domingo, 30 de marzo de 2014

Brown snake (II)




¿Las ambulancias terminan devorándose todo?

La morguera se traga el cuerpo
antes que la tierra
o el horno.
Todo lo demás queda.
Todo.
Una presencia gaseosa,
a veces tan imprecisa
como la que hubo antes
de que cerraran la puerta de la Trafic.
Un torbellino disuelto
cuyas partículas
quedan adheridas
a los días.
Hasta cuándo.

Así en el foro como en la vida

[UserName]:
Has sido baneado por: Conflictivo.
Momento en que será levantada tu sanción: Nunca.

Diarios viejos

Uno de los días de cortes de luz, seguramente uno en que el calor no era incapacitante, ordené y separé unos diarios viejos para que mi encarnación cartonera los venda. Había algunos bastante viejos, por ejemplo un Clarín de 2009, en el que entrevistaban a Andrés Calamaro.
La nota comienza recordando al Calamaro de hacía 20 años, el que tocaba en plaza Serrano para despedir el año y tomaba títulos de los Doors para darles nombre a sus discos. Sobre aquel tiempo dice el novio de Micaela Breque: “Hace 20 años el país era otro, Palermo era otro. Argentina estaba desarmada en una escalera inflacionaria de caos, cortes de luz y devaluaciones. Tocábamos con los Hermanos Arizona mientras la gente se agarraba a trompadas…”.
Y de pronto, sin TV ni internet, no sé si el diario habla de 2009, de 1989 o de ayer…

Despedidas (II) * De nuevo

Ya dije tanto (y tan vano) en todos los mails anteriores, en todo este tiempo, que no da decir mucho más.
No me hace bien esto. No está bien esto. Y evidentemente va a seguir pasando. Está pasando. (Pasó de nuevo, el 21).
Entonces, de nuevo, me bajo acá.
No tengo ganas de escribir mails (menos invasivos que el teléfono, por cierto), es decir, tratar de comunicarme, y que sea al reverendo pedo. No tengo ganas de que rechaces al niño de 5 años que fui o a un adulto que quiere compartir algo que le gusta, y que lo pone contento: que quiere mostrarse contento (“No me pesa exponer mi alegría/emoción/regocijo, y menos ante quien me aprecia, ante quien siento afín, ante quien quiero. Es de lo mejor que puedo dar”, dijo Olga hace cuatro años).
No tengo ganas de que digas que te gustaría ir a un recital conmigo y no vayas a ninguno de los diez recitales que hubo este verano (más los cuatro de este mes). No tengo ganas de que respondas rápidamente sólo cuando tu paranoia te agita o cuando otro se muere.
No tengo ganas de que me niegues lo que le permitís a la señora militante delante de mí: un gesto de afecto.
No tengo ganas de señalar lo Importante que sos, que fuiste –y que nunca pude decir de modo que no le encontraras un pero–, ni lo que te voy a extrañar. Lo que te extraño. Ni cuánto lamento que esa importancia o que mi aprecio y estima, si se llama así, no sirvan. Igual, eso no te lo puedo reclamar. En cambio, tanto silencio, tantos intentos –tantos “te invito” – sin respuesta son una chotada. Curioso, vos que me decías egoísta, que decías que en tu entorno (del cual siempre estuve afuera) también había egoístas, procedes así.
También es al pedo preguntarte por qué, aún hoy, no puede haber una foto nuestra. O por qué no compartís una idea, un texto, una música. Por qué no se puede discutir una idea. Porque no habrá respuestas. Nada nuevo, salvo el mismo encierro, reforzado.
Sólo agregar, anticipando a Olga, que me cago en la militancia, como en toda otra forma de religión. Ese día póstumo, en un lugar lejano, lleno de paranoicos, sentados en un tronco tan fino como incómodo (lugar apropiado para la tensión que se (te) notaba: ni un cordón de la vereda ni una vereda con la espalda en la pared: ese tronco), destacabas a la gente que hace. Me cago en el hacer. Mi viejo hizo. Hizo un lugar y lo sostuvo 50 años. Hizo una Obra. ¿Y? Me cago en hacer y más me cago en los que creen que hacer significa algo. En los que se creen gran cosa por hacer. Por “luchar”. Síndrome de Karadagián…
Y que no quiero odiarte. (Y, fuck, ojalá no sea tarde). No quiero ver en cada rechazo tuyo la versión 2013 (2012, 2011…) de otros rechazos. Tanto silencio dice evidentemente lo insignificante que soy para vos. Como decían lo contrario los mails de 10000 caracteres o las veces que tus ganas de hablar conmigo te llevaban a un locutorio o a cruzarte la ciudad para verme.
En fin, no tengo ganas de esta distancia hiriente, del diario garzo nicotínico de tu silencio. Yo suelo hablar de P., que de ocho mails me contestó uno, y me resultó obvio que no daba escribirle más. ¿Qué queda para esto? ¿Te parece razonable? ¿Te parece considerado? Queda decírtelo explícitamente porque me importás más que ella, porque me conociste a través mío y no por mis viejos, y porque a veces estuvimos cerca, si no percibí mal (porque me viste, como me descubrí diciéndole a la médica aquella vez).
Cuando es tan obvio que los demás no quieren darte un lugar, hay que irse para no molestar y también por autorrespeto.
Esta vez, a diferencia del otro mail, no tengo los ojos mojados. Tengo un vacío horrible en el alma, en la sangre. En el futuro, que llegó, y me va a llevar puesto. Como siempre.
(Mentira, ahora sí tengo los ojos mojados y la sensación de que se va una parte de mí. #PendejaDelOrto).
Lo demás te lo escribí mil veces, no sólo en ese mail que supuestamente se te borró.
Chau, X.

