miércoles, 26 de enero de 2011

La parada del 96

Habían empezado a caer esas gotas que no mojan y que parecen una lluvia oblicua de alfileres cuando pasan junto a la luz. Así que decidí ir en colectivo. De noche, la frecuencia mengua, ya lo sé, y más la del 96, que viene cuando se le canta el orto, pero no se me ocurría nada mejor.
Encontré la parada y comencé a esperar guarecida bajo el techo del refugio. Una hilera de pelotudos había estacionado sus autos (y sus camionetas altísimas y sus trafics) casi junto a ella, de modo que obstruían buena parte de la visión de la avenida. Maldigo a esos infelices, en especial cuando dejan un espacio de un par de metros entre auto y auto a la altura de la parada para que bajen a la calzada los inminentes pasajeros, de cuya existencia saben, según revelan con ese gesto. Tal vez esperan que les agradezcamos la generosidad…
Y como tenés que bajar a la calzada para ver si viene el bondi, el chofer ni se calienta en arrimar a la vereda aunque tenga lugar para maniobrar. ¡Millones gastados en colectivos de piso bajo para que una banda de automovilistas autocéntricos te obligue a hacer alpinismo bondiero! Esta vez había espacio para que el fercho se detuviera a un pie del cordón, si bien habría tenido que parar varios metros más adelante porque la fila de autos terminaba muy cerca de la parada.
Cuando paso por una situación así y logro tomar distancia y verla como algo que no es natural ni correcto –y esta vez tenía tiempo para pensar en eso y darme cuenta–, no entiendo cómo nadie prohibió estacionar en las cuadras donde paran colectivos. Porque está prohibido estacionar diez metros antes y diez metros después de la parada, pero muchas veces ni un poste hay. Es una parada sobreentendida. Y aunque haya chapas en los árboles, postes o refugios, los automovilistas no suelen registrar que existen los pasajeros de colectivos.
(Ya bastante les cuesta registrar a los peatones, y muchas veces estacionan en la ochava o sobre la senda peatonal, pese a lo evidentes que son, o no les ceden el paso. ¡Y yo pretendo que noten la existencia de alguien que está sobre la vereda, quieto y al margen…!).
En realidad, prohibiría estacionar en toda la ciudad. A todos nos molesta tener que bajar de la vereda porque un grupo de homeless la tomó como su casa y ocupa completamente su ancho con sus enseres, y aun más allá con su olor. Entonces, ¿por qué la ciudad debe tolerar que se ocupe parte del espacio público con un uso particular que sólo beneficia al propietario de ese auto y, en cambio, perjudica a muchos? Si querés tener un auto, también tenés que tener dónde guardarlo. Así como es obligatorio el seguro contra terceros, debería ser obligatorio contar con una cochera. Y si no tenés, jodete, no podés tener auto. Los que –dicen que– quieren desalentar el uso del auto, que empiecen por acá. (Ah, lo suyo es mera declaración, porque no da perder los votos de los que tienen auto. Okey).
Tenía tiempo para pensar en eso porque habían pasado varios semáforos y el 96 no venía. La que vino, al rato, fue una mina que también se guareció bajo el techito del refugio y no salió más de ahí. Solo esperaba, mirando la nada, abstraída en/por sus auriculares. Yo, en cambio, apremiada por la ansiedad, me asomaba cada vez que abría el semáforo, a veces un par de pasos, estirando el cogote, y a veces un par más, hasta el segundo carril.
Y me mojaba un poco, porque las gotas ya habían engordado. Pero, como dijo Sandra Mihanovich, no veía una verga. No solo porque el colectivo no venía, sino porque en esa parte de la avenida hay una pequeña barranca, una cuesta arriba cuya consecuencia inmediata es que lo primero que uno ve del vehículo que viene son las luces altas. Cuando te diste cuenta, ya te explotaron en los ojos, y no ves una mierda. Más ciego quedás si el auto tiene esas luces nuevas, de xenón o no sé qué carajo, que te traspasan la vista, y, por más que frunzas el ceño y achines los ojos tratando de cambiar el foco, lo único que ves es una forma blanquísima y brillante que permanece en la retina por nosécuántos parpadeos.
