martes, 29 de julio de 2008

Parte de la desmembrada grey

Más allá de que me gustó la frase –de que me sentí reconocido/interpelado, lo asumo–, no sé si debería reivindicar ser parte de algo; en especial si está referido a meros consumos culturales compartidos. Y mucho menos si la palabra en cuestión originalmente tenía el significado de “rebaño”.
Por lo demás, reafirmo mi deseo de que una de mis bandas favoritas, Don Cornelio, no se junte de nuevo. El pasado no vuelve: no nos engañemos. No vamos a volver a tenerlo –no volveremos a ser los que fuimos–, y es mejor conservar aquel recuerdo que cambiarlo por uno amargo, embarcándonos en un viaje hechizo en el tiempo huyendo hacia la idealización.
A contramano de lo que decía Benjamin, encuentro más autenticidad en un disco, tomado como la captación y construcción de una obra, petrificado, multiplicable e inalterable, que en ese aquí y ahora oficinesco que suelen ofrecer los grupos que se reúnen, en hechos que no son más que un gran ejercicio de marketing basado en los conocimientos de la neurobiología.
Me dice más la reproducción fonográfica/digital de “Prófugos” (¡mirá el ejemplo que te pongo!) que unos tipos en un escenario, simulando que pasa algo, y otros miles, abajo, creyendo que pasa algo porque pagaron una suma de tres cifras. En esa irrepetibilidad no hay aura, Walter; hay un vacío como el que sentía Bart Simpson cuando vendió su alma.
Ni que decir del desengaño que me golpeaba cuando la magia que parecía cuajarse aquella noche de Vélez se cortaba en el instante en que, por ejemplo, Manzarek ponía el pie derecho sobre su tecladito, remedando a Jerry Lee Lewis. Y la sentencia de Mollo era más que un juego de palabras, porque de verdad que a esos Doors les faltaba el picaporte.
Así que griten todos, ¡que no vuelvan los Redondos! Ni Sumo. Ni Don Cornelio.

Por lo demás, este tema del nuevo disco de Palo me gustó cuando lo vi en la tele, en un recital que pasaron. ¡Y justo cuando saca el disco nuevo empieza a hablar de que Cornelio podría volver! La vida es lo que te pasa mientras estás acordándote de lo que te pasó…

jueves, 24 de julio de 2008

Piso 20

La otra vez, mi encarnación cadeta me llevó a una lujosa torre de la calle Coronel Díaz a entregar un sobre. El edificio está retirado unos cuantos metros de la línea municipal y no se apoya en otra construcción. En la calzada semicircular que traspone esa línea hay un segurata que te pregunta a dónde vas. Le digo, y el chabón le hace un gesto a su compañero que está adentro, quien abre la puerta electrónicamente y, cuando me tiene enfrente, tras el mostrador, me pregunta a dónde voy. Le digo, y se comunica con ese depto, donde le dicen que me están esperando.
Subo, llego al piso 20, me reciben y me piden que aguarde un momento. En eso estoy, impresionado por lo chiquito que se ve todo a través de los ventanales y por cómo pega el sol pese al toldo verde, cuando noto que el edificio se mueve. ¿¡Está temblando en Buenos Aires!?
Entra la persona a la que tenía que ver, nota la inquietud en mi rostro, y me tranquiliza, con una sonrisa suficiente: “Es el viento”.
Yo no pagaría –y menos, una considerable suma– para vivir, antinaturalmente, en el epicentro de un terremoto cotidiano, obligando a mi instinto, a lo más profundo de mí, a tomar como normal semejante anomalía.

ME CAGO en la atención de la salud mental del GCBA

Hace un tiempo, con la cabeza quemada y el cuerpo extenuado por la imposibilidad de descansar apropiadamente debido a la diaria exposición al ruido, llamé a un teléfono que encontré en la guía buscando otra cosa: el de la Dirección de Salud Mental del GCBA. Recordaba el edificio, onda hospital, de mis pasos por Córdoba y Agüero.
Me atiende un tipo y le comento mi inquietud: quería saber si existía una guardia a la cual uno pudiera acudir cuando se siente desbordado, abrumado, agobiado; algo análogo a la guardia a la que uno recurre cuando no puede controlar un dolor u otro malestar físico automedicándose.
El tipo me dijo que sí, que en los hospitales Fernández y Álvarez había un servicio de estas características. E insistió en la conveniencia de iniciar un tratamiento en alguno de los hospitales públicos que tienen consultorios psicopatológicos. No le comenté que sólo unos pocos meses atrás había recurrido a ese tratamiento, calculo que vanamente.
Después de días y semanas de tenerlo en cuenta y postergarlo, el jueves me sentía muy extremada y (me convencí de que) la cosa no daba para más, y me fui a la “guardia psicológica y psiquiátrica” del Fernández. Llego tipo 3 y media de la tarde, le pregunto al de informes, que dibujaba una caricatura, dónde queda Psico, y me indica; pero me dice que atienden por la mañana y que no cree que me vayan a atender.
Encuentro el lugar, me siento y comienzo a esperar. Muy linda sala de espera, varios televisores con películas premium en el cable, confortable calefacción, pero nadie que atienda, ni a quién preguntar. Al rato largo, viendo que nadie sale, golpeo la puerta. En balde.
Llega una chica, no muy atractiva –pero, de todos modos, una chica más propia del Fernández que del Penna–, y también golpea. En balde. Se sienta a mi lado, me pregunta si están atendiendo, habla por celular, espera; esperamos. Se escuchan ruidos tras la puerta del consultorio, pero nadie sale. Comentamos la película de la tele, lúgubre y de exagerados efectos especiales computarizados. Cerca de una hora después me dice que en cinco minutos se va; yo le digo que me voy a ir “cuando termine la película”. Más de cinco minutos después se va. Antes de que la peli termine me aburro de esperar con la certeza de que nadie va a atender, golpeo una vez más, en balde, y me las tomo.
Al día siguiente voy al Ramos Mejía, donde me atendí meses atrás, por otros asuntos, con el papelito que me había dado el doctor Braguinsky, el psiquiatra al que me mandaron esa vez, quien consideró que no necesitaba medicación. La secretaria me dice que el tipo va lunes y martes a la mañana, y jueves por la tarde.
Vuelvo a casa, lamentando no haber ido el mismo jueves al Ramos en lugar de ir al Fernández. Con una solución a la vista en forma de medicación, de contención, de ilusión, confío en capear el fin de semana. Llega el lunes, voy, espero cerca de cuarenta minutos, hasta que lo reconozco, me acerco y le pregunto si me puede atender. Detiene su actividad –pegar volantes en la pared con cinta scotch– y me dice que no, que tengo que hacer el trámite de admisión nuevamente.
Un papel manuscrito, pegado en el cubículo de la secretaria, indica que las admisiones recomienzan en 15 días… Ella me aclara que no es “a partir” de ese día, sino “ese día”.
Esa tarde, o al día siguiente, encuentro un folleto del GCBA que viene con la boleta del ABL. Allí dan un número gratuito al que se puede llamar para informes. Llamo, aprieto la opción de “salud”, creo que la número 5, y le hago la misma pregunta del principio a la persona que me atiende. Me dice que ellos no tienen esa información y que tengo que ir a una guardia común.
Muy bien. Vamos a seguirla hasta el final.
Vamos a la guardia del hospital público más cercano, que no te voy a decir cuál es, y, previsible y velozmente, me derivan a los consultorios externos de un hospital que tenga servicio de psicopatología, “mañana a las 7 de la mañana”…
Con los huevos llenos y sin ganas de madrugar, opto por gastar 25 mangos en uno de esos “centros médicos” para pobres que abundan en ciertas zonas. No me atiende Chad Everett, sino un psiquiatra que me hace esperar más de media hora, que atiende antes a una persona que llegó después, y que me despacha en diez minutos, sin ponerle nombre a lo que tengo. Sólo me receta Neuryl en gotas, incluso para mis dolores en el pecho, seguramente reduciendo todo a un problema de ansiedad.

