendo tantas cosas –incluyendo algunas propiedades– que, si hubiese sido esa su idea, es evidente su rotundo fracaso. Más bien (lo recuerdo cuando, a raíz de esa discusión telefónica, se me activan dos neuronas enmohecidas), no hubo divorcio porque llegaron a ese acuerdo para que ella cobrara la pensión… cuando mi viejo se muriera. Y para que él siguiera disponiendo de las cosas a su antojo [quiero decir que la parte de la oración que sigue a los puntos suspensivos me hace recordar palabras de hace treinta años, cuando mi padre se refería a mi madre y a mí como “los hermanitos perejil”].
Ya sabemos que nada de esto que soy es casual, y su evidencia es tan enceguecedora que no da mirarla más que de a ratitos. Más clara me queda la causalidad cuando frecuentemente la oigo hablar sola y me acuerdo de todas las veces que hablo solo, y reconozco una cosa que repito entre tantas de las que no tengo registro. O cuando compartimos una reunión con unos vecinos, y uno de ellos cuenta que está buscando un local para alquilar y que fue a ver uno acá cerca, y el dueño cayó con la madre, una mujer tan mayor como pintoresca, según su descripción. En un momento –sigue diciendo–, la señora comenta que ese local está a nombre del hijo, pero que los otros que tienen no, “y yo le digo que hay que ponerlos a su nombre, porque en cualquier momento yo me muero…”. Cada alusión a la mujer despertaba risas, y cuando oigo esto aprovecho para reivindicarla y decir que me parecen muy razonables sus palabras.
Mi madre acota: “Así viene una señorita y se queda con todo”. Su comentario no mueve una nada de la imagen de mujer espiritual, sensible y centrada que suele proyectar. Y mi asombro no me permite una respuesta rápida que coloque la atención en sus palabras y en lo que revelan. Y todo pasa, y su fachada persiste.
Con eso en la cabeza, me pregunto después cómo habría sido si yo hubiera tenido relaciones de pareja lo suficientemente duraderas como para que fuera inexorable que alguien viniera a casa. No digo “presentarla” porque ni eso me sale comunicarles a mis padres. Simplemente que caiga un día porque es más cómodo. Me lo pregunto y no puedo responderme, salvo con el recuerdo de la tarde en que vino una compañera de la facultad: cuando llegó mi madre, cerramos la puerta de mi pieza para seguir hablando tranquilos, y al rato ella –quiero creer que golpeó la puerta y– vino a ofrecer unas masitas que había ido a comprar especialmente.
Esa vez decidí que nunca más venía alguien a casa si era posible que estuviera. Y seguramente desde antes, más o menos inconscientemente, había decidido no decir nada de mí delante de ellos, y menos de mí en relación con los demás, habida cuenta de lo burlones y desubicados que los he sentido cada vez que los escuché hablar de eso, o que los vi actuar respecto de eso.
(Escribiendo esto veo de nuevo, y más notablemente, que tampoco ellos dicen las cosas: ni me dijeron que se separaron ni me dicen nada sobre cuestiones de guita –que manejan a su arbitrio y en silencio, dejando que yo me encuentre sólo con hechos consumados –> lo cual también me es más cómodo–. No me dicen esas, ni tantas otras, ni tampoco se las decían entre ellos: ni mi vieja le decía a mi viejo cuánto ganaba, ni mi viejo le blanqueaba sus ingresos –ni sus egresos– a mi vieja, y no sé cuántas cosas más…).
Digo y sé que nada de esto que soy es casualidad, pero sólo a veces lo veo tan palmariamente (¡los de la reunión no!, ja), sólo muy pocas veces puede ser transcripto. Y entonces siempre hablo de su programación de control mental en la que deseaba que yo me relacionara con ella como cuando tenía 25 días, o de cuando me pusieron varios psicólogos y psiquiatras porque casi no salía de casa, pero al mismo tiempo ella se alegraba de que no saliera. O de la otra noche, cuando llegó y yo estaba acostado, y ella pensó que había salido y dijo en voz alta “¿a dónde se metió ahora?”, o de algunas pocas más, porque desconozco otras así de explícitas (lo que les pide a los ángeles o a los mind controllers), y porque la mayoría de esas cosas simplemente subyace todo el tiempo y hablar de ellas es como describir el aire.
Con mi viejo, cada uno a su manera, van marcando el paso y no dejando salirme de su campo gravitacional. Él me agarró por el lado laboral, con un trabajo tan ventajoso que no daba buscar otro, hasta que ese lugar se hizo insostenible, y otros lugares ya habían quedado inaccesibles.
Hace unos años se accidentó, y a raíz de eso le pintó la idea de vender algunas cosas que había ido coleccionando, cuyo valor es mayor en su imaginación que en Mercado Libre. Me dice que esas cosas son/van a ser (ha usado ambos tiempos) mías, y que entonces la mitad de lo que saque vendiéndolas es para mí. Y que no le diga nada a su asistente. Claro, a los pocos meses le dice él…
Y así, con los años, van desapareciendo cosas, y para ofrecerlas en venta tengo que ir antes y fijarme que estén, que sigan estando. Hasta que este verano vendo una cosa y, cuando voy a buscarla a su casa, no está. Se lo comento, y me informa de que es una de varias que le dio a su asistente… Lo llama por teléfono al otro, quien, por supuesto, dice no saber nada de la cosa que busco, y mi viejo termina explicándome que “me dejo tomar el pelo porque lo necesito, necesito quien me levante, quien se quede a la noche cuando [la otra persona que lo cuida] no puede estar, etc.”. Y especifica que le dio las cosas que estaban “ahí”, en ese estante.
El problema, además de lo patético que me resulta ver a alguien en un lugar así, es que yo no tengo ganas de dejarme tomar el pelo. No tan obscenamente. Ni tampoco, de dejarme robar.
Al día siguiente encuentro una cosa que no estaba en ese estante puesta en venta por su asistente. Por primera vez sé que se trata exactamente de esa cosa y no de otra igual. El par de veces que encontré cosas iguales le dije a mi padre: “H. tiene en venta una cosa igual a la que había en tu casa, y la que había en tu casa no está más”, y sus respuestas fueron tan vagas que no cuajaron en la memoria de cita textual.
Ahora no le hablo de lo que encontré en poder del otro porque ya sé que va a ir corriendo a avisarle y/o todo va a quedar en la nada, como ya sucedió otras veces que le comenté cosas respecto de esa persona. Voy a la casa y le pregunto si H. se llevó con su consentimiento otras cosas además de las que estaban “ahí”. Y… sí: las que estaban en aquel placar. “En lo demás no tenia absolutamente ningún consentimiento”. Pero la que yo descubrí tampoco estaba en el placar… Dos veces le pregunto retóricamente: “Si encuentro en manos de H. algo que no estaba ni en el estante ni en el placar, ¿quiere decir que H. es un ladrón?”. “La palabra es muy dura”, responde. Después concede que “técnicamente sí es un ladrón”, y luego lo relativiza señalando la diferencia entre hurto y robo.
Cuando puede tomar la iniciativa de la conversación, propone hacer una especie de auditoría, revisando qué cosas están y cuáles faltan, y me sugiere que me lleve las cosas que me interesan a mi casa. Voy a hacer un pequeño trámite a un lugar cercano y en ese ínterin logro desarticular su trampa: no sólo no tengo lugar físico para poner 3000 objetos que en su casa ocupan casi dos habitaciones, sino que salvar algunos equivale a permitir que hagan lo que quieran con los otros. De todas formas, su avasallante insistencia me lleva puesto y termino trayéndome una decena de cosas, que, sin decirle nada, he ido devolviendo a su lugar.
Entonces, después de des-gastarme la cabeza durante días pensando cuál sería una forma efectiva y razonable de proceder, voy y lo encaro al otro personaje. Con las palabras siempre se pierde frente a los manipuladores. Y con la violencia yo pierdo, porque mi cuerpo no me acompaña. Y porque tengo algún problema con la Ley. Me rescato cuando veo una declaración de Caruso Lombardi diciendo que no va a agarrarse a piñas con el colombiano que denunció que le pidió plata para jugar ni con su representante porque “no me quiero comer una causa”. Lo único que falta, me digo, es otro evento legal. Así que piñas descartadas. Por completo.
