jueves, 29 de julio de 2010

El cobayo Pablo

La masificación del fútbol, su llegada a públicos que antes no lo consumían y su simultánea mimetización con la Patria surgieron con el mundial 78. Es un legado de los militares, quizá el más poderoso que dejaron en términos culturales.
En realidad, no se trata del fútbol; es el nacionalfutbolismo. Un mes cada cuatro años, las ideas de país, patria, nación, la bandera, el nombre de este ispa, los colores celeste y blanco, ese sentimiento de unidad tan asqueroso, todos congregados por el balompié.
Y el merchandising embanderado para vender supertelevisores, nafta, gaseosas, lo que venga. Y la recomendación de que no nos movamos, de que mantengamos nuestros lugares, de que no hagamos nada distinto de lo que ya hicimos. Es por cábala. No por otra cosa…
Entre toda la mierda mediática, uno, que es futbolero, puede ver con una nitidez abrumadora el chamuyo, y la fruta, y las mentiras que los medios dan a luz todo el tiempo. Acá no sólo sé que me mienten, sino que reconozco las mentiras. Las veo, las distingo. Y me indigno, y le hablo a la tele cuando los infelices de TyC (Garófalo y Rodríguez) dicen que una camiseteada en el área –al nueve norcoreano, contra Portugal– no es penal, cuando el pelotudo arquero argentino se opone a la tecnología diciendo que el fútbol es para vivos, cuando el gran diario argentino dice que contra México la selección no brilló como otras veces, cuando casi nadie dice que hubo ful en el gol de Heinze. O cuando un genuflexo, probablemente Arévalo, impone entre muchos otros integrantes de la corte andante del DT la pregunta certera: “¿Cómo te sentís para seguir dándoles alegrías a los argentinos?”.
Además de todo eso, viene el entorno, lo que no es fóbal, el relleno. Belén Francese y Roberto Giordano, los hinchas disfrazados, las vuvuzelas, las notas de color, los vestigios del apartheid, el cotillón que entretiene a los que no tienen idea de nada. Todo eso que ya es un pasado borroso, casi atemporal, ausente definitivamente de la memoria de corto plazo, y cuya permanencia aleatoria en la de largo revela la manera en la que sedimenta, como el recuerdo del nombre de un actor de reparto de una serie vieja.
En ese barullo apareció el pulpo Paul. Cuando empecé a escribir el post explicaba quién era y qué hacía. Ya no es necesario. Ocho de ocho metió. Tuvo su pegada la boludez esa, porque varios programas argentos la remedaron. Entre ellos, el de Pettinato. Ahí pusieron un cobayo, al que llamaban Pablo, que hacía una gracia similar.
Pasaba yo por el zapping y vi al cobayo, y la flasheé como la flasheo frente a cada vidriera de una veterinaria donde hay un cobayo. Lo vi comiendo su hoja de lechuga, y dejé de ser yo, el que estaba en el sillón frente a la tele. Lo vi en primerísimo plano, vi sus bigotes, y su boca triangular, y su movimiento masticatorio, y me quedé absorto, semitransportado a mi niñez.
Como todos los que veo en las veterinarias, no era igual a los míos, albino de ojos rojos. Suelen ser tricolores. Este era bayo, como si se hubiese dado la carmela del Bambino. Un cuis bayo, un cobayo etimológico.
Yo nunca sé cuándo corresponde decir que quiero a alguien, con qué sentimientos encajan esas palabras. Y seguro que para cada uno es algo distinto. Pero supongo que el aturdimiento y las alteraciones neuroquímicas y las lágrimas y el cambio en la temperatura de mi cuerpo, y lo que no noto, o se me escapa, o, sin escapárseme, escapa a mi capacidad de decirlo, se pueden traducir en esas palabras.
Entonces, ayudado por la libertad que da saber que no les agito la vida (porque están muertos) y por la certeza de que, al tratarse de animales, no voy a lamentar que haya surgido mi afecto, puedo decir que a mis cobayos los quise mucho.
En especial, al último, que durante bastante tiempo fue el único que quedó, cuando los demás fueron muriendo, cuando los hijos que había tenido con su madre fueron regalados.