Caño

El patio de deportes del campo de concentración escolar al que me entregaban cuando era niño tenía tres altos –altísimos, para mi mirada niña– caños, unidos entre sí por un travesaño en la parte superior. A veces, en la clase de Educación Física, nos hacían subir a ellos, trepando. En la reputa vida que pasé allí supe cómo mierda se hacía para treparse a los caños, y, como con tantas otras cosas, jamás me/nos enseñaron. Parece que se trataba de un saber que debíamos llevar adquirido al colegio, como las letras de las canciones patrias, por ejemplo.
Fue así como cada vez que nos sentaban frente a ellos, a su pie, en tres filas, yo me descomponía, me torcía un tobillo, me golpeaba con algo… Por supuesto que si uno admitía su desconocimiento, es decir, su debilidad, alumnos y cuerpo docente se encargaban de la sanción social correspondiente.
Algo similar ocurría con un elemento parecido a una escalera amurada a la pared, a la cual había que subirse hasta lo alto, para, en la cima, cruzar un pie sobre esta, y luego el otro, y bajar por la escalera descendiendo por el estrecho espacio que quedaba entre ella y la pared. Ahí sí subí una vez, y afortunadamente no recuerdo bien qué pasó; pero la muy borrosa imagen me hace reconstruir que no pude llegar hasta arriba y que hubo risas y comentarios humillantes.
Entonces, cada mañana de los días en que había Educación Física, rezaba (literalmente) para que no tuviéramos que treparnos a los caños ni subir esa suerte de escalera. Y cada noche previa en que llovía sentía el alivio de saber que no íbamos a salir al patio donde estaban esos artefactos.
En eso pensaba cuando veía a Evangelina Paternó (mka Evangelina Anderson) sosteniéndose del caño con los manos y separando ampliamente sus piernas, casi horizontales, dirigiéndolas hacia adelante lo suficiente como para indicar el camino hacia el centro de la imagen que mostraba la pantalla.

Más soundtracks (sigo sin tener MP3)

Mi agüita amarilla, de Los Toreros Muertos, una medianoche, pasando por la puerta de un boliche en Santa Fe –que estaba cerrada–, desde Carranza hacia Pacífico.
Digamos que Kozmic Blues, de Janis Joplin, una noche, en un café de la galería que tiene salida a Mitre y a Belgrano.
Sweet Home Chicago, la versión de los Blues Brothers, por Canning y Honduras, una noche en la que hablamos del Picasso que hay en Chicago y en la que yo parecía formar parte de alguna naturalidad, pero sólo era un adorno descartable.
El farolito, de Los Piojos, en Billinghurst y Lavalle, en un taxi, de madrugada, o en una soleada tarde de invierno, buscando desesperada y vanamente a Mónica.
Miss you, de los Stones, una noche, con la Colo, en el lugar donde la conocí.
Howlin’ for my baby, de George Thorogood, en el estéreo de un Gol parado en el semáforo de Carlos Calvo y Maza, una tarde de verano, mientras yo cruzaba entre los autos.

Perro vomitando

Caminaba raro el perro ese, como si cada paso lo diera ralentizado, procurando pisar sobre seguro. No me caen nada simpáticos los perros, pero sus piernas vacilantes me llamaron la atención: pobre bicho, ¿qué le pasa?, ¿estará por palmar?, me pregunté mientras cruzaba la calle sin dejar de mirarlo, una vez que tuve la rápida certeza de que no me había registrado, de que no entrañaba peligro alguno pese a estar suelto y a su tamaño.
Cuando llegué a la otra vereda, el último de sus movimientos ondulantes no culminó en un nuevo paso: el espasmo le hizo abrir la boca y expulsar una espesa masa de diversos tonos amarillentos. Repitió la arcada y yo me perdí por la cortada, porque si seguía mirando, lanzaba ahí mismo yo también.

¿Socializás?

No vine acá por eso. Eso no es lo que me apremia.
Y no: no socializo, no soporto a la gente.
Y sí, quiero matarlos. Todos los putos días, desde hace 16 meses, fantaseo con matar a alguien.
Y no me des a entender que quizá sea violencia acumulada, porque si la desacumulo voy a tener problemas más graves. Legales.
Y sí, constituye un cuadro, aunque me digas que no y sólo me des Neuryl.

Cornelio (X)

Hay melodías en mis ojos,
luces en mis oídos…
Dejá de cortar los alambres con tus labios.
Dejá de cavar la tumba,
no entierres tu alma.
Ilusión doble de ayer,
conversación triple de anteayer,
monólogo con mi almohada…

Hay canciones en mis ojos,
veinte pájaros en mi sombrero…

En esta noche de traición,
en esta noche de tensión,
ataré tus manos con alambre.
En esta noche de traición,
en esta noche de pasión, nena,
cavaré la tumba de tu alma.