Hasta que me propuse no salir yo tampoco, y si se va el bondi, que se vaya. Yo no me voy a mojar por vos, conchuda de mierda. Pasados algunos minutos, mi determinación claudicó, y opté por mojarme de nuevo y ver si aparecía, porque si este tardaba tanto, el que venía después seguro iba a tardar más. Dos o tres veces me ilusioné con una mole blanca recortándose entre las gotas y los brillos, acercándose a velocidad disminuyente, pero era un 49. Y pasaron ochentayochos, y unos, y hasta algunos cientocuatros. El 96, en cambio, no.
Se hicieron las diez, la mina, inmutable, y yo flasheo que por ahí no está esperando el colectivo: capaz que solo se está protegiendo de la lluvia. Aunque realmente no llueve tanto: son gotas de lluvia, sí, de las que dejan su marca en la ropa, pero son pocas. Insuficientes para que su conjunto reciba el nombre de lluvia. Y entonces pienso en irme caminando bajo los balcones de Rivadavia.
Siempre me llama la atención el hecho de que en situaciones como esta, de una espera que se prolonga, me imagino cómo va a ser cuando ocurra lo que espero. Pero, cuando sucede, pasa de pronto, sin darme tiempo a nada que no sea reaccionar sobresaltada. Nunca me queda en la memoria qué hacía cuando pasó o cómo fue cuando vislumbré que comenzaba a pasar: si miraba para el otro lado, no sé qué, o para arriba, a ver cuánto llovía, o si caminaba los tres o cuatro pasos en cada dirección que me permitía el techo del refugio.
Así que no recuerdo si bajé a la calle y lo divisé entre las luces, multiplicadas por el agua y por el asfalto húmedo donde rebotaban, o si me lo encontré de sopetón y lo tuve encima como si se hubiera materializado de golpe. Pero llegó. Más de media hora después llegó. Ramal a Barrio Esperanza. De eso sí me acuerdo.
Subí, ella subió atrás mío, y me volvieron las ganas de putearla al comprobar que efectivamente esperaba el colectivo. Como había bastante gente viajando de pie, me acomodé apoyándome en un caño del espacio para las sillas de ruedas. Abajo, entre las piernas de los pasajeros, sobre el piso mojado y mugriento del bondi, un niño jugaba gateando mientras los adultos con los que viajaba continuaban su charla.
Ella tuvo más suerte que yo: se paró junto a un asiento que se desocupó pocas cuadras más adelante. Y ambos tuvimos más suerte que aquellos que necesitaban un ramal en particular porque se bajan después de que se abre el recorrido, pasando San Justo. Esos capaz que tenían otra media horita de espera. O tuvieron que tomarse dos cosas.
Desde esa noche –me di cuenta ahora– me fijo más en la gente que espera el bondi. Y del mismo modo en que uno repara en la cantidad de gente que usa anteojos el día que empieza a usar anteojos, todo el tiempo descubro autos en las paradas, o muy cerca de ellas, y a la gente bajando a la calzada, hasta el segundo carril, para ver si viene el colectivo.
Mi encarnación peatona es muy militante, y les hace señas a los conductores de los autos que no respetan su prioridad, y hasta arriesga su vida cruzando por la senda sin correr aunque venga un coche. “El que tiene que frenar es él” es su frase de cabecera. Los colectivos tienen otra masa, es más peligroso apostar a que frenen y cedan el paso, y por eso casi nunca repite su hazaña ante ellos. Pero siempre que puede ejercita esa forma de desinvisibilizarse y tratar de hacer respetar sus derechos.
A mi encarnación pasajera de bondi, en cambio, no se le ocurre nada para que el colectivero pare cerca del cordón si hay espacio ni para manifestar su descontento respecto de quienes estacionan en infracción, obligándola a subirse en el medio de la calle. (Que no se le ocurra nada quiere decir que no fue ella la que rayó ese Renault que estaba estacionado junto a la parada del 115 la otra noche. Ella no fue. Fui yo).

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