Quejándome

Antes de publicarlo, borré una frase de este larguísimo post en la que decía cuánto me gustaría cruzarme con alguno de los miserables y/o pelotudos defensores automáticos y monocordes de este gobierno neomenemista para saber con qué argumentos pueriles iban a explicar que no hay crisis energética y que no hay responsabilidad estatal en los cortes de luz, el abandono a la población, etc.
El otro día –hace como un mes, ya– me encontré con unos (post)adolescentes militantes que repartían folletos en una esquina de mi barrio. Sin hablarme, sin alejarse de la bandera de La Cámpora que habían parado contra la pared, me dieron dos. Uno, firmado por Presidencia de la Nación, era del plan Progresar, esa mierda por la cual les pagan a los pibes para que vuelvan al colegio. ¡Hijos de puta! ¡Yo quiero mi retroactivo! Yo quiero que me paguen por haber vuelto al colegio y haberlo terminado mientras laburaba en negro.
Esta payasada, que ya implementaban hace tiempo algunos locales K, financiados por no sé quién (entre mis borradores inconclusos hay uno de hace dos años sobre el tema), termina de consolidar la equiparación entre cursar y aprobar dado que el docente se ve compelido a aprobar al alumno ya no para no perjudicar su eventual progreso académico, sino para no sacarle guita del bolsillo.
El otro, firmado por La Cámpora, pretendía explicar “¿qué está pasando con las redes de distribución eléctrica de Edenor y Edesur?” y, obviamente, responsabilizaba a las empresas: “El Estado nacional está trabajando para solucionar el inconveniente generado por las compañías Edenor y Edesur”. Si eso fuese cierto, sea por ineptitud o por connivencia, llegaron un poco tarde: ¡hace más de diez años que gobiernan! Pero no lo es: los cortes fueron la consecuencia de una política energética basada en tarifas artificialmente baratas, que finalmente obligó a la importación de energía, la cual les permitía otro tipo de negocios a algunos funcionarios.
El folleto habla del aumento de la demanda y de la falta de inversión de las empresas, pero no dice que los subsidios al consumo propiciaban esa mayor demanda y que el Estado, en lugar de controlar las inversiones necesarias para responder a tal incremento, toleraba su ausencia como una suerte de compensación a las empresas por no dejarlas aumentar las tarifas. Culpa al GCBA, que “autoriza emprendimientos inmobiliarios indiscriminadamente”, pero los cortes más prolongados no fueron en Villa Urquiza, sino en Mataderos, donde no hay grandes torres; y también hubo cortes en el Gran Buenos Aires, en Avellaneda y en Lanús especialmente. Menciona la ola de calor récord, y, si se dio un fenómeno natural muy infrecuente, entiendo que puede ser un atenuante significativo; pero cuando sucedió el tornado de Semana Santa, hace dos años, nadie culpó a Edesur por los días sin luz en Ituzaingó o Haedo. ¡No son coherentes ni para mentir…!
Como siempre, aquellas ganas iniciales no prosperaron porque suelen ser más declarativas que otra cosa, porque salir de mí es un paso siempre arduo y casi siempre frustrante, por la sorpresa del encuentro y porque no leí el texto de los folletos en el momento en que me los entregaron. Y porque no tengo la chispa para entablar una discusión ni la habilidad para lograr que mi visión resulte plausible. Entonces, no les dije nada sobre el asunto de la luz ni tampoco sobre lo llamativa (o no) que me resulta esa dilución de la frontera entre lo estatal y lo meramente partidario que se manifiesta en la forma de repartir los volantes.