Para que haya canciones en tus ojos
y veinte pájaros en tu sombrero,
dejá de cortar los alambres con tus labios,
dejá de cavar la tumba,
¡ey!, dejá de cavar la fosa,
no entierres tu alma…

Ilusión doble de ayer,
conversación triple de anteayer,
monólogo con mi almohada…

Ilusión doble de ayer,
conversación triple de anteayer,
monólogo con mi almohada…

Ilusión doble de ayer,
conversación triple de anteayer,
monólogo con mi almohada…

(Conversación triple)

Aire en las venas

Mientras esperaba cruzar en Coronel Díaz y Soler, recordé aquella larga caminata por Mario Bravo, hasta la farmacia de Honduras, y que entré y recité mi speech: “Hola. Quiero una jeringa descartable… –Y agregué–: Es para la revisación médica, creo que te vacunan, y no sé si usan material descartable”.
El tipo fue a la trastienda y, mientras yo miraba no sé qué boludez, esperando, vi de reojo cómo me observaba. Fácilmente adiviné lo que estaba pensando, pero yo la quería para otra cosa. Volvió, me dio la jeringa, le pagué y me fui. (En este momento recuerdo que unos días antes, en una farmacia de cerca de casa, no me habían querido vender).
Desanduve el camino por Mario Bravo, ahora en la misma dirección que tomé entonces, una vez que el semáforo y mi temeridad me habilitaran. La farmacia sigue estando, con su disposición interna modificada, y verla me disparó el recuerdo.
Como es evidente, nunca usé la jeringa.

Aljaba

En el jardín hay una rosa china muy expansiva, que crece, y crece, y crece. Debajo de ella, contra la pared, en el confín cercano, había una aljaba, que sobrevivía arrinconada bajo el techo verde de su vecina, estirando y arqueando sus ramas en busca de luz.
De vez en cuando, sacaba unas poquitas flores, muchas menos que las de su parienta de la otra punta del jardín, y siempre más tarde que ella. Aprovechando su cercanía con el patio, aprovechando que la tenía más a mano, a veces le acomodaba las ramas: un día descubrí sus incipientes pimpollos, los tomé entre mis dedos para ver de qué se trataba y, desde esa vez, el gesto se tornó ocasional caricia.
Y ella florecía modestamente. Un año floreció por primera vez justo el día de mi cumpleaños.
Pasaron los años, no muchos, y mi madre le pagó al portero para que podara una enredadera que había trepado hasta cruzar la medianera. El muchacho parece que se entusiasmó, y tijereteó varias plantas. Entre ellas la aljaba, de la que quedó solo la raíz.
La acaricié, y algunas finas ramitas verdes salieron, pero fue en vano: al poco tiempo, se secó definitivamente.

Noluntad

1. f. Fil. Acto de no querer.
Hermosa palabra y más bello concepto aún.

Cornelio (IX)

¿Qué venís a hacer aquí?
¿Qué venís a llevarte de mí?
Agua
Ojos
Boca
Fuerza, nada más.
Volador de años,
justo estaba pensando
(estaba pensando):
no te veo ni te escucho,
pero algo has de llevarte.

¿Qué venís a hacer así?
¿Qué venís a llevarte de mí?
Yo quiero algo de vos.
Ojos
Boca
Finalmente,
¿vas a dejarme algo
o sólo vas a volarme?
¿O sólo vas a volarme?

Pronto,
pronto,
pronto voy a ver tu cara,
cuando muera, ea, ea.
Voy a alcanzarte,
pero ahora siento…
Sí, siento…
Te siento en el vértice del techo,
agazapado, y digo:
¿Qué venís a hacer aquí?
¿Qué venís a llevarte de mí?

(Soy el visitante)

Una ese

Cuando escucho la canción contigua, y la canto, me gusta agregarle una letra a ese verso admonitorio: “Voy a ver tu cara / cuando mueras, ea, ea”.

Jazmín

Cuando era chico, en el jardín de casa había un jazmín. Ya ni me acuerdo dónde estaba. Creo que era junto a los arbustos que flanqueaban los escalones de hormigón que facilitan pasar del patio al césped. O tal vez fuera junto a la pared del costado, la que da al Este.
Lo que tengo muy claro es el recuerdo de su perfume.
Después, a mi viejo le dio la chiripiorca e hizo sacar todas las plantas. Y los jazmines cayeron en la volteada. (Incluso hablaba de reemplazar el césped por baldosas…).
Pasó el tiempo, y mi madre, ya separada, renovó un poco el jardín. Y de nuevo hubo (hay) un jazmín. Pequeño, se extiende sobre la enredadera en la pared que da al Este y florece sólo una vez por año, para octubre más o menos. Su perfume es perceptible únicamente si uno se arrima a las flores. En mi memoria, en cambio, el viejo jazmín tenía un power profundo, intersticial, que quizá sea el de las cosas de la niñez.
El punto es que cuando voy por la calle y encuentro un jazmín junto a la vereda, me acerco, lo huelo y recuerdo el recuerdo de aquel jazmín.

No soporto a gente como esta

El tipo, de unos cuarenta y pico o cincuenta años, habla con otros dos en la puerta de la ferretería; se nota que se conocen. Mi camino me acerca a ellos, y lo escucho decir: “Pensé que iban a largar el 80, pero salió el 70 otra vez. Y yo sabía, ¿eh?”.
Cuando me alejo, su voz estridente insiste: “Y si ustedes también lo juegan, tan equivocado no estoy, ¿eh?”.
En las cuadras siguientes me viene a la mente un profesor de computación que padecí en el colegio. Antes, apenas lo oí, experimenté el rechazo que me genera gente como esta.

“La Internet es el opio de los pueblos”

Eso le oí decir a José Pablo Feinmann en su programa de filosofía del canal Encuentro. Y lo repitió, haciendo notar la repetición, como revelándonos una verdad. No aclaró por qué lo decía, sólo mandó el eslogan.
Este Feinmann fue el ideólogo del 24 de marzo en que se tomó posesión de la ESMA, fantaseando con una improbable sublevación popular que coronara la subida al banquito de Bendini y el descuelgue de los cuadros.
En cambio, solo participaron los sempiternos habitantes del maniqueísmo y el pasado. De ese mismo pasado en el que ellos condenaban al rock y a los rockeros como integrantes de una movida conservadora y pasatista impulsada por la industria discográfica, antagónica de la praxis revolucionaria, motivada por lo comercial y signada por su falta de compromiso.
A mí, por el contrario, no me extrañaría que el opio fuesen Marx y las pajas de las so called vanguardias esclarecidas.

