domingo, 3 de mayo de 2015

Impuesto a la herencia

Como en casa estamos en plan de recortar gastos, desde hace un tiempo ya no recibimos el diario todos los días, sino solamente los fines de semana. Me impresiona notar cómo se (des)acostumbra uno a las cosas. Porque antes era muy notoria la sensación de ausencia cuando –digamos, un feriado– no estaba el diario para hojear a la hora de mi desayuno. Algo faltaba, y producía una sensación incómoda. Ahora, en cambio, le doy mucha menos bola, y a veces directamente no lo abro hasta la noche de ese sábado o domingo, hasta que esté al pedo en la cocina, picoteando algo.
Así fue cómo, en una hojeada tardía, caí en un artículo de un ex economista de Carrió (antes de que Carrió se transformara en esto que es ahora), un tal Rubén Lo Vuolo, sobre la situación impositiva en el país. El chabón dice algunas cosas con las cuales no se puede estar en desacuerdo, nada dice de otras con las que acordaría (ni una palabra sobre reducir la alícuota de un impuesto tan regresivo como el IVA, por ejemplo), y finalmente me hace estallar de ira cuando el muy pelotudo, o sorete, propone, amparándose en una cita de Piketty, un impuesto a la herencia.
Vivimos en un país donde el acceso a la vivienda propia es casi imposible, aunque tengas trabajo y tu trabajo sea en blanco, aunque ganes 12 lucas en blanco; donde el único modo de poder alcanzar el techo propio es que se mueran tus viejos para, con la herencia –y si sos hijo único–, llegar, por fin, a comprarte algo. A los 36. O a los 42. O a los 50.
En ese contexto aparece el muñeco este, siguiendo la línea marcada por Scioli (que promovió un impuesto de esta índole en la provincia que gobierna), reclamando, con pretensiones de progresismo, que se graven las herencias. Habla de la concentración de la riqueza, de que se subsidia a las familias de altos ingresos, y más palabrerío bienpensante.
Sin embargo, en la realidad, en su aplicación bonaerense, el monto no imponible es irrisorio. Después de la actualización que hicieron –que ya lleva un par de años sin modificarse y que fácilmente puede estar en camino de emular lo que sucede con el impuesto a las ganancias–, si sos heredero forzoso, comenzás a pagar a partir de recibir 250000 mangos (el 4% del total, que se paga siempre, más 5000 pesos en este tramo inicial de la escala).
Porque, como todos sabemos, 20000 dólares es una re fortuna. Sos un Ricardo Fort con esa guita, te comprás dos propiedades y el Rolls Royce…
Como siempre sucede, al menos en este país de mierda, cada impuesto es manipulable en orden a incrementar los ingresos que produce, como si el Estado fuese un yonki que necesita una dosis cada vez mayor. Entonces, el impuesto al cheque sigue vigente catorce años después de ser implementado por Cavallo. Y ya sabemos qué sucede con el impuesto a las ganancias y la deliberada desactualización del mínimo no imponible.
Por lo demás, el nuevo Código Civil, pactado con quien fue el jefe de la oposición y en unos lustros será San Francisco de Buenos Aires, amplía de 20 a 33 el porcentaje que se puede testar en beneficio de quienes no son herederos determinados por ley. Y como ese porcentaje sólo afecta la parte de los hijos –y no la del cónyuge, cuya mitad permanece intacta–, estos pueden quedar aún más lejos del departamento propio.
En su argumentación, Lo Vuolo dice que lo recaudado por impuestos sobre ingresos y rentas es muy bajo. Yo les preguntaría a los que pagan ganancias qué opinan de esa afirmación. Por ejemplo, a los apretados pasajeros cuya conversación escuchaba en el 341 que tomé la otra vez en Polvorines a las siete de la tarde les preguntaría, ya que uno de ellos paga ganancias y el otro se salva porque las horas extras se las garpan en negro.
Agrega que los impuestos sobre la propiedad recaudan muy poco, y yo, intuitivamente, diría que lo que se gasta es mucho. Sobre todo –y más allá de la que se chorearen–, que gastan mucho en pelotudeces. En subsidiar a los hijos de mil putas que tienen uno, dos, tres aires acondicionados por departamento, y que lo encienden aunque haga 22 grados. En pagar múltiples lameculos, lamebotas y brancatellis; en la construcción de la proceritud billikenesca de Grosman, en el Fútbol para Todos o en los múltiples pagos de la ANSeS, que incluyen tantísimos planes, muchos de ellos de asignación cuestionable, o las compensaciones a las víctimas de la violencia estatal y a sus descendientes (que casi no abarca a los perseguidos por el peronismo, pues su fecha de corte, oportunísima, es el 16 de junio de 1955).
Y no sé en qué mierda gastó Scioli la guita del impuesto a la herencia, pero seguro que no en prevenir las inundaciones en La Plata.
Para eso Lo Vuolo quiere un impuesto a la herencia… Un pelotudo así sólo se compara en estos días con el candidato del FIT Del Corro, que, subido al tren de pegarle al malo maloso de Macri, habla del problema de la vivienda en la ciudad y únicamente se refiere a urbanizar las villas.
Me cago en las villas, pelotudo. Me cago en las villas (donde no pagan la luz, que se la pagamos todos) y en tu bienpensar, Patricio Del Corro. ¡Hablá del problema de la vivienda en las clases medias, la concha trosca de tu madre! De paso, pediles a Gutiérrez, a Katopodis y a los demás intendentes del conurbano que urbanicen las villas. ¿O solo la CABA tiene que urbanizarlas? Y pensá en cuántos nuevos asentamientos florecerán justo al lado de las villas urbanizadas, con habitantes que, apoyados por gargantas poderosas y apuntando a la culpa clasemediera, reclamarán que se urbanicen estos nuevos asentamientos…
Me corrijo. Hay otros que rankean así de alto en la pelotudez: Lozano y los suyos, que también se limitan a hablar de urbanizar las villas, y, sobre todo, los que hicieron ese aviso que veo pegado en las calles, el que habla de lo maravilloso de este gobierno municipal, que da créditos para que uno pueda… ¡alquilar! No para comprarse una casa, ¡para alquilar están dando créditos…! Bah, no sé si son pelotudos o sincericidas. Porque, según veo, para alquilar un depto de un ambiente, tres lucas por mes, tenés que tener, además de la garantía, diez o doce lucas para arrancar.
(En la infinita serie de volantes que se entregan por las calles porteñas en este tiempo preelectoral, recibo uno del FIT donde desarrollan la pelotudez expuesta por Del Corro, donde coinciden con el PRO respecto de la garantía estatal a los inquilinos, donde proponen un Banco Ciudad cuyo directorio sea electo por organizaciones populares –sí, son pelotudos de verdad, y profundamente– y donde nada dicen de poder comprarse un departamento, el cual, dicho sea de paso, tendrá, como todos, paredes finitas y un hacinamiento apenas más disimulado que el de una villa).
Así, la profundización de medidas cuyo fin es alejar a la gente de la posibilidad de ser propietario no me resulta casual. No me sale creer que no se dieron cuenta de eso. Quizá sea un exceso de conspiranoia, pero sospecho que en algún lugar se tomó la decisión de que esta generación –y seguramente las que vienen–, cuando le llegue el tiempo de jubilarse, en veinte o treinta años, no tenga, por pagos en negro, sumas no remunerativas, etc., los aportes correspondientes (y aun si los tuviera, que no cobre de modo acorde con ellos) ni tampoco tenga un techo propio.

