sábado, 25 de enero de 2014

Pensando en comer

¿Qué le falta a mi cuerpo?,
que me lo pide tan dramáticamente

Hace un par de meses, en una entrevista radial, Gabo Ferro se refería a sus shows y a la conexión con el público: “El concierto está bueno sólo si del otro lado alguien está jugando con vos. (…) Si del otro lado tenés a alguien que está pensando que tiene hambre y que se va a comer unos ravioles cuando se vaya de ahí, del concierto, es difícil que eso se complete. Vos podés hacer muy bien tu laburo, pero si del otro lado no hay alguien que está jugando con vos y que está pegando ese mismo viaje, la cosa no está resultando. Entonces, sin duda, el concierto se hace con todo lo que está sucediendo ahí. También con el contexto: por ejemplo, si voy a tocar a un lugar donde tienen una barra al costado, siempre pido que no se sirva nada durante el concierto porque, obvio… Y, aparte, yo me disperso muy fácilmente”.
El entrevistador señalaba lo común que se ha hecho en los últimos años tocar en lugares donde se sirven comidas y bebidas y se escuchan ruidos propios de un restorán, y Gabo agregó: “Y el perfume… Más bien, el olor”.
Sus palabras, como flechas, o misiles intercontinentales, me interpelaron desde diversos sentidos. El más directo tiene que ver con que yo suelo comer en los recitales, incluso en los de Gabo, donde considero imprescindible el silencio, tanto que recuerdo cuánto me perturbó el sonido de los espectadores acomodando sus culos en las butacas de un teatro, antes o durante “Dios me ha pedido un techo”.
Disclaimer: siempre tuve la precaución de comer entre tema y tema, mientras la gente aplaude, para que cualquier probable sonido pase inadvertido.
Y, quiero aclararlo, no pienso en lo que voy a comer dentro de un rato y no como porque tengo hambre. Como ahora porque si no me desmayo. O casi. No sé por qué, pero mi cuerpo desde hace años funciona así (de mal), y me tiene la paciencia colmada y el ánimo horadado. Yo como lo mismo que comés vos, o tal vez más, y de golpe, a las dos horas, en cinco minutos, me asalta una sensación propia de estar horas y horas en ayunas, como si viniera sin comer desde el desayuno y fuesen las cinco de la tarde. Y me convierto en el conejito de Duracell no; en el otro, el que palma.
Es como si mi cuerpo no acumulara la energía, como si esta desapareciera una que vez la comida se va del estómago. O no acumula o no manda señal de que acumuló. O si la manda, alguien no la lee, porque –caso extremo, pero cierto– hace una hora y media comí treinta y seis (36) ravioles, y no es razonable que me sienta así de mal, con la presión y/o el azúcar bajo cero, la cabeza que se me empieza a apagar y el (resto del) cuerpo que deja de responderme normalmente… Y el jugo Ades que llevé sólo me da autonomía para media hora más…
(Dicho sea de paso, los que sí se acumulan son los kilos de más en mi abdomen). Así, voy por la vida con un montón de comestibles en los bolsillos (y ahora, en verano, que no se usan camperas y hay menos bolsillos disponibles, los llevo en una patética y frustrante bolsita), con la banana en un bolsillo del pantalón, con la bolsa de pasas de uva, con el jugo, con plata para comprar algo si mis previsiones y mis provisiones no alcanzan…
Cada uno de los médicos que consulté durante estos años fue incapaz de descubrir las razones de esta situación. Y literalmente me cansé de que me manden análisis cuyos resultados siempre están razonablemente bien, me cansé de pagar un prepago al pedo, de la energía, el tiempo y la expectativa (y la guita) que conllevan una visita al médico para que me diga que estoy bien. Y de que Su Palabra tenga más valor que la mía o que mis sensaciones. De que si los análisis que se le ocurrieron dan bien, estoy bien, aunque yo me sienta mal.
(Un recuerdo especial para la nutricionista que, cuando le hablé de mi vegetarianismo, me dijo que en vez de comer tostadas comiera pan, para que me llenara más. Lo curioso fue que en ningún momento le dije que comía tostadas. Y, señora, de paso, años más tarde, le digo: vivo a harinas –en especial harinas con miga– con ese fin. No hace falta que me lo diga usted. Es más: últimamente evalúo vivir comiendo pizza y nada más).