Sorprendentemente para mí, me salen palabras bastante tranquilas cuando lo veo: “Quiero hablar con vos porque hay cosas que estaban en la casa de mi viejo y ahora están acá”. “Me las dio él…”. “A mí me dijo que no”. Me pregunta cuáles son, le digo y… “me la dio él”. “A mí me dijo que no, y no tengo ganas de que me tengan de acá para allá, como en un hospital público”.
Me dice que pase a la otra oficina, donde está mi viejo –lo cual yo no sabía–, y apenas presento el tema, le vuelve a dar play a su disquito: “Ese me lo diste vos…”, le dice, y se lo repetirá dos o tres veces más. “Yo no me acuerdo, pero no importa”, se lava las manos mi viejo, quien, una vez que descargo la primera andanada, recordándole la charla de un par de días atrás, me dice: “¿Qué otra cosa hay?”. Me sale una carcajada cuando escucho la grabación y me oigo diciéndole: “¿Cómo ‘qué otra cosa hay’? ¿Te parece poco?” [quiero hablar de mi abuela, que decía que era de Chacarita, y cuando Chaca perdía y yo la cargaba, decía que era de River; y cuando River perdía y la cargaba, era de Chaca otra vez, y ya en ese tiempo, en mi niñez, quería grabarla para confrontarla con su mentira].
Habla de poner un “punto final” y de que “no sacaremos más nada sin avisarte”. Es lo que correspondía hace cuatro años, hola… Todo el tiempo tratan de mezclar los tantos y hablan de cosas que ya faltaban antes de que me propusiera el tema de la venta a medias. Y todo el tiempo tengo que aclarar que no hablo de esas cosas, sino de cosas que vi con mis ojos y toqué con mis manos en este último tiempo. De repente, se le escapa –o no– la frase “esta vez sólo le di esos”. Ante mi previsible respuesta (“entonces hubo otras veces”), dice que “no sé, no tengo memoria”. Debemos comprender, es una persona de edad…
Yo sí tengo memoria, y, por si falla, anoto, y soy obsesivo. Quizá porque crecí en un lugar donde todo era muy difuso aprendí a ser obsesivo. Eso le dije, y que quiero algún lugar sólido para conducirme sin rebotar de acá para allá, para proceder a partir de lo que se me dijo y no quedar tan seguido en offside.
“Lo hecho hecho está”, responde, y me propone lo que ya me dijo en su casa: que haga una nueva lista de esas cosas, y que desde ahora no entra ni sale una sin que me avisen. La repetición me permite desbaratar su manejo y decirle por quinta vez que estoy hablando de cosas que estaban en la lista que ya está hecha, y que si hago otra lista y después desaparece algo, me voy a enterar cuando vaya a buscarlo… ¡Igual que ahora!
El diálogo se agota, y el infeliz de H. mete baza y me pregunta cuántas cosas encontré en su poder. Una. “Bueno… Una no es nada”, me dice. Un rato antes me mintió, diciendo que él no vende cosas de cierta característica que yo mencioné, cosas que yo vi puestas en venta por él un par de años atrás y que rescaté. Cuando me dice eso, puedo responderle “no mientas”. Ahora le digo que faltan cincuenta cosas y que una vez que encuentro una voy a hacer todo el escándalo que crea que corresponde, y que todo el mundo supone que es él quien se las lleva.
La respuesta, así, escrita, me sabe a poco, pero el muchacho se ofende otra vez y asegura que va a renunciar. Mi viejo propone poner un “telón de olvido”. Le digo que yo no me olvido de las cosas, ni siquiera de las que me quiero olvidar. “Las cosas que tendrás para perdonar y no perdonás”, me contesta. Ni que se lo hubiera dicho a Olga: “Mientras me las encuentre todo el tiempo –en mí–, no voy a poder olvidármelas”. “Bueno, listo”, dice, y cuando escucho esa frase, ahora, para postear esto y acordármelo, me acuerdo de todas las veces que digo “bueno, listo”, y la sonrisa que me causaba haber dicho algunas cosas se congela hasta ser una mueca desencantada [quiero hablar de todas las veces que en estos días me descubrí diciendo “bueno, listo”, y al instante, al rescatarme, sentí como un rayo cayéndome en la lengua, metáfora para no decir cáncer porque tengo miedo de que una sensación tan intensa de repugnancia esté anticipando una enfermedad así].