Una de Robertito Zimmerman

I'm walkin' through streets that are dead.
Walkin', walkin' with you in my head.
My feet are so tired,
My brain is so wired,
And the clouds are weepin'.

Did I hear someone tell a lie?
Did I hear someone's distant cry?
I spoke like a child;
You destroyed me with a smile
While I was sleepin'.

I'm sick of love but I'm in the thick of it.
This kind of love, I'm so sick of it.

I see, I see lovers in the meadow.
I see, I see silhouettes in the window.
I'll watch them 'til they're gone,
And they leave me hangin' on
To a shadow.

I'm sick of love; I hear the clock tick…
This kind of love, ah, I'm love sick.

Sometimes the silence can be like thunder.
Sometimes I wanna take to the road and plunder.
Could you ever be true?
I think of you
And I wonder.

I'm sick of love; I wish I'd never met you.
I'm sick of love; I'm tryin' to forget you.

Just don't know what to do…
I'd give anything to
Be with you.

(Love Sick - Bob Dylan)

Aparición con vida


¡Que nos digan dónde está Cecilia Felgueras!

viernes, 11 de julio de 2008

Villa Pueyrredón (16 años después)

Me bajo en Albarellos y Bolivia. Donde antes estaban los paredones de Grafa, se ven las rejas de Wal-Mart: de la fábrica al hipermercado, de la pesada estructura de la producción a la estética aséptica de la venta masiva y la comodidad del estacionamiento. (A unas cuadras, en avenida San Martín y General Paz, hubo una transformación similar: de la fábrica de General Motors a un hipermercado, pasando por una fábrica de cigarrillos).
Justo en diagonal está el restorán que salió en canal Gourmet, pintado de negro y verde, y ahora también con aerosol… Me encamino nuevamente hacia General Paz mientras busco un lugar reservado para echarme un meo. La ancha vereda, casi intransitada a esa hora de la tarde, ofrece un par de árboles, uno junto a un micro viejo. Al final, descargo sobre un paredón que no recordaba. Sí me acordaba del club 17 de Agosto, en cuya puerta juegan unos chicos antes de entrar o después de salir, y de las callecitas que dejan entrever los monobloques de General Paz y Constituyentes.
Por la doble entrada de los edificios de Albarellos se filtra la luz y me refresca la memoria de su recuerdo.
El disco ígneo (el sol, bah) se hunde redondo y pleno sobre la trinchera de la avenida, y sus rebotes repintan el puente. Doblo en una callecita de por ahí que termina contra el terraplén de las vías. Me llaman la atención algunas casas: una, con palmeras; dos, con jardines al frente y sin rejas, con sendos rosales solitarios. Una minita, que tal vez venga de cruzar el puente, pasa por la perpendicular. Pienso en seguirla, pero sería tan vano y absurdo como encararla. Pierdo la noción de las calles paralelas hasta que salgo a la avenida, junto al puente Del Fomentista. Vuelvo a ver a la mina, a lo lejos, por la perpendicular. Alguna casa tiene el nombre viejo en la plaquita con la numeración: avenida Robinson.
Retomo Albarellos sin cruzar. Hago memoria, pero no me recuerdo caminando por esa vereda en esa dirección; alguna vez lo habré hecho, pero, para volver, la mayor parte de las veces tomaba el tren hasta la estación o hasta Urquiza. Hay una inmobiliaria de barrio, una vieja hablando con otra en la puerta de la casa, algún maxikiosco, alguna impresión de abandono. Un ex empleado de Wal-Mart recuerda en malos términos a su antiguo empleador en unas hojas fotocopiadas y pegadas en las paredes y en las cajas de luz (¡guarda, que no te denuncien! :p).
Paso de nuevo por La Victoria, y vivo otra vez ese asombro curioso de ver lo que vi en la tele. Todos los colectivos cambiaron de color, salvo el 110, que ahora también va por Artigas. Agarro esta calle, agarrado a/por mis recuerdos, y paso por el centro comercial del barrio, de esa parte del barrio tal vez, de lo que para mí es el barrio. Un par de negocios de ropa femenina repiten la ropa color morado, un par de edificios en construcción reproducen en módica escala la avalancha de Villa Urquiza. Ahí está la plaza, conocida desde el bondi; cruzando, por Cochrane, hay una heladería pequeña –creo que se llama Julio– y una familia en las familiares sillas de la vereda. Llego al lugar que más recordaba de Artigas, la heladería de Obispo San Alberto, que sigue estando: se llama Venecia. Ahora el 127 para antes de doblar, y no, como entonces, en el primer árbol después de girar a la izquierda.
Mi estado físico me permite encarar el bonus track del trayecto. Voy a reencontrarme con otro paisaje que llevo 16 años sin ver, la (remodelada) estación Urquiza. Cruzo rápido porque subió la barrera y los autos aprovechan que Artigas está recién asfaltada. Comienzo a caminar por veredas que nunca caminé y llego a destino más tarde que la noche.
La única prueba de que no lo soñé está en la alcancía del bondi.

Eye contact (II)

Por Virrey, los altos de las casas todavía resplandecen de sol. La veo de lejos, desde la otra vereda de la avenida, hasta que se aleja del cordón, se acerca a la pared, y el ángulo de la ochava la oculta de mí. Cambia el semáforo, cruzo Garay, y, cuando paso a su lado, se da vuelta, y nuestras miradas se encuentran con una naturalidad que en ese mismo momento me hace flashear que el próximo cuadro de la historieta debería ser un “hola”, un saludo, un beso…
Es una mirada afín, conocida, como si hubiésemos estado esperándonos. Pero no: ella espera el 134, que ahí viene, uno y atrás otro, y justo hoy no tengo que tomarlo.

