martes, 2 de enero de 2018

2045 está más cerca que 1990

Una vez que alcancé el límite etario que me había inventado como una (tenue) protección ante la desenfrenada arbitrariedad policíaca de entonces, empecé a ir a recitales. Nunca sabré si fue por la efectividad de ese talismán imaginario o por mera casualidad, pero en aquel tiempo en que todos pudimos ser Bulacio me pararon muchos ratis del orto, incluso a las tres de la tarde en la esquina de mi casa, y nunca me llevaron.
Así, fui a ver a Patricio Rey algunas veces. Iba sin compañía, claro, porque no tenía con quién ir. Y volvía sin compañía, claro, porque mi escasísima capacidad de sociabilización se manifestaba en plenitud (o por alguna otra razón que no identifico, y entonces se la cargo a lo que más o menos tengo identificado).
Una de ellas fue cuando tocaron en Halley. Era invierno, pero, como siempre, fui caminando. En el trayecto pasé por un hospital donde me quedó grabada la imagen de una señora con un embarazo a término bajando de un taxi. Si fuerzo la memoria, hasta podría decir qué buzo me había puesto: el gris y blanco de Cacharel, que, bastante roto, aún uso debajo de otro algunos días de frío. No recuerdo si llevé campera (no recuerdo qué campera tenía), no recuerdo que hiciera mucho frío, aunque las palabras de un asistente al show, inmortalizadas en la grabación que encuentro en Youtube, me dicen que sí.
Llegué y rápidamente me enteré de que la hiperinflación que campeaba por esos días había puesto el valor de las entradas más allá de mis previsiones. Entonces hice lo que había aprendido por observación en la puerta de Cemento: pedí. (Bueno, más que por observación, lo había aprendido por ser sujeto paciente de la acción). Una, dos, tres veces me acerqué a una, dos, tres personas con las que compartía esa vereda colmada de Corrientes y les pedí plata explicándoles que no me alcanzaba para la entrada. Todas las veces me dijeron que no. El chabón que estaba con dos minas vestidas de negro, una linda y la otra no, pero ambas inaccesibles, medio que dudó, que no fue taxativo en su negativa, y le insistí. Y ahí sí fue lapidario. No.
Doblé la esquina, buscando no sé qué, tal vez ya habiéndome dejado vencer por la resignación y emprendiendo el regreso. O tal vez no. De tanto no me acuerdo. Lo que recuerdo con patente claridad es que pasó una mujer de unos treinta años caminando por Junín, a la cual seguro habré sobresaltado en la desolación nocturna de las calles laterales cuando me acerqué para pedirle. La mina claramente no iba al recital y, por supuesto, también me dijo que no.
En esa época no sabía que yendo en grupo podía arreglarse el ingreso en algún lugar y de alguna forma que aún hoy sigo sin conocer. Me enteré décadas más tarde, escuchando el programa que sigue la campaña de mi equipo de fútbol, cuando el comentarista contó que alguna vez él y sus amigos fueron a Cemento y negociaron con la mismísima Poly entrar seis y pagar cuatro. Pero, claro, yo no iba en grupo, y entonces eso quedaba fuera de mi alcance por no saberlo –porque no había sucedido ante mis ojos, porque nadie me lo dijo, porque en el Sí de Clarín nunca lo mencionaron– y, sobre todo, claro, porque iba por mi cuenta.
El recuerdo siguiente me encuentra volviendo, otra vez a patas, por la avenida Rivadavia, vacía de madrugada de invierno. La foto mental se ubica en la vereda derecha en el sentido del tránsito, donde había un negocio de venta de mascotas, seguramente en la cuadra previa al ominoso edificio de Sanidad Escolar. Ahí pasó algo. Tal vez ahí, a esa altura, me prometí que nunca más iba a vivir una situación igual. Al menos, de eso es de lo que me acuerdo.
Si la memoria no me falla, lo que falló fue mi determinación, porque unos meses después fui a verlos otra vez. Tocaban en un boliche de Constitución. De nuevo, el tiempo puede superponer recuerdos, pero me viene una imagen que parece corresponderse con esa noche, saliendo de casa, pasando por la calle de acá al costado, donde ahora está el garaje y antes había una especie de conventillo, con gente exaltada en algún balcón de la planta alta.
La híper había cesado, pero otra vez no me alcanzó la guita. En las cercanías del colectivo escolar donde se vendían las entradas, de nuevo pedí en vano. Ahora el rechazo fue más hostil. Un pelotudo grande, medio lumpen o medio colocado, me dijo con tono burlón que me iba a dar "un plomo". De esta vez no me acuerdo a cuántos les pedí ni qué camino tomé para volverme. Porque, sí, me volví. Seguramente más pronto que la noche de Halley.