Digámoslo claramente


Gracias por mi castigo, amo.


El BDSM es una mierda.
Por más chamuyo que inventen, por más que insistan con el latiguillo de “sano, seguro y consensuado”… Un carajo sano es algo que te lastima. Que te hace sangrar o te provoca dolor. Para mencionar únicamente elementos objetivos, y no hablar de cuestiones psicológicas.
En cada palabra, en cada pantomima del maltrato, en cada latigazo o en cada chirlo –como, según Freud, sucede con cada chiste–, subyace, y emerge, tu verdadera faz. Con cada encierro en una caja metálica con barrotes, con cada atadura en posiciones dolorosamente antinaturales, con cada forma de sometimiento, sonríen desde el más allá todos los verdugos de la historia. (Y con los dispositivos eléctricos sonríen los Lugones Jr., y los Etchecolatz, los Contreras y los Mitrione, para hablar sólo de los más cercanos).
Me cago largamente, con un soruyo de 22 centímetros continuos, en el BDSM, en quienes lo practican y, especialmente, en quienes pretenden darle un barniz teórico usando palabras como “filosofía” o “comunidad”. En los que, desde el pedestal que ocupan los esclarecidos que se permiten estas sofisticaciones, hablan del significado del collar; en los que identifican con la evolución el hecho de que “solo nuestra especie inflige el dolor a un semejante por placer, aunque no más sea en un juego sexual”, en los que interpretan arbitrariamente pasajes de “La dialéctica del amo y el esclavo”, en los que se regodean en la pertenencia usando –despectivamente– la palabra "vainilla" y dicen: "Sabemos, también, que más de un vainilla se horrorizaría ante la sola idea de un spank, leve, amistoso".
Y particularmente en la dominante que declara: “Me encanta ahorcar con una mano mientras pego cachetazos con la otra…”, pero que, como es muy cuidadosa, y quiere que nos enteremos para que no la juzguemos mal, aclara que toma el recaudo de apretar el cuello donde supuestamente es menos peligroso, en el costado, y no adelante.
La otra vez tuve la intuición de que el BDSM es la versión sexual del MMA. O viceversa, no sé. Como sea, dos mierdas cuyo auge tal vez sean reflejo, o emergente, o manifestación, de algo que sucede en estos tiempos. Yirando por el zapping, la otra noche encontré a una excitadísima Paloma Fabrykant comentando un combate de MMA definido por sumisión. Y allí, en esa palabra, encontré una clave.
Ambas prácticas comparten esa palabra, sumisión, y lo que implica: el disfrute de la violencia, el regodeo en la brutalidad y en la falta de metáforas, la búsqueda de la imposición, de someter al otro, de degradarlo y desintegrarlo hasta que sea una cosa, una (casi) nada que pide piedad. La cual se le concederá porque no somos psicópatas, sino cultores del "sano, seguro y consensuado". De modo similar a los torturadores que picanean con un médico al lado porque ellos también tienen un límite.

Su sumisa es sumamente bella y aún más cuando la torturan.Mis Felicitaciones!!

Excelente foto y tortura!


(Para evitar el riesgo de que me cierren el blog puse estas fotos a título ilustrativo, y no otras de usuarios del mismo sitio en las que se ven tetas amoratadas con los pezones atravesados por agujas de sacar sangre, esos mismos pezones sangrando, o penes y escrotos atados y estrangulados).

Se me rompieron las zapas (V)

Mi madre me considera una persona muy influenciable. Bah, mi madre frecuentemente me considera casi deficiente, siempre con esa mirada despreciativa que se le escapa y contamina a toda la gente con la que habla de mí.
Recuerdo, así, su frase “no sé quién te llena la cabeza”, dicha cuando propuse la venta del departamento para acceder a mi parte e irme de acá, porque, claro, eso no se me puede ocurrir a mí… Y sonrío de costado cuando noto que la persona a la que aludía es la misma que tenía predilección por las zapatillas negras, la misma que hizo un par de comentarios risueños sobre mis zapatillas blancas.
En 2009 pude no comprarme zapas, rompiendo la serie de un par por año, pero a comienzos de 2010, un tiempo en que trataba con frecuencia a esa persona, fue necesario un par nuevo, pues las Nike blancas pintadas de amarillo y verde se habían roto, y sólo me quedaban dos pares bastante destartalados y uno para correr, para destruirse corriendo.
Influencia o no, consideré la compra de unas zapatillas negras. (Después de usarlas puedo decir que tienen la ventaja de disimular la mugre mucho más que las blancas. En ocasiones que requieren zapatillas limpias, unas zapas blancas solo son usables si están recién lavadas, o casi. Y, en ese caso, el blanco resalta mucho, más de lo que me gusta). Definido el color, orienté la búsqueda hacia unas de cuero o similar, como las viejas Adidas que tanto me duraron o estas Nike, procurando impermeabilidad los días de lluvia y un firme ajuste del pie.
Al final, volví a decidirme por Reebok. Las más atractivas, negras con vivos violetas, sólo estaban hasta el número 40. Así que no hubo opción, y debí quedarme con las otras que me habían gustado, negras, con el logo y una parte de la media suela trasera en plateado, discretas y bonitas. Tras un par de peripecias, que incluyeron la necesidad de cambiarlas por unas un número más chico y la idea de llevar una cinta métrica para tener certeza del tamaño a la hora de hacer el cambio, una tarde de fines de febrero de 2010 las pagué 239 pe.
No eran de cuero, sino que tenían un revestimiento plástico, lo cual parecía propicio para cumplir el requisito de la impermeabilidad, y pronto se revelaron bastante calurosas. Pero estaban razonablemente bien. Y sumaba puntos lo fácil que era pegarles una ligera limpiada exterior con un papel húmedo. Las usé alternando con las otras, y su vida transcurrió, como la mía, sin mayores novedades. Hasta que una tarde, creo que en diciembre del año siguiente, quise cerrar la puerta del patio con el pie y agarré el saliente inferior de la puerta con el borde interno a la altura del dedo gordo. El contacto fue tan áspero que miré la zapatilla, y descubrí, con un desolado asombro, que estaba rota.
Repensando y repasando la situación, me surge una duda significativa sobre si se rompieron en esa acción o si ya estaban rotas de antes. Porque las roturas posteriores, similares, no pueden achacarse a un contacto ríspido con una arista rigurosa, y entonces pienso en su mala calidad, en la enorme fragilidad de la unión entre ese revestimiento y la suela o la ínfima media suela en la parte anterior del pie.
Un par de meses después las usé para ir a la médica, una tarde en que me agarró la lluvia al salir del consultorio. Tuve toda la precaución de caminar despacio y atento las dos cuadras que me separaban de la estación, pero ya en la mitad de ese breve recorrido se me habían empapado –y ensuciado– las medias y los pies de un modo tan excesivo como incomprensible. Porque no agarré de lleno ningún charco ni una de esas baldosas flojas que te hacen putear mientras sentís el agua escurriendo de la media y de la plantilla al paso siguiente.
Seguí usándolas, pero cada vez menos. No los días de lluvia, no cuando tenía ganas de dejar de lado mi look remendado. Hasta que una vez, supongo que poco después de aquel anochecer médico, las miré de cerca, tal vez sin los lentes, y noté un grado de destrucción asombroso: una estaba rota de ambos lados y la otra tenía roturas similares de un solo lado. Además, la suela de una de ellas se había horadado, quedado un creciente agujero a la altura del nacimiento de los dedos medios.
No me quedó otra que decidir no usarlas más, salvo para ir a correr. Que se desintegraran haciendo pasadas por la recta del fondo de la plaza, eludiendo distraídos que caminan con el celular y los auriculares o haciendo steeplechase para esquivar la caca de los perros que pasean y el meo de los humanos que viven allí.
Luego de unas pocas veces, sucedió, pero no exactamente de esa manera. Una tarde de agosto, al volver de la plaza, con las piernas pesadas de cansancio, pisé mal en la pronunciada pendiente que corona la esquina. Pisé frenando con la parte anterior del pie, y ahí fue el crac definitivo. Las dos cuadras que faltaban hasta mi casa fueron las últimas que caminé con ellas.