El ignífugo Daniel Scioli, que ya cancherea su máster en palabras que no dicen nada, apareció por aquellos días de diciembre en la tele. Lo vi en dos programas el mismo día a la misma hora, con Bonelli y con Fantino, antes de que los cortes de luz me tocaran a mí. Con su discurso optimista y lleno de confianza (fe, trabajo y esperanza; juventud, todos juntos), dijo que después del 23 no iba a haber más cortes porque iba a bajar la temperatura y por la menor actividad estacional.
Recuerdo que lo de la temperatura me llamó la atención. Antes de Navidad los noticieros hablaban de “calor hasta el año que viene”, y luego, de pronto, el Servicio Meteorológico achicó el plazo, pronosticando –vanamente– lluvia y alivio para dentro de dos o tres días. Que siempre se postergaban. Hasta este año. Curioso. Sobre todo en un tiempo en que la temperatura era la versión 2013 del riesgo país.
La realidad, claro, se encargó de desmentir al gobernador. La actividad disminuyó por las fiestas y los feriados, la temperatura finalmente bajó… y los cortes siguieron. Y por Almagro o Caballito los grupos electrógenos gigantes estuvieron hasta tres meses en las calles con su ruido y su tentadora –para terroristas– carga de combustible.
Pero Scioli no se preocupa. Las mentiras en que funda su voluntarismo no suelen recordarse. Es una encarnación del juliogrondonismo que se sintetiza en la frase “todo pasa”: puede decir cualquier cosa, mentirnos en la cara, impunemente, impúdicamente, que su imagen parece no afectarse.
(De modo similar, aunque sin la probada experiencia del cemento de la cara de Scioli, ahora salen unos cuantos muñecos oficialistas explicándonos didácticamente la verdad esclarecida que poseen: la inflación no va a ser del 4% todos los meses, así que no debemos proyectar ese número para pedir aumentos de sueldos. Tienen razón: en febrero no fue 4, fue 3,4… Y en marzo o abril habrá más aumentos. Pero cuando se compruebe la –evidente– mentira de estos soretes que hablan en lugares donde no les repreguntan y solo les tiran centros para que digan lo suyo, no importará. No se recordará. Como un signo de la época, se habla para que otro no hable, no para que se recuerde lo dicho).
Mientras, le gente se moría. No fueron más de cincuenta, como en Once o en La Plata. No murieron todos en el mismo lugar o al mismo tiempo, no tuvo ese impacto, pero se murió gente. Y el gobierno de la presidente ausente comunicaba a través de Julio “Tornado Sin Viento” De Vido, que culpaba a las empresas o mandaba a Macri a trabajar más horas (?), o del Jefe de Gabinete de Duhalde, Capitanich, que antes de ir a la largada del Dakar dijo que los cortes solo afectaban “al 1 o 2 % de los usuarios”, en consonancia con las declaraciones de la miserable vocera de Edesur, para quien los cortes eran “problemas individuales”.
O mediante el sorete mal cagado de Daniel Paz, con sus ¿chistes? falaces, y la harpía mi$erable de Bonafini, que no se perdió la chance de regalarnos sus habituales provocaciones: le daban vergüenza las protestas porque “no corresponde quejarse”, ya que debemos pensar “en la gente que no tiene porque no puede comprar, porque no tiene laburo, porque no tiene casa, porque lo que tiene son chozas” (raro esto que dice, ya que venimos de una década de éxitos sociales) y que quienes tiran comida “tienen el freezer lleno, mientras hay gente que todavía no puede comer; entonces, los que tenemos no nos quejemos tanto”.
Y, de nuevo, por Julio “Trenes Sin Freno” De Vido, quien el 26 de diciembre declaró que “el sistema opera con normalidad y cuenta con reservas adicionales” y que “se instará a las energéticas a cumplir con el contrato de concesión y resolver los problemas”. ¡El 26 de diciembre! A mí me cortaron hasta el 3 de enero.