A la mañana fui de nuevo al lugar –¿una consecuencia de mi habitual desfasaje espaciotemporal?–, y las veredas daban cuenta de la batalla. Luego, la radio o el diario hicieron lo propio y confirmaron una cantidad de detenciones lo suficientemente importante como para romper el estándar y ganarse un lugar en los medios.
En esa época, los Redondos (bah, el Indio) no hablaban con Pergolini, hablaban en Piso 93. En una de esas entrevistas, que habrán sido tres o cuatro, una oyente llamó y dejó un mensaje quejándose de lo mal que la había pasado en uno de esos shows por todas las veces que le tocaron el orto. La respuesta no corrió por parte de Solari, sino que el Rafa Hernández dijo "al que le guste el durazno que se aguante la pelusa". Textual. Por ahí deben estar los casetes. Por ahí alguno lo subió a Youtube.
La justificación del maltrato saliendo de los parlantes del radiograbador se imprimió en mí tan indeleble como la percepción de la hostilidad imperante, que no se limitaba a la presencia de los sujetos de azul en las calles, sino que también se encontraba en el público redondo. En esas palabras suficientes, casi socarronas, del locutor elegido, y en el silencio aquiescente del cantante confluyeron la imagen del rechazo vivido por mí y la del desprecio por el público en general.
Esa mística, en pleno proceso de crecimiento exponencial, y la presunta pertenencia y solidaridad que conllevaba, no eran más que verso, una vulgar y estúpida (?) mentira que muchos necesitaron creer por años, que muchos creen aún hoy. Somos todos redonditos, redonditos de ricota, pero, si no te alcanzó la plata y pedís, nadie te da. (Bueno, yo sí: cuando me pidieron, yo di; cuando yo pedí, nadie me dio). Y, de paso, bancate que el show empiece a cualquier hora, como se queja uno del público en el pirata de Halley. Y bancate, si sos mina, que te manoseen, y bánquense, todos, que sea un quilombo afuera y que sea cada vez más quilombo adentro porque rocanrolnenen.
Entonces, sin una decisión tan drástica como aquella de la avenida Rivadavia, nunca más fui a verlos. Fue mi manera instintiva de cuidarme el culito un par de años antes de que el Indio lanzara esa frase tan tristemente darwinista.
De hecho, nunca más fui a un recital. Por casi veinte años. Aunque seguí teniendo ganas y haciendo planes que se frustraban a último momento: Zitarrosa en el Club Oeste (error: me fijo y eso fue antes), Malrecetado compartiendo una fecha quizá con El Lado Salvaje quizá por San Telmo, Don Cornelio en La Mosca Porteña, el primer Clapton en River… No fui a ninguno. En cada caso, algo pasó, no recuerdo qué –tal vez solo una falla en la conexión de los cables mentales que debían llevar el entusiasmo a la acción–, pero al final no fui, pese a que la manija habrá sido lo suficientemente intensa por que los recuerdo a tantos años de distancia.
Después volvió el pánico, y, cuando le gané, las que no volvieron fueron las ganas. Y ni planes hubo ya, apenas una fantasía borrosa que no cuajó cuando vinieron los Stones o AC/DC por primera vez.
Sin decidirlo explícitamente, me bajé de esa dinámica, dejé de tratar de integrar algo de lo que no formaba parte y con cuya evidencia me encontré, sobre todo, esas dos veces en que no hubo intersección posible entre la realidad y el mundo de mi habitación y la radio. Seguramente lo que sentí fue que me hicieron notar de manera irreductible que no pertenecía, algo que antes había quedado disimulado con el falso positivo que implicaba entrar.
Me bajé, aunque no del todo, porque seguí escuchando la radio y grabando casetes y, enseguida, comprando CDs, y no pudiendo no acumular en la memoria esos datos al pedo sobre discos y músicos y hasta productores, casi como uno recuerda, sin querer, formaciones de equipos de fútbol. (Fillol; Vázquez, Fabbri, Costas, Olarán; Acuña, Ludueña, Colombatti, Rubén Paz; Catalán o Medina Bello y Walter Fernández). (Pereira; Clausen, Monzón, Rogelio Delgado, Luli Ríos; Bianco, Ludueña, Insúa, Bochini; Reggiardo y Alfaro Moreno. Menos en el caso de Ríos, podría agregar el nombre de cada jugador; es más, el nombre completo, salvo los de Pereira y Reggiardo, cuyos segundos nombres he logrado desalojar de mi memoria). Pero siempre desde afuera. Alguien que no va a la cancha, que no juega al fútbol, que lo vive a través de la radio, El Gráfico o la tele. Alguien que solo acumula datos y objetos y recuerdos en la memoria, alguien que debe disimular para no quedar como muy freak tirando demasiados de esos datos en alguna charla.