Después de media hora de rap, y de no sé cuánto tiempo y cuánta energía pensando qué hacer, y cómo, todo sigue igual. Cada palabra, cada esfuerzo, cada enojo, cada idea son estériles. Al día siguiente es como si no hubiera pasado nada. (Desde ese mismo momento es como si no hubiera pasado nada. Y tengo que escuchar la grabación para confirmar que el único que da algo parecido a una explicación es H., cuando, verdad o no, dice que se lo dio mi viejo. Y tengo que leer los apuntes de la grabación para poder contestarme la pregunta “al final, ¿qué pasó?”. Y no sé: mi viejo no puede decírmelo, y no queda claro si H. es un ladrón, si él le dio esa cosa o qué mierda. Y la respuesta tengo que construirla yo cuando le pregunto: “De nuevo: ¿hubo otras veces?”, y, ante sus silencios, voy agregando: “No lo tenemos claro. Es posible. No lo sabemos… ¿Es una respuesta?... Es una respuesta”).
No se movió una nada, y esa es la trampa más difícil –¡imposible!– de desarticular. A veces creo que sólo podría hacerlo clavándoles en el cuello un pedazo del vidrio que se rompió el otro día en este caos disfrazado de casa, después de un mes y pico de estar apoyado contra una pared [y me acuerdo de que una vez dije que me parecía más sano cuando rompía cosas y les mostraba su enfermedad del único modo que tenía a mano, que a veces parece que sigue siendo el único, habida cuenta del resultado de pensar, hablar, gritar…].
Aun hoy mi madre me descalifica cuando hablo sobre algunos temas, aunque después los comenta delante de los demás como propios (v. gr., el olor a pucho, cortesía del vecino del orto que fuma en el balcón, que “no es para tanto”, según me dice, y que tanto la molesta, según la escucho decírselo al encargado), o programa en su control mental que encuentre “amigos amorosos”, pero no que una mina me la chupe y me la trague toda. Y creo que ese sábado se lo dije con estas palabras, y que fue por eso que me preguntó si tengo problemas sexuales [quiero hablar de mi madre mencionando, a cuento de no sé qué, que no uso papel higiénico y revelando, así, que está pendiente hasta de cómo me limpio el culo].
Entonces siempre vibra esa sensación de ser una marioneta de ellos. No sólo saber que no se puede contar con esta gente, y lo intenso de evidencias como estas (de no poder confiar nada en ellos, y terminar anticipándole lo que encontré al ex amante de mi vieja/persona que cuida a mi viejo), sino ver que siempre juegan su juego para ellos.
Nunca me voy a olvidar de la cara de satisfacción de mi viejo cuando, a su pedido, yo le explicaba a H. cómo se usaba la computadora en la época en que recién lo había acogido. Esa cara de satisfacción que no puede contener el manipulador que arma y maneja instituciones y currículums, y así mismo hace con las vidas.
Juegan para ellos, para terceros [quiero hablar de aquella vez, cuando era niño, en que me sacaron un buzo que me gustaba y que todavía no me quedaba chico para dárselo al hijo de la mina que limpiaba acá, y también de la vez que salía de casa y vi al pibe pasar con MI buzo], para la imagen del que enfermizamente quieren que sea, y no dan ni un centímetro de ventaja para ser por fuera de ellos.
Es muy violento enfrentar sus mentiras. No solo tienen el culo de piedra para estar sentados sobre mí hasta que se mueran, sino la cara de piedra para decir (ella) que no le pagaba a nadie para que me diera bola o que no se divorció para cuidar lo que quedaba; (él) que esos libros van a ser míos, que H. se llevó algunas cosas y no otras… y poco más, porque nos vemos tan poco y hablamos tan poco que así de poco es el margen para que afloren otras fisuras en el statu quo que ejercitamos.