Durante bastante tiempo no hablé de esto con ningún médico porque más o menos lo manejaba –al menos, dentro de mi vida versión restringida, que acepté casi naturalmente, tal vez porque nunca tuve otra, no una que sintiese propia y fuese grata– y, sobre todo, porque cuando lo hice no sólo no encontré resultados satisfactorios, sino que sumaba frustración la incomprensión de parte de ellos respecto de lo que trataba de decirles. La falta de resultados se repitió el año pasado, cuando lo intenté con una médica que al menos me escuchó, pero que me dijo que estoy sanx y que fuera al psicólogo. O que hiciera terapia hipnótica regresiva con ella… Sin embargo, en estos últimos dos o tres años noté que la demanda de combustible es mayor. Mi referencia son los recitales, en donde solía alcanzarme con comer mucho antes de salir de casa y con unas pasas en el bolsillo. Ya no. Ahora es pasas, jugo, tal vez una banana, y saber que es bien probable que termine comprando unas empanadas o algo similar en la barra. Y en estos últimos meses es aún mayor, y son varias las veces que me despierto sintiéndome así de mal, y tengo que ir a la cocina en busca de la banana, el jugo, un pan o lo que encuentre en la heladera para cargar la energía que me permita seguir durmiendo (!).
Tal vez este post sirva de entrenamiento para un nuevo intento.
Otra de las cosas que suman a esa interpelación es que me recuerda las dos o tres veces que en estos últimos tiempos pasé por diversas aulas de diversos establecimientos educativos (bah, por los pasillos pasé, junto a la puerta del aula) y vi carteles que recordaban la prohibición de consumir alimentos y bebidas en ellas. Me acordé de eso y de la vez, el año pasado, en que fantaseé con hacer un curso de cierta actividad que a veces me permite ganar unos pesos, la cual, en un alarde de autodidaxia, desarrollo sin haber estudiado en ningún lugar. Lo cual me dificulta conseguir nuevos laburos porque “¿dónde estudiaste?”…
La primera inquietud que me acechó, antes de pensar en cómo juntaba los 400 mangos por mes, y antes de leer la parte en donde descubrí que mis saberes no calificaban para el curso, fue ¿aguantaré? ¿Se molestará el-la docente si como en clase? ¿Comprenderá mi explicación? ¿Se bancará un “elegí: tenés un alumno comiendo o tenés una alumna desmayada”?
(Recién ahora, escribiendo esto, registro la posibilidad de la educación a distancia. Sin embargo, con ella también viene el recuerdo de cuánto me costaba estudiar algo de una clase a la que había faltado –y por eso trataba de no faltar– y, sobre todo, que ir por ese lado sería una forma de aceptar la discapacidad, de aceptarme como discapacitada. Y sin subsidio, ja).
Y la tercera de las interpelaciones remite a eso de que quien está pensando en comer no está plenamente donde está, sea en un recital o donde fuere, sino en un viaje distinto, que impide que las cosas se completen… ¡Todo el tiempo me pasa eso! Todo el puto tiempo tengo que estar donde estoy y, a la vez, pendiente de cómo me siento o cómo me voy a sentir en breve y de cómo manejar la situación llegado el caso de una crisis. Y manejarla sin que los demás se den cuenta, porque no tengo ganas de explicarles, ni de que se preocupen más de la cuenta ni nada.
(Así, el 24 a la noche ya 25, en un lugar donde no sé para qué voy ni para qué me invitan –salvo para ser lo freak de la reunión, según (me) siento a veces–, había pasado el tiempo de la comida, la mesa había quedado lejos, y yo empecé a flaquear. El vaso vacío me dio la excusa de ir a la cocina a servirme agua, y en la heladera encontré algún sánguche de miga que quedaba. Comí un par de bocados, y como no daba dejarlo ahí, mordido, y no me dio volver con el chegusán en la mano, como una muerta de hambre que va solo a comer, ni tampoco quise estar en una situación donde había que ponerse a explicar, me lo guardé en el bolsillo del pantalón para comerlo en cuanto pudiera. Ponele).
Es como vivir en estado de supervivencia, sin poder ir más allá. Sin poder darle una dedicación exclusiva a lo que hago, sino, más bien, regulando la energía para que dure más –y así, por ejemplo, no aplaudo en los recitales cuando termina una canción– y regulando los comestibles que llevé, los cuales, por cierto, no solucionan el asunto, sino que únicamente me permiten aguantar, estirar la cosa sin tocar fondo hasta llegar a un lugar que sólo será un poco menos provisorio.
Una forma de no vida, de vida a medias, incompleta. E interminable. Un tercio de mi vida así…

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