Después de ese largo intervalo, logré reconstruir las ganas de ir a un recital, que pronto, y vencido el breve tiempo de los recis compartidos (ey, gracias; sí, a vos, que no leés –ni escribís– más, te lo digo: gracias), fueron menguando. De todos modos, alguna que otra noche, cada vez menos, todavía lo intento y voy. Pese a la falta de compañía, a la poca plata y al operativo que implica ir por los condicionamientos que me imponen mi mal descanso y mi glucemia o lo que carajo sea, voy.
No sé para qué voy cuando voy ni para qué fui cuando vuelvo. Y tampoco sabía del todo por qué me volví sin entrar la última vez, la única de este año, cuando llegué hasta la puerta del boliche luego de usar tres medios de transporte y, después de esperar un rato, dije "ya fue". No sé si por la incertidumbre sobre la hora del comienzo –y sobre la hora del final, porque después hay que volver, hay que esperar a las dos de la mañana un bondi que me deja a veinticinco cuadras y hay que caminar esas veinticinco cuadras–, por la falta de certezas respecto de la respuesta de mi cuerpo o por no tener ganas de explicar lo que me pasa, pese a todos los preparativos (a consultar en vano el horario posta en el Facebook del lugar, a explicar o no el porqué de la consulta insistente, a las cinco empanadas comidas en el tren y caminando por la calle, a los alimentos para la vuelta por si el cuerpo pide y ya es tan tarde que no hay kiosco donde comprar), giré sobre mis pasos y me volví cuando Gaona ardía de expectativas en el lenguaje corporal de los que la habitaban.
No lo sabía hasta que recién me di cuenta de que me volví sin entrar para no volverme de un recital sin compañía otra vez más. (Y para no gastar y aumentar el monto de mis deudas). Para darme cuenta de cosas así (me) sirve este blog.
Pasó una vida, la vida de la criatura esa que habrá nacido alguna de las noches de Halley o la de mi (ex) dentista, que tiene la misma edad, y yo sigo igual. Me lo recuerdan de modo insoslayable las calles, que siguen igual de vacías. Rivadavia en 1989 o Bulnes en 2016 (cuando vuelvo, siempre caminando, de ver a SMM en un sótano que con una chispa sería una trampa mortal) sólo podrían diferenciarse por los modelos de los autos que pasaban, pero el vacío que me envolvía no me permitió reparar en ellos. Y esa sensación imprimió mucho más que la de haber visto, diez minutos atrás, un recital de una banda que me gusta.
En realidad, se trata, apenas, de una, ¡de otra!, manifestación de que todo sigue igual, algo sólo disimulado por una frágil puesta en escena que aprendí a hacer con el tiempo, aunque en el fondo soy la misma persona de entonces (y con un cuerpo que responde tanto menos): el personaje de un dibujo animado superpuesto sobre un fondo fijo, que parece integrarse con él, pero que, más pronto que tarde, revela que son de mundos diferentes. Ese hiato insalvable es todo lo dicho en este blog y algunas cosas que callo porque no sé cómo decirlas, por pudor o porque la lista sería infinita. A veces se dan cuenta los demás, a veces me doy cuenta yo, a veces, todos: lo identifiquemos con precisión o lo percibamos vagamente, algo falta, como el alma de Bart, y se revela. Algo no aprendí, algo no me pertenece, algo no puedo activar, algo me es ajeno aunque esté en el lugar y tenga la plata para entrar. Y aun adentro sigo outside.

2 comentarios:

Germán dijo...

Hace rato que no entraba al blog (y eso que no hay que pagar un ticket para hacerlo), absorbido por el lado B de la vida: la existencia. Me gusta mucho esta entrada, aunque estuve a punto de escribir que me resulta extraordinaria. Es una sensación de certeza que me acompaña desde la época de Halley, esto que leí acá. Y el título del texto es perfecto. No entré y no entré, por mucho tiempo (medible en meses), por no encontrarme bien. Por supuesto, lo hice hoy: cuando noto que estoy peor y ruego por el regreso a cuando no me encontraba bien. Gracias. Un abrazo.

Anónimo dijo...

¡Qué bien que estábamos cuando estábamos mal!
Y no te extrañe que en algún futuro añoremos incluso este momento.
No sé si el título es perfecto: lo atroz es que es real.
Qué bueno si esto sirve como remedio, placebo, paliativo, algo. Qué bueno si sirve.
Que andes lo mejor posible.