miércoles, 18 de agosto de 2010

DOTA

La empresa DOTA es la prestataria histórica del servicio de la línea 28 de colectivos. Durante los últimos lustros se ha expandido enormemente y se ha convertido en uno de los dos grupos hegemónicos en el autotransporte de pasajeros porteño.
Pero esa es otra historia.
Lo que quiero contar pasó cerca de treinta años atrás, cuando solo operaba la 28, cuando la 28 era verde con marrón y ocre. Supongo que sería una tarde de fin de semana, que habríamos salido a pasear. Estábamos mi madre, mi abuela –su madre– y yo, y tengo la incomprobable certeza de que sucedió en la estación Rivadavia, cerca de la General Paz.
Pasó un 28, y yo leí su razón social pintada en el lateral del coche, debajo de las ventanillas. “DOTA”, dije en voz alta. Y me dieron vuelta la cara de una cachetada (¡oooops! “Dar vuelta la cara” en lugar de “pegar” quizá sea terminología de ese tiempo, de esa gente). No me acuerdo de quién me pegó. Sólo recuerdo que traté de explicar que dije “DOTA”, tal vez a partir de una pregunta retórica como “¿qué dijiste?”. Traté de explicar que dije “DOTA”, y no “loca”, que es lo que habían entendido, pero ya era tarde.
Es raro. Sólo tengo el recuerdo –o el recuerdo del recuerdo– de que me pegaron. No sé quién fue. No sé si lloré ni cuál fue mi reacción más allá de esa respuesta. Como si hubiese una escena ausente, cuyo contenido conozco, pero no recuerdo. Lo mismo me pasa con un par de golpes que creo haber recibido de manos de ellas o de mi padre. Por ejemplo, esa vez en el patio de casa, donde ahora está la maceta de plástico: no tengo presente el golpe, aunque apostaría a que existió. En la memoria se configura un escenario de violencia, de llanto enrojecido y descompuesto, seguramente. Pero el golpe, no. El autor, tampoco.
La otra es más cercana en el tiempo. Yo tendría nueve o diez años, era la hora de la siesta de un domingo que había carrera, y algo despertó a mi viejo. Probablemente fue algo que hice, quizá el elevado volumen del televisor. Se levantó muy enojado, abrió la puerta de la habitación matrimonial, vino por el pasillo hasta donde se abre el living, y me gritó malamente.
Esa tarde la terminamos refugiados en lo de mi abuela. Esa vez hubo consecuencias: el televisor fue desalojado de casa, y tuvo que exiliarse allá. Recompuesta la calma, a veces iba –me llevaban– a ver tele al departamento de ella, hasta que al año siguiente compramos otro.
No sé –no recuerdo– si llegó a pegarme. Igualmente, fue una situación de violencia e indefensión, y así permanece en la memoria. Podría decir, entonces, que de un modo u otro fue un golpe, que dejó marcas. Pero es bastante barata la comparación: es la comparación que hace alguien a quien nunca le hicieron sangrar la nariz de un viandazo.
Cuando era niñx, como castigo, solían encerrarme en el baño. Con la borrosidad y la certidumbre de un recuerdo de la temprana infancia, me veo allí, esperando desesperadx que los carceleros sintieran satisfecha la necesidad de afirmar su poder y volvieran con la llave. De eso sí me acuerdo, pero de los golpes no. Y estoy segurx de que existieron.

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