martes, 29 de diciembre de 2009

Felicidades

Pan dulce en Nochebuena… No. (Y qué bueno que al menos no hubo el humillante pan dulce del año pasado, o del anteaño, que no tenía pasas, ni frutos secos, ni nada, salvo cinco trocitos de frutas abrillantadas). Sanguchitos de miga en el cumpleaños… Tampoco. Regalos en Navidad, cero. Regalos en el cumple, cero. Llamados relevantes, nop. (¡Ey!, los relevantes ocurren a menudo, no un día por año) .
El 24 a la noche me voy a dar una vuelta por acá, huyendo del aire petrificado que se respira en casa para estas noches, del aire agitado que llega por las ventanas, que termina agitándome y haciendo que anhele lo que detesto. En el pasillo tengo que escuchar las gastadas palabras decembrinas en boca de vecinas cordiales que me saludan, me preguntan por mi familia, me desean felicidades y tienen el buen tino de no preguntarme dónde paso las fiestas.
Escucho esas palabras, como hace 3x años que las escucho, y ya no me suenan cada vez más vacías porque no hay espacio para más vacío. Igualmente, practico la cortesía –seguro que torpemente– y hasta trato de pronunciar alguna reciprocidad. Sé bien que no hay margen para decir nada de lo que pensaba comentar, para ver si me ven, en los lugares donde, iluso, creí que iba a poder estar en estos días… Aun así se me escapa –¡todo se me escapa!– un bufido irónico ante una pregunta de circunstancias que tengo ganas de contestar en serio aunque refuerce el statu quo y quede como un freak desubicado desequilibrado. El bufido es mi manera, incompleta, de decir algo yo. No importa si no les importa. Y al final no soy un salvaje diciendo todo ni un simulador 100% careta. Y quedo mal igual.
Cerca de las diez, la gente está viajando o llegando a su destino: niños excitados, viejas producidas, adultos con la satisfacción del polvo consumista en el ceño. Manos malabaristas se encargan de las fuentes, las botellas, los tuppers, los sacan con cuidado del asiento de atrás, del baúl, tocan el timbre mientras su dueño sostiene los presentes entre el pecho y la pared para liberarlas. Los equilibristas prefieren ir caminando, con las fuentes en la mano, con los regalos en las bolsas de cartón que anuncian la marca, con los chicos que se alejan y se acercan corriendo como un yoyó irritante. Otros hasta llevan al perro.
Los stops de los autos y las balizas remedan las luces de un árbol de Navidad en la avenida. Los linyeras que duermen bajo la autopista arman su asado en la vereda de la esquina. Alguien espera un bondi, y el bondi todavía pasa. Junto al portón del colegio, un homeless se desinfla sentado en un banquito, apoyado contra su carro de cartonero repleto.
Menos de una hora más tarde, retorno al mismo lugar, y no solo las calles interiores están desiertas. Por la avenida vienen no más de cinco autos cada vez que abre el semáforo, por la perpendicular un Ka cruza en rojo y casi me atropella…
Como peatón, encuentro la soledad de la madrugada en veredas y calzadas, pero desde las casas llegan sonidos únicos, que ningún otro día, a ninguna otra hora, se oyen con esa unanimidad. Salvo, claro, en exactamente una semana. Por las ventanas se ven mesas largas, fuentes, botellas de sidra, gente reunida, adornos encendiéndose y apagándose convulsivamente. Las voces viran al grito con facilidad, con insistencia. Rodrigo recuerda que es cordobés desde un balcón repetido, con un arbolito y una tele encendida asomando. El único bondi que pasa va totalmente vacío, y llegará a la terminal después de las 12.
En la esquina del colegio, un tipo que tal vez espera para cruzar me dice algo con dicción arrastrada. Le pregunto qué porque no entendí, y me desea felicidades, feliz Navidad, mientras lucha con el viento para prender su pucho. Le retribuyo el deseo. No le pregunto por qué me lo dice a mí, que camino con los brazos cruzados por el fresquete y para que el torso no se termine de derrumbar, y no al tipo mejor vestido y de paso más decidido que finalmente entra en el edificio que está antes de la cortada.
Enfrente, el homeless se acostó sobre unos cartones, pegado a la pared, cubierto por una cobija multicolor, la cabeza casi debajo del carro. Cerca del cordón hay unas galletitas redondas tiradas en la vereda. A veinte metros, una combi para en la estación de servicio a cargar nafta, y a veinte metros en otra dirección, el seguridad de la torre donde vive Clon de Emme apura su cena navideña mientras relojea los múltiples monitores.
Doce menos cuarto empiezan a sonar cada vez más cohetes, y hay que caminar mirando para todos lados porque algunos se disparan casi a ras del suelo, y otros, hacia arriba, y otros caen desde los balcones y las terrazas. Ya no da para más seguir yirando. El cansancio y el viento sur hicieron lo suyo. Tanta gente teniendo, también.
Me molesta la exhibición obscena de todo lo que parecen tener, de quienes lo tienen. Me pega mal. No porque desee especialmente lo que tienen: me la soban el arbolito que no tengo, la obligatoriedad de la alegría, la sociabilización compulsiva y toda esa parafernalia. Me molesta porque me recuerda lo que no tengo, porque me recuerda que las cosas pasan en otro lado, están pasando ahora, y yo estoy afuera. No estoy.
Y aunque me importe nada el árbol de Navidad, recojo un adorno que encuentro tirado en la vereda, y me choreo otro que se cayó del arbolito que pusieron en la entrada del edificio. No sé muy bien para qué, pero quedan por días en el alféizar de mi ventana, una bola brillante, azul, y una roja, opaca.
Me vuelvo a casa y me encuentro de nuevo con esos canelones insípidos que no tengo ganas de comer y con la misma realidad que dejé cuando me fui, que me dispara esta aplastante combinación neuroquímica. Si pudiera, a estos días les metería fast forward hasta agosto. (Y, la verdad, a veces creo que toda mi vida pasó en fast forward) .
Prendo la tele, y en TyC pasan un resumen de las jugadas espectaculares del año: golazos, patadones, pifias… La musicalización no es la que uno esperaría para esas imágenes, no es la que los medios te presentarían un 24/12. No pusieron “Walk of life” ni ningún rocangol argento: eligieron “People are strange”, de los Doors. Y lo que sonaba en mi cabeza ahora está en el aire.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

En una Navidad(muuuuuuuuuy lejana) se cayo(o tire) del arbol una bola azul./Hablamos d los ochenta,las bolas(al menos las d esa casa, en esa epoca) eran las de vidrio/.La bola estallo y las esquirlas fueron a parar a mi ojo derecho y yo directo al Santa Lucia o al otro q llegas re facil con el 34.
Esto me lo contaron yo no me acuerdo.Y Navidad a Navidad tambien me voy olvidando lo q no me acuerdo y alguna vez me contaron(y no me van a volver a contar).



*Papa Noel no existe.....pero aguante el Rojo!!!!!!!!!.







Felicidad--Vitamina(kito los vidrios,me trago el resto).
La felicidad es...

Anónimo dijo...

La felicidad es...


Es aquello a lo que querría contribuir con estas manos (impontentes, golpeadas, heridas, cansadas).

Olga Eter dijo...

“Esto me lo contaron yo no me acuerdo.Y Navidad a Navidad tambien me voy olvidando lo q no me acuerdo y alguna vez me contaron(y no me van a volver a contar).”

Acá es cuando quiero decirte algo, y no sé qué.
Incluso decir que no sé qué decir me suena pobre, choto y vacuo.
Fuck, mis palabras son impotentes. (Como las manos del anónimo del 16/1).