Las bases circulares

El 30 de junio cerró la recepción de obras participantes en el concurso de cuentos organizado por Clarín/Revista Ñ y auspiciado por las bodegas Flichman. Supe del certamen en algún programa gourmet, y como el chabón dijo que las bases se podían encontrar en internet, allí las busqué.
Los resultados repiten la gacetilla, que dice: “En el stand de Clarín y en el de la revista de cultura Ñ, ubicado en el Hall Central de la Feria, se pueden encontrar las bases –también en el sitio www.revistaenie.com–. El certamen es promovido por el diario Clarín, la revista de cultura Ñ y las bodegas Finca Flichman”.
Me dirigí, entonces, al sitio de la revista en cuestión, puse Flichman en el buscador de la página y… no sale nada. Puse concurso, y salen otros concursos, pero lo que buscamos, nop.
Vamos a Google, pongo Flichman+bases site:www.revistaenie.com, y, ¡bien!, me da una respuesta; pero cuando hago clic, parece que me están cargando: “En el stand de Clarín y en el de la revista de cultura Ñ, ubicado en el Hall Central de la Feria, se pueden encontrar las bases –también en el sitio www.revistaenie.com–. El certamen es promovido por el diario Clarín, la revista de cultura Ñ y las bodegas Finca Flichman”.
Flaco, ESTOY en el sitio de la revista Ñ…
Apenas si agrega que “hasta el 30 de junio, los escritores y escritoras mayores de 18 años, de cualquier nacionalidad, residentes en la Argentina, pueden inscribir sus cuentos a través de Internet, en el sitio www.revistaenie.com, donde también figuran todos los detalles del concurso”.
Pufffffffffffffff.
Igual, el premio es vino, así que paso, no tomo.

Sirenas

Oigo una sirena, y otra más. Se acercan. La bocina revela que se trata de los bomberos.
Se siguen acercando, tanto que me preocupa. De pronto, callan. Cerca, sin duda.
Y me pregunto dónde pararon, qué está pasando.
Hoy a la mañana, otra vez: sirenas, bocinas, y, como todos los malhadados días de mi vida, me despierto sobresaltado. Justo unos minutos antes de que el perro de la vecina ladre desaforadamente.
Después, en segundo plano, un sinfín de bocinazos, como si el tránsito hubiera colapsado.
Quiero saber qué pasa, dónde es; me intriga, y no voy a estar dos horas con la tele prendida a ver si el incendio, o lo que sea, amerita que manden un móvil. Los bomberos deberían poner una página web donde se pueda consultar qué pasó y dónde.

“Yo te voy a enseñar a hacer lo que yo quiero”

Esta forma (¿neosolipsista?) de expresión, tanto como cada una de las veces que surge hablar del tema con otra gente o la denuncia que hice por maltrato infantil, me llevan a preguntarme cuál es la forma más contundente y precisa de relatar una cotidianidad nefasta y enferma; qué descripción, qué frase, qué detalle la pueden pintar de un modo que le permita al interlocutor percibir la gravedad del asunto y, de ser posible, contribuir a su final.
“Yo te voy a enseñar a hacer lo que yo quiero y no lo que vos querés” es una frase reveladora de la manera de pensar que tiene esta señora con respecto a los niños; ya sea su nieta, como en este caso, o, en su momento, seguramente, también sus hijos.
Otra demostración de su estulticia es su reclamo a los gritos: “¡Qué carajo quiere! ¡Tiene juguetes y no juega!”. Ni qué decir de cuando la pone al mismo nivel del perro: “Así como cobró él, vas a cobrar vos”. Porque para esta señora el perro y la nieta deben recibir el mismo trato, un trato agresivo.
Es violento escuchar todo esto; es violento que invadan las casas vecinas y nos obliguen a presenciar esa violencia; es violenta la impasibilidad del Estado, y también la de los vecinos; es violenta la despreocupación de los padres; es violenta la impotencia que se siente al ver cómo le cagan la vida a una criatura sin encontrar un modo de impedirlo. (¿Tengo que ir yo y cagarla a trompadas? Cuando en la calle veo que un adulto maltrata a un niño, me dan ganas de decirle: “Agarrate con uno de tu tamaño”. Algún día lo voy a hacer).
Es violenta y desesperante la pelotudez de esta mina, que cree que los chicos tienen que hacer lo que uno quiere. Tanto como la idea de que el juego es una manera de que no jodan, lo mismo que drogarlos frente al televisor. Así, cualquier forma de comunicación que trata de entablar la criatura con quienes la rodean se ve truncada por la ceguera de estos. Es más: se inscribe en esa lógica la comunicación oblicua (a los gritos, como siempre) que suele tener la abuela con su nieta: un diálogo en tercera persona, para que escuchen los vecinos, sin dirigirse directamente a la nena, pero hablándole a ella, y siempre victimizándose, y revelando a veces el profundo quid de todo este asunto: “Yo no puedo con esta criatura”.
“Yo te voy a enseñar a hacer lo que yo quiero y no lo que vos querés”, entonces, es como decirle: “Yo te voy a enseñar a ser una enferma como yo, como mi hijo/tu padre”…

