lunes, 28 de febrero de 2011

El sonido del poder

No es por el Nestornauta adornando cada uno de los bombos que se guardan en las neounidadesbásicaská.
Es por la frecuencia del sonido, que viaja por el aire y por el piso; por su cadencia sin matices, por la violencia que rezuma. Es un sonido que nadie podría asociar con la alegría. Más bien, suena a demolición: son los golpes que daría un luchador de MMA montado sobre el pecho de su rival. Así mismo hacen temblar el centro de mi ser, como si me dieran una paliza a distancia.
Es por la apropiación impune que esos cinco forros de mierda hacen de las plazas para que ensaye su murga. Los pastores que predican en plaza Once tienen más público, pero eso no los desalienta, y siguen allí, ganando un espacio para el campo popular con el mismo ritmo y el mismo gesto que tendrían en la cancha o en un acto del político que los apaña.
Tres veces por semana van a su “casa” (así dicen los afiches, “la plaza, nuestra nueva casa”), o al club donde el sonido rebota contra el techo de chapa junto a una casa en la que, por suerte, no vivo, o al bulevar de Roca, y machacan el aire, poniendo a vibrar todo según su voluntad, para que cinco nenes, cinco adolescentes y una vieja gorda simulen descoyuntarse.
¿Y a quién le vas a decir algo? ¿Al CGP? ¿A los sudados bombistos? ¿A los punteros que los bancan? Aparte, es de ortiba reclamar. De amargo. De gorila. Es estar en contra de la cultura popular, cuyo traje se han arrogado. Esa cultura que revalorizan tanto el gobierno nacional, sumándolos a su festival de feriados, como el municipal, que, además, los deja cortar calles y avenidas los sábados y domingos a la noche por más de un mes.
Los vecinos de River lograron que se mudaran los recitales después de mediciones de decibeles y simulacros de pogo, me ilusiono por un momento. Pero rápidamente recuerdo que los colectivos, cuya mala fama está justamente ganada, siguen con su sinfonía humeante aunque de vez en cuando se liguen unos mediáticos controles de ruido. Pese a la evidencia y la comprobación de la contaminación que causan, no hay una decisión política para terminar con el problema.
En este caso, la decisión es la de consentir, y hasta alentar, esta cantidad enfermante de polución sonora en zonas residenciales, los bombos en las plazas dos horas tres veces por semana, los amplificadores (y los bombos) en las avenidas hasta la madrugada…
Me resulta paradójico, casi burlón, el recorrido del sonido, porque en la plaza suena fuerte, obvio, y qué bueno que no vivo enfrente, o al lado. Pero a dos cuadras, en mi habitación, retumba de un modo sorprendente para alguien que supone que la distancia debería morigerar las ondas sonoras.
A las siete de una tarde de treinta y dos grados, tengo que optar entre cerrar las ventanas para disminuir el ruido que entra en mi casa y cagarme de calor, o dejarlas abiertas y tener acceso al poco aire circulante, que viene golpeado y sucio de furia. Finalmente, elijo aceptar un éxodo transitorio para evitar enloquecer con la versión lumpen del tecno más marchoso. Y cada miércoles, sábado y domingo al caer la tarde debo resignarme a repetirlo.
Los fines de semana, en total cortan siete cuadras para un “espectáculo” que ocupa media cuadra. El corte empieza a la tardecita, y no sé hasta qué hora dura, pero el ruido termina como a las dos, y el humo del chori seguramente permanece en suspensión hasta el amanecer.
Junto con el show, aparecen caras lombrosianas vendiendo espuma en aerosol (¡con un chaleco que dice “vendedor oficial”!), dirigiendo el tránsito junto a las vallas que cortan las calles o convirtiéndose en trapitos que, sentados en los umbrales, gritan: “Decile, Rudy, decile… ