miércoles, 26 de enero de 2011

Recuerdos de la fuck (VII) * No sé la bancó

No recuerdo si algún boludo docente voluntarista la dijo aquella mañana, pero la frasecita de mierda esa, saliendo de la boca de casi todos lxs profesorxs del CBC, es el soundtrack que no para de sonar al activarse la parte de mi memoria que quedó en PuTán: “Cuando ustedes se reciban…”. ¡Hasta me la dijo la doctora que me atendió durante el payasesco examen de salud de la UBA!, una infeliz que me psicopateaba con que podían no darme el título cuando me recibiera si no me arreglaba los dientes.
Como siempre tuve el presentimiento de que no me iba a recibir, me reía para mis adentros cuando la repetían, unx tras otrx, supongo que para alentarnos, en vez de ser realistas y decir: “De los que empiezan el CBC para Económicas se recibe un 18%”. O de dar data concreta de las materias y las cátedras cuyos porcentajes de deserción eran más altos. Bueno, ahora lo pienso y se me ocurre que algunos alumnos podrían usar esa información para tratar de evitarlas, y yo lo imaginaba como un aviso, para estar más atentos… (Pedir ese tipo de organización en un lugar donde cada cátedra ponía sus reglas respecto de la asistencia, las promociones, las notas; donde “un 6 equivale a un 4”… Toy en pedo, disculpen).
Siempre que la decían, me volvía a topar con que no me estaban diciendo algo a mí, lo cual ocurrió (casi) todo el tiempo que pasé allí. Y sumaban el desánimo que me causan las mentiras como esa, con muchos destinatarios y dichas desde un lugar de poder, y a la vez derramando condescendencia. Más desagradable e irritante resultaba en un ámbito donde a cada rato se manifestaba un mecanismo deliberadamente ajeno y desmoralizador cuyo fin es expulsarte de ese lugar; en especial porque los que vienen con la sonrisita y el tono m/paternalista son partícipes de esa lógica.
Volviendo a la mañana aquella, era la primera clase de Economía. Más de doscientos pibes sentados hasta en los pasillos, en el suelo, y el calor de marzo multiplicándose entre la multitud. Atrás mío había unos chabones que seguro se conocían del secundario. Y apostaría a que venían de un colegio privado, aunque esto es pura intuición: el vago recuerdo que tengo y las palabras con que podría describirlos no serían tan inequívocos como la impresión que me causaban.
Hablaban a los gritos, se reían a los gritos, y eran insoportables. Daban ganas de rescatarlos de una buena puteada, por forros y desubicados. Cuando el profesor dijo el apellido del titular de la cátedra, previsiblemente preguntaron “¿cómo?”, y encontré un espacio para darme vuelta y decirles “¡BASTA… rrica!”.
En un momento, ahora creo que antes de que el tipo se presentara diciendo: “Mi nombre es Enrique. Enrique Silva”, y yo anotara Enrique Enrique Silva, como si nos hubiera dicho su nombre completo y su primer nombre fuese igual al segundo, se me sentó al lado una pendeja. Tengo para mí que vino especialmente desde el pupitre donde estaba, y empezó a hablarme. Quizá fue por el poder de seducción de mi medio metro de pelo. No sé.
Y hablamos.
Hablamos las boludeces que se pueden hablar en ese momento, las que puedo hablar yo, que no tengo mucha repentización, que no trato de sacarte el teléfono si no estoy segurx de que querés dármelo, que no me rescato de preguntarte el nombre, que me olvido de que hay gente que tiene familia y que ese puede ser un tema de conversación… No me acuerdo de qué hablamos. Me acuerdo de lo que pasó cuando puse en duda nuestro futuro.
En algún punto de la conversa ella habrá dado por sentado que íbamos a recibirnos, que en cinco o seis años… Y le mandé un “si tenemos suerte”, o “si no pasa nada”. No fue un cuestionamiento a la propia capacidad, ni a la voluntad o a la determinación. Mucho menos, una negación de la posibilidad. Apenas un recordatorio –insoslayable, para mí– de los avatares que pueden afectarnos durante un tiempo tan prolongado.
Y la mina se levantó y se fue. Sin decir nada. Sin que hubiera recomenzado la clase, sin que la llamaran, sin despedirse. Nada. Se fue. Calculo que no se la bancó, que no soportó ver lo frágil que es todo, desde la salud hasta el laburo (el propio o, si te mantienen, el de tus viejos), y el resto de cada una de las bases necesarias para encarar una carrera universitaria y persistir en ella.
No se la bancó o no entraba en su pequeña cabeza de pendeja recién salida del secundario, andá a saber. O capaz que tenía una percepción tan profunda como la mía, pero antitética, sobre su futuro estudiantil; o que esa actitud fue un desborde de su soberbia o de su pelotudez. Y, soberbia, pelotuda o intuitiva, quizá logró recibirse en el tiempo mínimo previsto. Si supiera su nombre y la buscara en Google, tal vez me encontraría con la prueba de su éxito, como encontré la otra vez a la chica musulmana que, envuelta en su hiyab, no hablaba con nadie, y ahora es licenciada; al chico judío, que sí me hablaba y que era –o parecía– más ratón que yo, y que también se recibió; a la chica rubia que es periodista, al que se googleó y se encontró en este blog…
Igual, ella fue solo una de todxs lxs que no se la bancan, de lxs que se van apenas les bajás un poco de realidad. Como mi dentista, que me insistía con que yo tenía que conseguir un laburo. Hasta que –a partir de la confianza que supuestamente había por años de conocernos– le hice saber con palabras de este blog que tengo carencias más apremiantes. Y no me contestó ese mail ni me volvió a hablar de cosas que no fueran profesionales o banales.
Como alguien que me conoce a través del relato de mis xadres y se sorprende de las palabras que tengo o como alguien a quien recién conozco por mi cuenta. Te tiran su solución, la desestimás con el mayor cuidado –porque ya lo intentaste, porque no pasa por ahí, porque no estoy hablando de eso… aunque parezca–, y chau (posibilidad de) comunicación. Por suerte, hace tiempo que no me dicen “no te querés ayudar” o “tenés que salir, conocer gente”, ja.
(Y, ¡fuck!, las pocas ocasiones en que estoy en una circunstancia donde da decir algo y me interesa, caigo yo también en liviandades opinológicas).
A veces, viendo la densidad del mar de mi realidad, la remo olímpicamente y trato de decir una cosa distinta. Incluso hablo de lo único que hice y puedo mostrar con algo de orgullo, y tampoco tira. (Después de comentarle a la xilógrafa sobre ese sitio web que es my pride and joy, puse la dirección de mail en la página principal. Por supuesto, no escribió).
Ni los profesionales se bancan adentrarse en lo que unx les dice, y responden con el piloto automático: que los análisis están bien, y que yo me sienta mal queda encapsulado en el silencio; que me canse si tengo problemas para dormir, cuando ¡ya estoy cansadx! Y aunque corra 3 km sin sentirme 100% descansadx, no me duermo al toque de acostarme porque está activado algo que no se apaga así. Encima, desde las alturas de su título, el coñemu de guardapolvo blanco dice que no duermo porque el ruido está en mi cabeza. ¡Sorete!
Entonces, me tironean la aceptación de ser tan invisible como en la fuckultad, dejándome arrastrar por el relato ajeno, o por la casi nada de un diálogo condenado a muerte, y las ganas de pelar mi yo desbordado, como un signo vital, como un estertor (pen)último, para ver qué onda la gente; para ver cómo se las toman, como se borran los comentaristas cuando dejo constancia de mi ser oscuro aquí mismo.

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