Voy a matarlos a todos

Sépanlo. Voy a agarrar un fierro y se lo voy a partir en el medio de la cabeza, una y otra vez, hasta que el cráneo pierda la resistencia y la forma, hasta que salga rojo. Y voy a subir y le voy a reventar la puerta a mazazos, y, antes de que pueda reaccionar, le voy a martillar la cabeza a ella también, gorda conchuda y asquerosa. Y voy a ir con la maza en la mano, chorreando sangre y masa encefálica, y al primero que se me cruce también lo voy a machacar. Y voy a agarrar la cuchilla grande y al hijo de puta ese se la voy a clavar por la espalda, una y otra vez: con la primera va a caer, más por el golpe que por la cuchillada, y ya en el piso le voy a dar al mete saca por el mismo medio de su jogging, va a chocar la cuchilla contra las costillas, contra la columna, me va a torcer la muñeca, y la voy a agarrar con las dos manos y le voy a seguir dando hasta que aparezca otro, y me voy a arrojar sobre él, que va a estar atónito y aterrado, y con una certera incisión le voy a seccionar la carótida, y se va a ir en sangre sin más. Y a vos, hijo de mil putas, psicópata del orto, lacra abyecta, qué bueno que te encuentro en la escalera, pam, de un empujón, al piso, con la columna quebrada, no te va a servir de nada tu vozarrón de paraavalanchas.
Y voy a agarrar la cuatro por cuatro del miserable ese, y me voy a subir, y voy a jugar a los jueguitos, pero de verdad. Uno y otro caen bajo las ruedas, el que espera el bondi, el que pasea el perro (y voy a meter marcha atrás para cerciorarme de haber atropellado bien al perro, para dejarlo aplanado contra el asfalto, para que las ruedas lleven su carne, y su sangre, y su piel); y me voy a subir a la vereda para impedir que se me escape la mina con el cochecito. ¡Y mirá quién está en el asiento de atrás! ¡El pendejo maldito este! De un salto salto a donde está y con el mero trámite de presionar mis pulgares contra su cuellito me libro para siempre de él. Mierda, debería haberlo hecho sufrir más.
Me bajo de la camioneta, que se pegó contra una motito de delivery y terminó con el cadete aplastado contra la pared, con esa desarticulación atrayente que tienen los cadáveres, y agarro unos bidones que había en la cuatro por cuatro y los derramo en la puerta de la casa del otro miserable, y le voy a prender fuego la casa, así solucionamos de una vez el problema de la humedad. Y se va a morir chamuscado, va a oler a asado primero, y se va a arrebatar la carne, la de él y la de su familia, al final.
Y después voy a vaciar el cargador de la nueve en la avenida, y el de repuesto también. Y ahí va a hacer su entrada en escena mi Fal con balas de punta expansiva, y ratatatatatá, cada bala que pegue va a agujerear la carne, la va a traspasar, va a dejar un tendal de yacientes, de agonizantes, de ayes desgarrados como sus cuerpos. Y cuando quieran detenerme, ¡bang!, las granadas, una para acá, otra para allá, y la onda expansiva me va a hacer trastabillar, pero me sobrepondré. Voy a cambiar el cargador, y otra ráfaga, y voy a abrirme paso hasta volver al pie de la escalera para cortarle la pija y los huevos al flamante tullido aquel, forro pelotudo sorete, y ya no vas a tener voz para gritar. Y en la puerta me voy a encontrar con la pendeja esa que no me da bola, y no le voy a hacer nada: no me hizo nada, salvo no darme bola. Y le voy a cortar las manos al tullido emasculado, y ya no vas a poder pegarle a nadie, enfermo de mierda. Y voy a salir, y, no, me voy a arrepentir: che, pendeja, podés saludar, ¿no? La otra, que es más linda que vos, me saluda siempre, amable, y jamás me pareció que me estuviera histeriqueando. La voy a correr y, antes de que cierre la puerta, le voy a meter la pata, y no va a poder cerrarla, y va a retroceder, asustada, y va a caer, como Lourdes Di Natale. Antes de irme voy a abrir el gas, y, al pie de la escalera, el otro barrabrava aún tendrá fuerzas para balbucear: ¡bien!, está sufriendo, y voy a sacar la navaja, y, trac trac, sendos puntazos en sus ojos, hasta el fondo.
Cuando salga, justo va a pasar un bondi, y lo voy a balear, agujereando sus neumáticos, y quedará detenido, y voy a subir y voy a matar a cada una de esas vacas humanas que van de un matadero a otro.
Y cuando vengan los ratis, los voy a recibir a balazos, ya por el sexto cargador, dejando brutos orificios en la chapa de los Siena de mierda que tienen y en sus chalecos, y en las cinco esquinas voy a tirarles un par de granadas más, y un par de granadas de humo, y no van a saber por dónde me fui.
Va a ser un día de estos. Sépanlo.

¡Qué ganas de engancharse en pelotudeces!

A vos te molesta que yo escriba eso; a mí me molesta que otros escriban sobre la virtualidad o no de los foristas. Mientras no violemos las reglas, podemos hacerlo (supongo).
Falta que vuelvan a escribir la frase más absurda que leí en el foro: “Cuando vea a alguien con un pin, voy a confiar en él aunque no lo conozca”. Si para tener el pin había que conocerse, ¿cómo podías no conocer a quien lo tuviera?
Lo que digo son dos cosas:
No me va la distinción entre foristas virtuales y no virtuales: ¿querés ejemplos? A Barba y a George no los conozco, y los aprecio y sé que me aprecian.
En una época decían que al conocerse “Fulano no es sólo un nick”. Claro, no es sólo uno, son varios nicks los que usan varios de los que se conocen…
Por cierto, les tengo una noticia: esto es un foro de internet; un lugar en el que la gente participa escribiendo en la PC. Conocerse personalmente es algo que se da por añadidura: no se quiere más o menos al foro, ni se aporta más o menos, por conocerse o no. Especialmente cuando durante mucho tiempo la cuestión de las reuniones fue cooptada por algunos, y había que pasar por una aduana y dar dni, adn y análisis de altura…
Tampoco soporto el verso de “somos todos amigos, la pasamos bomba”, cuando hubo un alto puterío que no fue más que una puja por el poder, para reclutar a otros para un bando, etc. Estoy afuera y sé del conventillo, vi los misiles. Imaginate adentro…
Cuando leo en el foro general las pelotudeces de la amistad y toda la sanata esa, sorry, pero no tengo ganas de dejarlo pasar. Primero, porque es una gran mentira lo de la amistad: solo algunos son amigos (hasta que les pinta la desconfianza, “cuidá tu seguridad”, las fotos, los mp violados… FUCK).
Si estuviera todo bien, ¿por qué hubo foristas reconocidos baneados, cambios de nick (que se supone que no se puede, pero algunos se cambiaron el nick), personas que dejaron de postear con un nick y entran con otro regularmente, etc.?
Una cosa +: ¿es una reunión del foro, como dice el título del tema, o es una reunión de unos foristas y ex foristas del foro?
Saludos

Practicando para el futuro

Ya hace calorcito, digamos octubre, y en la vereda de cualquier kiosco que hay al lado de un colegio, o enfrente, está una pendejita con su guardapolvo blanco, ponele de sexto grado, dándole de acá al Naranjú.