Esas personas que parecen tan frágiles, un señor tan anciano, que apenas camina y que repite “yo no puedo hacer otra cosa”, una señora tan dulce, que llora y solloza porque se rompió el vidrio y, siendo hablada por no sé quién, grita una vez más su frase-reproche “uno te pone el culo de candelero” (lo que me hace pensar en cómo quiere –o cree que debe– relacionarse conmigo, y qué es para ella complacerme o consentirme), son dos piedras inconmovibles encima mío. Dos piedras enormes, que parecen dos lápidas, aplastándome y no dejando que me mueva ni que pasen el aire ni la luz. Ni la mirada ajena, la cual condicionan con su relato desde siempre.
Y si logro moverlas un centímetro, es insuficiente para que alguien meta una cuña que impida que el peso me venza antes de que pueda cambiar algo. Porque no soy más que esto y este que soy no lo puede sostener. Y porque sabemos bien que en un punto los demás son imprescindibles, que nos modifican, que si viene Carla Conte y está recaliente con vos y acaba una, dos, ocho veces con vos, vos sos otro. Pero yo sigo siendo este…
Desde hace mucho. En los días de mi primer distrés psicofísico, cuando tenía prepago e iba al médico y ni él ni yo sabíamos qué más decir, le mandé, seguramente porque se entroncaba con algo que me había comentado: “Tengo que poder hacer algo yo antes de que se mueran mis viejos”. El tipo me miró, y no voy a intentar describir su cara, pero se movieron músculos ahí. Y yo pensé que quizá se le hubiera muerto alguno de los padres hacía poco.
La cosa es que no pude. Casi diez años de changüí tuve desde aquella mañana de verano. Diez años y no los pude aprovechar. Capaz que no se podía. Capaz que no podía. El resultado es el mismo… El que fui no pudo y el que soy –al que armaron y siguen consolidando, obligándome al enorme esfuerzo de reconocer y desarticular no solo cuestiones de la niñez y la adolescencia, sino lo que programan, traman y realizan ahora– no puede.
Su aparente debilidad interpela a mi lado compasivo, y me hace ruido forzar demasiado la cosa. Le suelto a mi madre la frase de mi viejo aceptando que es como suelo decir: que el depto donde vive es de él aunque esté a nombre de ella, y que este, donde vivimos, que está a su nombre, es nuestro [quiero señalar que no dicen nada de lo que seguramente habrá que darle a la persona que lo cuida]. Apenas lo menciono vuelve a sacarse, y amenaza con ir para que lo diga delante de ella, y grita que hay cosas que “algún día vas a saber” (creo que se refería a cómo y por qué firmó la venta del otro depto).
La discusión, de nuevo, se diluye en sí misma, y sólo me quedo pensando en que ojalá hubiera defendido las cosas ante los demás tan aguerridamente como las defiende ante mí. En cambio, no pienso en cuando otra vez habló de “ayudarme con la plata” para que me vaya a vivir solo porque sé que el objetivo de esa idea es seguir manejándose con la guita de un modo deliberadamente intrincado.
Algún día voy a saberlas, pero parece que no ahora. Cuando crezca, quizá… Esto en particular no me importa demasiado ni me imagino que pueda cambiar algo. Pero no es sólo por eso o por aquella debilidad que no agito más allá (¿hasta dónde?) de esto que ahora veo como un límite o que, más en general, no activo. Ni por el desgaste chirriante que me significa confrontarlos, anverso del desgaste silencioso de callar. O por el desgaste previo de encontrar una ocasión y argumentos razonables aunque inútiles.
Es porque no sé qué hacer. Porque siento que no puedo nada y la experiencia me lo recuerda todo el tiempo, porque es obvio que no alcanza con irse solamente del lugar físico, porque –como hace diez años– no hay nadie a quien darle los anteojos para que los sostenga si me parece que estoy por desmayarme, porque no me veo en condiciones de bancarme una movida sin red hacia lo desconocido, a la que percibo como altamente proclive al fracaso y a dejarme en un lugar aun peor. Y porque no sé dónde ni cómo.
Mientras, seguimos haciéndonos mierda todos.

2 comentarios:

olga dijo...

Otra versión de algunos hechos:

Y últimamente, en diciembre, -recordarás que hará unos dos años decidió pulveizar su biblioteca, pidiéndole a quien-escribió-el-post que venda los libros (sé que esto afectó a quien-escribió-el-post, pero era tan pavo como yo, en vez de hablar, acató) - sé que quien-escribió-el-post eentró a la misma y cuando [lapersonaquelocuida] lpregunt+o c+omo estas, hola; le respondió "Vengo a buscar al ladrón". Nadie entendía nada, dado que quien-escribió-el-post es tranqui; pero estaba furioso (me contaron). La otra persona [H.] se defiende creo que diciendo que -mipadre- le regaló ese libro, el tema es que -mipadre- llama a ambos a su despacho. Los escucha ytermina diciéndole a quien-escribió-el-post: Él me habrá quitado cosas, pero me dio mucho más de lo que me quitó. Indudablemente era un hecho que H. había tomado miles de souvenires.


Me deja de una pieza leer esto. Más, incluso, que enterarme de que mimadre dice que aún ama a mipadre.

A veces las versiones así de deformadas son consecuencia de un largo teléfono descompuesto. A veces unx mismx deforma las cosas en el recuerdo, se queda con una parte del diálogo que resonó más, reinterpreta otras poniéndole palabras propias (que no son las textuales) a la impresión que le causaron, como un traductor-traidor. A veces pasan cosas sin que unx las registre. A veces... más posibilidades, que ahora no se me ocurren.
Para evitar todas esas deformidades, que siempre pueden suceder, y más en el ámbito de mi familia, y como sé de eso, grabé la conversación, y sé qué se dijo y quién lo dijo. Sin embargo, ese intento de conectar con la realidad y tener certeza de los hechos no aligera nada el peso que me causa que me vean así, o que me narren así y hagan que otrxs me vean así de deforme.

Trato de convencerme de que no es para tanto, de que algunas cosas -si soy un pavo o no- son parte de la subjetividad, son interpretaciones, y, al fin y al cabo, hablan más de quien interpreta que de lo interpretado. Me pesa porque esa lectura de la realidad me incumbe y entonces sé que está equivocada, y desde el error no se puede construir. Me sigue pesando porque además de quien intrepreta está en juego quien oye esa interpretación y compra la convincente exposición de quien habla (¡nunca la mía!), de modo que termino construidx ante los demás a partir de una mirada fallada y denigrante, y también ante mí mismx, porque todo su accionar va en esa dirección (porque me ven un pavo, me tratan como un pavo y me convierten en pavo).

No me pesa, me aplasta cuando deja de ser una lectura de la realidad para convertirse en una narración de cosas que están fuera de ella. Cuando no es una cuestión de subjetividad, sino que se refieren hechos que objetivamente no pasaron y palabras que no se dijeron. ¿Cómo se habla con alguien que está fuera de la realidad? ¿Cómo se cambia algo que incluye a quien está fuera de la realidad?
Eso es desolador, es demoledor. Es más de lo mismo. Es una prueba más de que vivo sitiadx por una contumacia que no puedo romper y que me asfixia.

o. (dicartio) dijo...

Este era un blog donde algunos comentarios consistían en citas de diversos autores. Y también fue un blog en el que se solía citar a Fabián Casas.
Para retomar ambas costumbres:


Yo voy a empezar hablando de los hermanos Chitarroni. Fueron clave en esa época de la vida que es la infancia, donde uno carga el combustible que va a tener que usar hasta que se muera. De la calidad de este líquido depende qué tipo de persona vamos a ser cuando las papas quemen.