Llegué, las desarmé, saqué las plantillas para usarlas, quizá, en algunas de las Reebok más viejas, que tienen las suyas lógicamente gastadas. Guardé los cordones intactos para reemplazar los de unas de esas Reebok, que tenían las puntas pegadas con cinta scotch. Volví a asombrarme con lo destrozadas que estaban, no sólo en los costados delanteros, sino también en la punta, donde la suela literalmente se había desintegrado, y la media suela, rota de lado a lado, permitía que la plantilla asomara por el agujero resultante.
Las guardé bajo la cama con la intención de usarlas si pintaba mi pieza, así no corría el riesgo de chorrear de pintura otras zapas en mejores condiciones. Pasaron más de dos años de eso, dos años y medio, y nunca pinté. Y el lugar de “zapatillas para usar en situaciones donde es probable que se ensucien” pasó a ser ocupado por las primeras Reebok que me compré, a las cuales ya no da pegarles por enésima vez la suela con Poxiran.
Un día noté la inutilidad de tenerlas debajo de la cama (donde estuvieron un tiempo similar al que habían estado operativas), y las rescaté de ese limbo. Las enjuagué un poco para quitarles la pelusa acumulada y las miré un rato largo, reencontrándome con sus formas, con sus texturas y con los recuerdos que me traían.
Es aplastante notar el paso del tiempo. En general, siempre, y en especial al reencontrarse con cosas de la cotidianeidad, como esta. Ver o tocar (u oler) nuevamente, y tras un cierto lapso, algo que en su momento fue cosa de todos los días activa regiones cerebrales con una intensidad tal que me paraliza unos instantes. Y su consecuencia de aturdimiento permanece y me condiciona por un buen (mal) rato.
Tan apabullante como notar que perdí la noción del paso del tiempo. Desde comienzos de 2011 perdí esa noción. Creo. Desde el tiempo en que no guardo en un Word los posts que publico para releerlos y hacerles algún pequeño retoque si es necesario, por poner una arbitraria referencia temporal.
Demoré, como demoro todo, unos días el momento de tirarlas, pero pronto me decidí a hacerlo. De a una por vez, así su presencia postergada me ayuda a escribir este post de despedida. Y cumpliendo ese ritual absurdo de dejarlas en la calle, pero no donde se dejaban las bolsas de basura del edificio, ni en el contenedor que el GCBA puso junto a nuestra vereda y que ahora no sé dónde está porque los vecinos van moviéndolo ya que nadie lo quiere en su puerta. No allí, sino en alguna calle que haya caminado el día que las compré.
Esa tarde caminé varias cuadras con la zapatilla en la mano rumbo a su despedida. Sentí de nuevo su textura, los relieves del revestimiento, el entramado de la parte superior de la lengüeta, la mullida y sorprendentemente intacta parte que rodea el talón, creo que sentí también algunos momentos del tiempo en que era cotidiano –y, de tan cotidiano, irrelevante– tocarla.
Me impresiona mucho la memoria táctil: las toco, toco la parte de tela del contrafuerte, y es un viaje en el tiempo. Miro los círculos que sobreviven en el dibujo de la suela y me acuerdo de ese recital al que fui, de salir de casa con las zapas casi nuevas y, a los pocos pasos, en la oscuridad de la vereda, sentir que pisé caca de perro y comprobarlo mirando la suela; y tener que volver para cambiármelas. Se me hace presente la sucesión de veranos intrascendentes que vinieron después mientras la aprieto fuerte como queriendo agarrar así de fuerte el tiempo.
Finalmente, la posé sobre la parte superior de uno de esos tachos de basura nuevos y grises, en una esquina más o menos cercana, y seguí caminando no me acuerdo a dónde. Si es que iba a algún lado, que creo que no. Un rato después, volviendo a casa, me desvié una cuadra de mi camino para pasar de nuevo por esa esquina, a ver si la veía una vez más, como vi a aquella Nike una noche que la dejé en la esquina de acá atrás, como volví y vi a la otra en la plaza donde la dejé, en esa plaza a la que me acompañó algún mediodía grato.
Allí estaba, tirada en la vereda, de costado, como si alguien la hubiera tomado del lugar donde la dejé para llevársela y rápidamente la hubiera desechado por irrecuperable. La puse sobre su suela con el pie, me quedé mirándola mientras esperaba a que cambiara el semáforo, y cuando se puso en verde seguí mi camino. La miré por última vez, apoyada sobre esa vereda que transitó tantas veces, y la imagen fue que le faltaba yo. Me vi a mí caminando por ahí, capaz que con alguna expectativa, o con alguna compañía, por esa calle, por la esquina de la gomería. Y me pregunté dónde quedó esa que era yo hace cuatro o cinco años.

