viernes, 12 de octubre de 2012

Monstriter

Esto sucedió hace mucho. El tipo vino a casa mandado por la administración del edificio para arreglar un problema de humedad. Mi madre, con su facilidad para sociabilizar, rápidamente se puso a hablar con él, y siguieron en contacto más allá de las tareas de plomería. No sé cuánto tiempo pasó desde su aparición hasta que podría decir que se hicieron amigos, pero empezó a ser frecuente que llamara por teléfono o que viniera a casa no por tareas profesionales. Algunas veces se habrán encontrado para tomar algo, otras habrán tenido esas charlas en la cocina de casa con la puerta cerrada. Una de esas fue cuando escuché que mi madre le decía, hablando de mí: “Ahora recibe llamados y se hace llamar Marcelo”; otra fue la única vez que me habló más allá del saludo de rigor, que sólo ocurría si yo estaba en el living: esa mañana hizo una referencia a la Historia Argentina de Rosa que nos miraba desde la biblioteca, como tanteando mis inquietudes intelectuales o ideológicas.
Hay algo muy característico de esta familia, que es no decir las cosas claramente, sino que uno se vaya encontrando con retazos de información, con una cosa dicha una vez, con otra oída otra vez, con algo de lo que te das cuenta diez años después. Para armar con todo eso un rompecabezas siempre fallido. Así, no sé cómo ni por qué, alguna vez mi madre me habrá dicho o habrá comentado hablando por teléfono –sin medir, a diferencia de lo que suele hacer, el volumen de su voz– que el tipo este había sido guerrillero y había estado desaparecido. Y dos o tres veces quedaron en la mesa del living publicaciones en las que participaba, dando curso a su militancia en los años de democracia: recuerdos épicos de compañeros caídos, participación solidaria en el hospital Borda, en movimientos sociales, con las fábricas recuperadas, anécdotas de militancia como la de poner pelotitas de ping pong llenas de ácido en las latas de kerosén que vendían los supermercados para que, un par de horas después, se incendiara el lugar…
De hecho, una tarde caminaba por la avenida Jujuy, cerca de Brukman, y reconocí su voz detrás de mí. Iba hablando con una mina, quejándose del comportamiento inapropiado de algunos compañeros o manifestantes con un "esto no pude ser" y aliviándose porque “suerte que no se dieron cuenta”. Aminoré mi marcha para dejarlo pasar y comprobar si la voz que había reconocido era la suya. Y era.
Corte que una vez encontré, entre los papeles apilados que caen al piso en el desorden que mi madre le imprime a esta casa, una esquela que el tipo le había escrito. No me acuerdo de qué hablaba en esas pocas líneas, de nada recordable, por lo visto, salvo por un detalle: hablaba de mí. Y se refería a mí con el término “monstriter” o “monstriger”. La letra manuscrita transformaba en ilegible esa palabra inventada, pero más o menos decía: “¿Cómo está el Monstriter?”.
Me acordé de esto porque el otro día estaba buscando info sobre el ejemplo poco feliz de Barone y caí en una página de estilo nostálgico setentista en la cual publican sus escritos. Esa retórica apolillada en la que aparecen el hombre nuevo, los milicos (¡qué palabra vieja, por favor!), el compromiso y la solidaridad, los compañeros y las compañeras, el infeliz de Galeano (no sé quién es más infeliz, si Galeano o los que lo citan), los marginados –en las cárceles, en los hospicios, en las villas–, la información alternativa…
El mismo tipo que derrocha sensibilidad social y humana, y que milita y da clases en las villas, que lucha contra el capitalismo y cree en la poesía y en la difusión de esas luchas –el mismo que dice que no atacaban a seres humanos, sino a los milicos y a sus aliados burgueses–, se refiere a otra persona, a una persona que no conoce, a mí, de ese modo repugnante. De una forma que no sólo le quita el nombre, sino que lo reduce a la monstruosidad, a la freakez, a lo no humano. De una forma que me convierte en no humano y que me iguala, en ese sentido, a los “milicos” y a sus aliados.
Por cierto, no fue de la nada que se refirió a mí de esa manera. Fue, sin duda, a partir del relato que mi madre le hizo de mí. Ese relato que la llevó a decir “está en su nido” cuando una amiga de ella que vino a casa preguntó por mí. No dijo “está en su pieza”. Dijo “está en su nido”. Y como ella también puede referirse a mí quitándome mi condición humana, no sé quién de los dos inventó la palabreja que, según interpreto del contexto, ya habían usado antes.
Y mientras ambos siguen vendiendo humo, espiritual o social revolucionario, según sea el caso, con relativo eco, yo, desde acá, desde este cuasi anonimato y esta cuasi insignificancia, cuento su reverso, una historia que a lo largo de tantos años nunca pude contarle a nadie.

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