domingo, 6 de julio de 2008

Las celdas de San Carlos

En la columna de la última página del Sí, José Bellas contaba su visita al psiquiátrico donde está legalmente privado de su libertad Charly García.
La descripción que hizo de la zona, como si atravesara un cráter lunar o una región amazónica, revelaba que el Sur de la ciudad no es el territorio más frecuentado por este muchacho (aunque por ahí vive, o vivía, Arnedo, y más allá, Vicentico y Ariel Minimal), y alguien que no la conozca podrá imaginársela a mitad de camino entre lo pintorescou y lo vishero.
Bellas cuenta que dio la vuelta a la manzana buscando los fondos de la clínica, presumiendo que se trataba de un lugar tan grande como para tener salida a dos calles. No es así, y en su recorrido por esa manzana trapezoidal tuvo suerte de no cruzarse con Ciclón, el perro de la familia que vive en Salcedo 3383 aproximadamente (la plaquita con el número junto a la puerta está ausente), y de no ser atacado por él (ambos verbos son equivalentes en este caso).
Tampoco se encontró con la onírica imagen de seis ruedas, unos tubos, una columna de transmisión y un motor conducidos por un tipo con casco, asombrosa forma que tienen los colectivos cuando están desnudos, apenas con unos listones de madera soportando precariamente las luces de posición. Ocurre que junto a la clínica, y con salida a dos calles, hay una concesionaria donde se venden chasis de colectivos.
Por lo demás, García está secuestrado legalmente allí debido a que se lo considera peligroso para sí y para terceros, y permanecerá en ese centro de detención hasta que se lo traslade a otro donde deberá tratar su adicción a las drogas. No muchas décadas atrás podría haber sido enviado a un centro reeducacional similar quien fuese puto, por ejemplo. De hecho, en algunos países aún pasa eso.
Los perseguidos de hoy, aquí, son los que consumen ciertas sustancias y, por un hado aciago, se despistan, y el choque llama la atención de la yuta de azul y de la yuta de blanco.
El Estado, que no protege en miles de otros casos en los que debería proteger (salí a la calle y mirá), se hace presente con toda su fuerza coactiva y, sólo porque algo te pegó mal, te encierra en esos lugares donde la picana eléctrica es legal bajo la forma de electroshock, y donde uno encuentra cualquier cosa menos lo que necesita.
“Lo protegen de sí mismo”, dirá un psi; “no puede tomar decisiones”, mentirá otro, únicamente porque esas decisiones no son las que él quiere o aprueba. Mientras, en esa prisión están chochos con la publicidad gratuita que les da el quía, y el cholulismo de su vocera, bien teñida de peluquería y maquillada para salir en la tele, que se refiere al paciente como “Charly”, con una confianza y una familiaridad que no sé quién le dio, revela las características de la normalidad que allí impera.

Free García, NOW. Y tráiganme unos rivaldos. Un whiskacho, no, que me cae mal (lamentablemente, porque era tan rico…).

No te va a gustar

Si algún día caés por acá y te gusta algo de lo que leés, sabé que inexorablemente vas a encontrar, muy pronto, otra cosa que te va a indignar, aburrir, asquear, o simplemente va a hacer que busques el siguiente blog.
Más que para advertirte, calculo que lo escribo para recordármelo.

Jazz

Hace muuuuucho que quiero escuchar jazz. Claro que el jazz, como el rock, tiene infinidad de épocas, estilos, subgéneros; así, intuitivamente, estoy cerca de lo que decían en un programa de La Tribu, que les gustaba el jazz moderno, salvo cuando pierde la belleza de la melodía.
Como en tantos aspectos de mi vida –¿cómo en toda mi vida?–, nunca encontré a nadie que tirara una onda iluminadora que me acercara a un lugar grato. Y la autodidaxia es desgastante, onerosa y no siempre funciona: sabías de la grositud de Miles Davis, habías escuchado un par de temas copados en el programa de Casero o en no sé qué radio. Y te gustaba, y te gastabas 15 o 20 mangos en Musimundo comprándote un disco del quía, y por ahí tenías la mala suerte de que era un disco “eléctrico”, o medio funky, o cualquier otra garcha.
Claro, entonces no había Internet: ahora los discos (las canciones, en realidad, porque el concepto de disco también quedo obsoleto) se bajan de la web.
Según una nota de la revista cultural de La Nación, con respecto a Monk debería probar con “Thelonious Monk with John Coltrane”, “Monk’s dream”, “Genius of modern music” y “Brilliant corners”.
De Davis, una vez me compré una recopilación de ocho temas llamada “Ballads”, de los cuales cuatro son una bazofia melosa onda Kenny G, y los otros cuatro están realmente buenos.

“El periodista y escritor Rodolfo Walsh”

En varios medios he leído y escuchado que se menciona de esa forma a Walsh, como parte de la noticia del procesamiento del represor Cavallo.
Prolijamente se omite su condición de guerrillero; más precisamente, la de jefe de inteligencia de Montoneros. Y esa omisión es una manera de ningunear su decisión de tomar las armas y estar dispuesto a matar y a morir por sus ideas o por lo que fuera que lo motivara a la acción armada.
Las causas de la omisión, que, ciertamente, no es casual, me resultan desconocidas. En cambio, me parece evidente que mientras el pasado sea referido de modo sesgado e incompleto, no podrá analizárselo ni comprendérselo cabalmente, y seguiremos sometidos a la manipulación que de él se hace a diario.

La invasión de lo privado en lo público

Asistimos, inermes, a la invasión de lo público en lo privado, al entrometimiento del Estado –y los particulares– en nuestras vidas, filmados, espiados, controlados, hackeados…
Pero aun más atroz, ante todo por la poca conciencia que hay de ella, es la invasión de lo privado en lo público: estoy podrido de escuchar conversaciones ajenas por celular, harto de los ringtones “originales”; especialmente intolerante con los desconsiderados que ponen el celular como handy, de modo que se escucha lo que dice el otro (cuando salen al balcón a buscar mejor señal… uffff); impresionado por los que hablan solos por la calle, que no sé si son locos comunes o locos con bluetooth; hastiado de escuchar conversaciones y discusiones de vecinos, con las bolas llenas de los que me obligan a escuchar su música desde el departamento, desde el auto, desde el walkman/mp3.
¡Ni hablar de la caca de perro en todas las calles! ¡Ni hablar de los rottweilers sueltos, sin correa ni bozal! Como en el living de casa, pero en el medio de la calle. “No, si no hace nada”, dice el forro del dueño, y avanza ese dóberman inflado a anabólicos…
¿Será de dios que, como los nenes de 4 años, no registren que hay un mundo alrededor de ellos?
“Estoy en mi casa y hago lo que quiero”, dice. Pedazo de imbécil, tu “casa” es un departamento, está pared de por medio con el otro; es como si estuvieses en la habitación de al lado. Si vos podés poner la música a ese volumen, todos podemos poner la música a ese volumen. Y si todos ponemos la música a ese volumen, el edificio sale volando…
Harto de la polución sonora, insto a los ingenieros y desarrolladores de edificios de departamentos a que, en vez de dotar a sus nuevos proyectos de instalaciones y servicios que favorecen esta dilución, como el fucking SUM, la pileta o la parrilla –gracias, no uso–, se encaminen a asegurarle al morador el descanso y la tranquilidad que desea.
No me vendan verde, ni luz, ni categoría: ¡¡denme silencio!!
No sólo es el ruido; es la pérdida (o la carencia lisa y llana) de la noción de privacidad, que implica, a su vez, la idea de lo público; y la idea de lo que es privado, pero no mío, sino del otro. La famosa frase de que mi libertad termina donde empieza la de los demás…
Lo público, en lugar de ser tenido como lugar común, de intersección, es apropiado siguiendo una lógica –carcelaria, guerrillera o la que sea– que lleva (obliga) a ocupar los lugares que se ven como vacíos. ¡Pero no están vacíos! ¡Son de todos! O, mejor, son PARA todos. La vereda es para todos, aunque en ese momento no pase nadie.
Así, cada lugar público es visto como un espacio a ocupar con el interés privado: la playa; las plazas, con los recitales y las movidas culturales movidas por cuatro gatos locos, y la venta de chucherías de los artesanos; la vereda, para que cague el perro o pongan una garita “pagada por los vecinos”; los árboles, para que mee el perro o para poner las placas al pie, recordando a los “detenidos-desaparecidos”; las mesas de los bares; el mismísimo aire, contaminado, envenenado, o sacudido y estremecido por el botellero con megáfono, por el Pomelo que se gastó su módica fortuna en el equipo de audio del auto o por el vecino que pone la música a todo volumen, no para escuchar música él, sino para que todos nos enteremos de que escucha música/de qué música escucha. La música como bandera, los ringtones como banderas que se clavan en el aire, en mis tímpanos, conquistados por el invasor…