Recuerdo tanto cuando lo sacaba de la caja de cartón en la que vivía, que estaba en mi pieza, y lo ponía sobre mi cama. Y él se quedaba ahí. No hacen muchas cosas los cobayos, salvo estar ahí –lo que no es poco a veces–. Y jamás me meó la cama. Cuando tenía ganas de hacer pis, empezaba a lloriquear levemente, en especial cuando lo acariciaba. Y yo sabía que tenía que ponerlo en su caja de nuevo. Lo ponía en la caja y él, el de la mano negra, se echaba un cloro caudaloso.
Recuerdo a su abuela, a quien le ponía el dedo en la boca y lo lamía, como dando besitos. Recuerdo a su abuelo, a quien pedí que sacrificaran cuando ya ni se movía, pero aún no se moría. En esos (¿dos?) días culminaba un deterioro de su salud que por semanas hizo que hubiera que sacarle la mierda del culo (cosa que nunca hice, confieso). Y pedí que no sufriera más.
El abuelo no había nacido acá, y era medio bravo. Fue él quien saltó de su caja, que también estaba en mi pieza, y saltó a la caja de otro macho -¿su hijo?, ¿su nieto?– y lo atacó, y después saltó por tercera vez, huyendo de esa caja, y lo encontramos suelto en mi pieza. Yo me había quedado dormido con la luz prendida, y apenas si me desperté con la escaramuza, pero no registré lo que pasó, y tardamos unos días en descubrir la herida que tenía el otro en el costado. (Y, como siempre, las cosas pasaban delante de mis ojos, y yo dormía. Great).
Recuerdo a su madre, que saltaba del patio al jardín, subiendo, y del jardín al patio, bajando, incluso preñada. Recuerdo que en un tiempo se comía una pata: se morfó las uñas y los dedos de una pata trasera, y había que curarla y hacerle una botita con la gasa (cosa que nunca hice, confieso).
Recuerdo a su padre, el hermano de su madre, que murió pronto. Pensábamos que eran dos machos, o dos hembras, y los poníamos en la misma caja. Y no eran del mismo sexo, nop. Ni conocían el tabú del incesto…
Recuerdo a la primera que trajeron, que, dicen, el día que murió quiso ir al patio, al jardín. Recuerdo que al principio me daba impresión agarrarla. Si el día estaba lindo, la soltábamos para que pastara; después, para entrarla, había que correrla, y la guacha se escapaba de todos, menos de mí. Porque sabía que no la iba a agarrar, que sólo ayudaba a arrinconarla.
Ya viejo –creo que vivió seis años–, el de la mano negra, que tuvo varios nombres, empezó a tener ataques de epilepsia, o algo similar. Había que sostenerlo para que no se golpeara contra el cenicero que le servía de bebedero (cosa que nunca hice, confieso: sólo sacaba el cenicero de la caja). Además de la sensación desagradable de ver al bicho así, supongo que la idea de sentirlo en la mano me daba más repelús, amén de no saber medir la fuerza con que agarrarlo.
Fue para esa época que saqué la caja de mi pieza. No me di cuenta por qué lo hice, no fue consciente. No sé qué día fue, ni si pasó algo especial para que lo hiciera. Me acuerdo también de eso, de la caja sobre la estufa vieja, que estaba en el living, seguramente en primavera. Hasta que se murió. Me acuerdo de levantar el diario que cubría su cadáver para verlo, para ver cómo era eso de la muerte.
Mucho después me di cuenta de que no me lo había bancado, de que no lo había bancado. Él me bancó, y yo no pude. Y me acuerdo de que sólo dio contárselo a alguien el año pasado.
La flasheo siempre, pero seguro que ningún cobayo podría ser como ellos. Capaz que son como Pablo, que le acercás el dedo a la boca y te lo muerde, como se lo mordió a Pettinato. Capaz que me rehúye, como se me escapaba la coneja de mi dentista, mientras yo me revolcaba por el piso de su living y decía “perdí mi feeling con los roedores”. Capaz que me mea.
Y, sobre todo, yo no puedo ser aquel. No puedo ser un niño, no puedo ser de nuevo, no puedo ser el que pude ser y se rompió no sé dónde. Ojalá, entonces, que pueda ser, y ser mejor que ese, y pueda bancar a los que me banquen. Eso sí.

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