Y dijo más: “Desde el Ministerio de Planificación intentamos dar una respuesta a los usuarios a través de personas con nombre y apellido. Yo le pido a la gente que confíe en nosotros y nos llame”. Difícil enterarse de adónde llamar si no tenés luz. Estúpido confiar si te mienten en la cara. Yo me gasté los dedos llamando al ENRE, donde nunca me atendió una persona, sino, siempre y cada vez, un contestador automático. En cambio, cuando llamé a Edesur, en algunas ocasiones, incluso una a las tres de la mañana del primero de enero, logré hablar con personas. Que, por cierto, no me dijeron nada distinto de lo que podría decirme un contestador.
En este tiempo todos somos electrodependientes. Y los edificios invivibles donde malvivimos –cuanto más modernos, más invivibles– nos hacen aún más electrodependientes. Entonces, cuando aparecen estas lacras que nos pelotudean descaradamente, quiero ir a cagarlos a trompadas. O, mejor, quiero usar sus casas, sus bidés, sus duchas, sus heladeras, sus televisores; no te digo sus aires acondicionados porque no tengo y porque no me gustan (aunque si hace 35 grados acepto…). Quiero comer su comida, quiero irme de vacaciones con su guita hasta que vuelva la luz. Quiero tener las veredas de sus mansiones y no una vereda rota con cables que salen de un grupo electrógeno ruidoso y lleno de combustible que estacionaron junto a ella durante dos o tres meses.
Pero, ya sabemos, a Máximo lo enoja muchísimo que se corte la luz. ¡Tres días sin luz dice la hija de puta! Acá, a seis cuadras de casa, hay gente que estuvo ocho días. Y hay otros que estuvieron veinte días con cortes a cada rato. Y ella sin dar la cara. Seguramente porque no tiene cara, sino apenas un rictus construido a base de bótox y toneladas de maquillaje.
Bueno. No solo ella. Nadie dio la cara realmente, más allá de las apariciones de María Vidal. Parece que era muy difícil prever la emergencia, aunque por años se habló de la crisis del sector energético, corriendo el riesgo de ser denostado por los fanáticos defensores del oficialismo y también el de ser objeto de burlas cuando los cortes que sucedían cada invierno y, sobre todo, cada verano no tenían esta magnitud. Y parece que, ya en la emergencia, era muy difícil acercarse a la gente, en vez de dejarla a la deriva. Era muy difícil llevarle agua y un grupo electrógeno para llenar los tanques de agua (como hizo, con bastante demora, el gobierno municipal de De la Rúa en su momento). Era muy difícil decir: “Pasó esto, lo solucionamos (de verdad) tal día. Mientras, les brindamos este paliativo”.
En cambio, como en el corte de 1999, las empresas impunes y el Estado fueron cómplices en la mentira y el abandono a la población.
(Por cierto, ¡qué bueno sería saber qué pasó realmente! Y que los responsables paguen. Decime si no califica como estrago lo que pasó…).
Si bien no son tan tremendas como esta, el forreo a los usuarios tiene más versiones. Una de ellas la encuentro en los LCD que el mitómano serial Randazzo puso en las estaciones de tren. Y no lo digo porque a menudo dan información equivocada y, por lo tanto, nunca son confiables. Lo digo porque su diseño lleva implícita la mentira: no hay forma de comprobar en la pantalla si el sistema funciona bien, si era cierto que el tren iba a llegar en nueve minutos: tenés que tener un reloj para saber si el tiempo se cumple o no. No costaba nada que tuviera un recuadro donde mostrara la hora; pero, claro, eso habría puesto en evidencia las demoras que se disimulan estirando los minutos, los cuales a veces duran muchos segundos más que sesenta.
Otra, que descubrí unas semanas atrás, se relaciona con la desaparición de los teléfonos públicos en buena parte de la ciudad, algo de lo que hablamos hace mucho y que ahora se ha potenciado casi hasta el exterminio. En la 9 de Julio no hay un puto teléfono público, por ejemplo; sin embargo, en Mataderos hay un montón porque, claro, Mataderos es en la loma del orto y allí no llegó la modernidad de quitar los teléfonos públicos.