Give up

Si me cuesta tanto encontrar palabras, será que esa forma de comunicarme no es lo mío.
Si me cuesta tanto conectar, será que vine con el módem fallado de fábrica (entendiendo por fábrica no sólo el nacimiento, sino también la niñez).
Si me cuesta tanto arrancar, será que no hay a dónde ir.
Si me cuesta tanto que alguien deje un comment como el que me gustaría en algún post específico, en dos o tres, será que mis ilusiones respecto de ellos eran tan desviadas como fantasear con tener una carrera en el mundo del porno.
Si me cuesta tanto bajar de peso (si en vez de bajar, subo), será que debería dejar de intentarlo, y de pesarme a diario en la farmacia, y vivir a pan y pizza, que es más placentero.
Si me cuesta tanto coger, será que todxs se dan cuenta fácilmente de que no la van a pasar bien conmigo. (O que los mandatos de esta familia antigarche se impusieron pese a mis intentos en contrario).
Si me cuesta tanto que alguien quiera ir conmigo a ver a Dancing, será que mi sino es ir sin compañía y volver siempre sin compañía.
Si me cuesta tanto encontrar un médico que entienda y resuelva alguno de mis asuntos con la salud, será que eso ya no sucederá, y deberé asumir mis discapacidades como permanentes.
Si me cuesta tanto vengarme de los miserables que me mintieron, me maltrataron, me forrearon, me usaron y me desaparecieron, será que merezco sus humillaciones por no haber sabido desmarcarme, por ser invisible y no poder cobrárselas.
Si me cuesta tanto la vida, será que vivir tampoco es lo mío.