Y vos, Tati, y tu amiga Tota, y tu otro amigo, con los que hablaste durante todo el viaje en el 168, obligándome a escuchar tu baldía conversación con esas personas ¡a las que ibas a ver dentro de 20 minutos!, la concha de tu madre y la pelotuda que te educó.

Por suerte, la vengo piloteando

Otros criterios diagnósticos a considerar incluyen que las crisis se han seguido durante un mes o más de: a) inquietud persistente ante la posibilidad de tener nuevas crisis; b) preocupación por las implicancias de la crisis o sus consecuencias (por ejemplo, perder el control, tener un infarto de miocardio); c) cambio de conducta relacionado con la crisis.
Además, las crisis no se deben a los efectos fisiológicos directos de ninguna sustancia o enfermedad clínica y son recidivantes.

Eye contact (I)

Por Colombres la luz solar ya no puede traspasar los edificios ni las copas de los árboles, y es lentamente vencida por el alumbrado público. La incipiente penumbra no me impide ver que, caminando en sentido opuesto al mío, viene una pendejita que no tendrá más de 12 años, bastante linda, y le clavo los ojos, y ella también. ¡Uy, me miró! Lástima que sea tan chiquita. Envalentonado por la imposibilidad de que me dé bola, me doy vuelta, y veo que unos metros más allá ella también se da vuelta. Y nos vemos por última vez.

HSBC libre de humo

En la esquina de Solís y Cochabamba hay una dependencia del HSBC. No es un banco ni parece haber atención al público, pero grandes carteles anuncian su pertenencia a esa multinacional.
La cosa es que allí son muy cuidadosos de la salud de sus empleados, y es un ámbito laboral libre de humo: el aire que se respira está calefaccionado, tecnificado, filtrado, enfriado, manipulado, y recibe el nombre de puro. Así, los empleados fumadores de cigarrillos legales deben salir a la calle para consumirlos, seguramente con algún tipo de condición en cuanto al tiempo y la cantidad de veces.
Uno pasa por esa esquina y ve a muchos empleados bancarios fumando, y casi no puede transitar por esas veredas, la oriental de Solís, la sur de Cochabamba, y debe avanzar a tientas, enceguecido por la neblina localizada que producen esos hombres chimenea y ahogado por su humareda cancerígena.
Y aunque hay un gran cenicero junto a la puerta, los empleados del HSBC prefieren tirar las colillas en la vereda, alfombrándola con el beige y el blanco, y a veces también el rojo labial, de los puchos, y cientos de ellos por día van a parar al sumidero o pasan a ser abono nicotínico para los árboles que flanquean la entrada del edificio.

laceci_07 (también se ríe de mí)

Fui al cíber y me tocó una máquina junto a una pendeja bastante arregladita que firmaba fotologs. Al rato se puso a hablar por celular en voz considerablemente alta, y poco después llegó al local su interlocutora, quien se sentó junto a ella.
Vestía su celu, su cámara digital (este adjetivo delata mi edad) y un piercing en la nariz, y ameritaba un pijazo más que la otra. Hablaron del cole, de sus amigos/compañeros, del pool donde paran; le sacaron fotos a su fotolog (www.fotolog.com/laceci_07) y chatearon con unos chabones pidiendo que las invitaran a tomar un helado.
En un momento chusmeo su pantalla para ver qué están mirando. Ellas lo notan, cuchichean un instante, lo que contrasta notablemente con la exhibición de la conversación que venían haciendo, y se cagan de risa. Mal.
De mí.
No es la primera vez que me pasa. Una tarde caminaba en cueros frente a la Rural, por Santa Fe, y una flaca sentada en un bar, en las sillas de la vereda, vomitó su risa al verme pasar, abrumándome, o avergonzándome, tanto que un par de cuadras después doblé por Darregueyra y me puse la remera. En un pasillo de PuTan, del lado de Bonifacio, me crucé dos veces en tres minutos con dos minas, cuando iba al baño y cuando volvía, y esa segunda vez, al verme, se miraron y se rieron. En la parada del colectivo, otra vio, mirando desde detrás de mí, el aumento que tenían mis anteojos y también se rio. Y otra llamó a su amiga –“vení a ver esto”– mientras yo pasaba cargando no sé qué cosa rumbo a mi ex laburo, a unas casas de distancia, y no pudieron reprimir esa risita que quizá sea consecuencia de algún daño neurológico. Y otra más le advirtió “es horrible” a su compañera cuando ambas caminaban detrás de mí, una noche, cerca de Alto Palermo, y seguramente mi pelo largo les había llamado la atención. Y hubo otra que dijo en voz alta: “Mirá, el Tío Cosa”, cuando todo el pelo me quedó en la cara, acá, cerca de casa, en la esquina donde dobla el viento. Y una pendeja con uniforme de secundario privado berreta se acercó cuando bajé de un taxi y me empujó levemente, y cuando salí de la sorpresa y giré para ver adónde había ido, o qué había pasado, la vi junto con sus compañeritas, en la vereda de enfrente, cagándose de risa.
Si aún no me convertí en un asesino serial misógino despellejador de pendejas pelotudas, bueno, calculo que nunca lo seré…