(Y que nadie venga a decirme que los sacan por el vandalismo. El GCBA se propuso mantener la limpieza en las estaciones del Metrobús de la 9 de Julio y lo hace: he visto hasta operarios de limpieza, rociador en mano, lustrando los caños de las estaciones… Se quiere, se puede. No me jodan).
La llamada debería costar 23 centavos. 25, porque –ya empezamos con los choreos– no dan vuelto. Pero no. La otra vez esperaba vanamente a alguien en una estación de trenes y, como no llegaba, y como no tengo celular, lx llamé desde un público que hay en el hall (los del andén los quitaron; los de la vereda, también). ¡¡50 centavos me costó la llamada!! Lo mismo me cobraron el otro día en un locutorio.
¡Hijos de puta! ¿Cuándo aumentó? (Respuesta: nunca).
Y, claro, este aumento es lo de menos. Son centavos, es poca la gente que usa un público. Pero, me pregunto, ¿los pliegos licitatorios no les exigían a las empresas que instalaran y mantuvieran un número mínimo de teléfonos públicos? Porque hasta de la puerta de los hospitales públicos los sacan. En una vereda, un hospital público; enfrente, una comisaría. Y los teléfonos, desmantelados o erradicados…
Sospecho que la retirada de los estos aparatos tiene como fin sumar un elemento más para que todos usemos el celular, cuya tarifa no está congelada –como sí lo está la del teléfono fijo– y cuenta, además, con triquiñuelas infinitas. Esas trampas eran tan groseras que hace poco la Secretaría de Comunicaciones dictó una resolución donde estableció el cobro por segundo de las llamadas por celular.
El mismo Estado, no obstante, fue cómplice de las telefónicas al permitirles cobrar sin fraccionar los primeros treinta segundos, de modo que una llamada de ocho segundos cuesta lo mismo que una de treinta. Es decir, el Estado sigue permitiendo que nos roben, pero un poquito menos que durante estos tres o cuatro lustros. Por su parte, las compañías, obviamente, modificaron sus planes, limitaron beneficios y pasaron a cobrar un cargo fijo por establecer la llamada.
Nadie protesta en general por estas cosas. No protestan y creo que ni lo notan. Nadie va a protestar por que quiten los teléfonos públicos. No esa enorme mayoría de gente que paga gustosa las tarifas usurarias del celular para lucir ese símbolo de estatus en clase, en el colectivo, en su escritorio, para apretarlo en su mano y, como si esta fuera un puerto USB, cargarse de su vibración tecnológica. Solo cuando se pudre todo parece haber margen para una reacción, que, finalmente, se consume junto con las bolsas de basura que arden en una esquina cualquiera y dejan sobre la senda peatonal esas huellas del caos con las que estamos habituados a convivir.
A mí también se me consumieron esas ganas intensas de decirle a un hipotético pero concreto alguien mi furia, las de aquella tarde en que bajé para llenar un balde en la vereda y en esos dos minutos el calor fue tan hiriente que fue el más intenso que recuerdo haber padecido, las de la madrugada en que estuve a nada de desnudarme en la vereda para bañarme al pie de la única canilla del edificio que no depende de la bomba de agua.
Si me encuentro con uno ahora y logro descifrar, o construir, la oportunidad de decirle algo, quizá me diga que no fue para tanto. Quizá me diga que no hubo cortes de luz, tan entrenados en repetir mentiras, como esa del supuesto Bergoglio dándole la comunión a Videla…
Por suerte para ellos –y para mí–, el calor no se hizo presente ni en febrero ni en marzo. Si no, me iban a encontrar en alguna esquina cortada con bolsas en llamas, golpeando los postes de luz con un martillo. O escribiendo más posts como este.