lunes, 27 de septiembre de 2010

Desamparo y desesperación

La escena la ves a menudo. Si pasás por un colegio o por una plaza, la podés ver todos los días. Un niñx que camina junto a un adultx, generalmente la madre, y que por algún motivo deja de caminar. Se cuelga mirando algo, se llena de asombro por una cosa que nos resultará insignificante o indescifrable, se queda procesando y configurando alguna parte del universo.
Y la mina lx caga a pedos, le grita, a veces lx hace llorar, siempre termina amenazándolx con abandonarlx, con dejarlx solx. Simula irse, y se aleja, hasta que el crío cae en la cuenta y sale corriendo para alcanzarla.
Te digo, lo vi mil veces. Y nunca intervine. Siempre creo que debería hacerlo, pero no lo hago. No sé por qué. Tal vez porque supongo que esa criatura no va a odiar a quien lx está maltratando, porque esa violencia quedará desleída por el mandato del amor filial.
Una de esas mil veces la tengo presente con todo detalle. Fue en Estados Unidos y Sáenz Peña, fue una tarde nublada. Yo caminaba hacia el Este por la vereda impar, y apareció la mina esta gritando “me voy y te dejo solo”, y el chico atrás, casi del otro lado de la ochava.
Cuando por fin el pendejo se rescató y corrió a buscar a su madre con la cara enrojecida de llanto, cuando vi su expresión y su lenguaje corporal, me sobrevinieron dos palabras: desamparo y desesperación. Y la imagen linkeó directo al recuerdo de un ataque de pánico.
Con una facilidad siniestra, y solo para exhibir el poder que tiene en esa relación asimétrica, la forra del orto esa le provocaba a su hijo una reacción química en la cabeza y en el resto del cuerpo que puede no limitarse a la sensación espantosa del aquí y ahora, que tal vez determine la proclividad del chico a sufrir ese trastorno en su adolescencia o en su adultez.
Todo porque el pibe flasheó con una baldosa o con una paloma…
Yo no sé si me pasó eso en mi niñez, no sé por qué tuve ataques de pánico (y tal vez sean hereditarios, porque mi xadre también tuvo; tal vez sean parte de esa herencia de mierda que me dejaron, que incluye no solo la cabeza que me construyeron, sino el ADN que me legaron).
Lo que intuyo es que si me sucedió algo parecido a lo que describo, fue en verano. Porque los episodios heavies de pánico me ocurrieron en sendos veranos. Lo que sé es que más de la mitad de mi vida la viví con esa nube negra formándose y deformándose sobre mi cabeza, sobre mi parietal derecho. Dos veces se desencadenaron chaparrones que inundaron todo. Y varias más no pasó de un relámpago, de una descarga que me hizo zapatear, como un boxeador que sintió la mano, aunque logré mantenerme en pie. Y muchas más, simplemente el miedo al miedo: el temor de encontrarme en una situación que pueda ser la antesala de un momento que pueda ser el preaviso de… El recuerdo de que eso está/estuvo/puede estar ahí.
Por eso lo bueno que es no acordarse, no mentarlo. Saber que pasó, porque pasó, pero no mirar el abismo: matarlo con la indiferencia, y cruzar los puentes de Puerto Madero por el medio de la calzada y no por el paso peatonal. Cuando reaparece en la memoria es porque algo falla.
Todo el clonazepam que tomé últimamente no parece haber sedimentado lo suficiente. De hecho, creo que no opera sobre lo que está en juego cuando me ocurre algo así. La fuerza oceánica con que se desatan el desamparo y la desesperación no se controla con medio, uno o dos miligramos de clonazepam, esos que en una época llevaba en el bolsillo como un talismán. Se controla, en todo caso, con otra fuerza irracional, la que en mi adolescencia hacía que el mero contacto de un Lexotanil con mi lengua me tranquilizara. (Las desventajas del conocimiento… Ahora no sé si podría pasar eso). Y se desdibuja hasta el olvido cuando sucede algo que es tan irracional que no puedo explicar-me-lo, pero que seguro se vincula con la calma, la certidumbre y la presencia.
La última vez no me pasó en verano –todavía no llegó el verano–, y volví a ganar esa pulseada para la que ya tengo el bíceps hipertrofiado, pero también muy cansado. Siempre gano. Siempre les gano a la agitación, a la inquietud, a la zozobra. El problema es el precio, es todo lo que pierdo para ganar, para no perderme.

1 comentario:

olga dijo...

Releyendo mi blog, me acordé del título de este poema de Jacobo Fijman:

VÍSPERAS DE ANGUSTIA
Atmósferas de marasmo despedazan mis ademanes.
Pasos furtivos
en los malditos huecos de mi ser;
desolaciones alteradas.
Azar; ideas fijas.
Revolotear de músicas celestes.
¿vísperas de una nueva angustia?
Sospechas.
Soy de los que no vuelven, hermanos míos.
Atmósferas de marasmo
en torno del más fragante pino.
Amor, alégrame el camino.
¡los fuegos fatuos!
¡Quebrantaré la vida por mi vida
por el imposible contacto de la eternidad!
Pasos furtivos
en el hueco de mi ser;
yo soy el prometido, el anunciado.
Revolotear de músicas celestes.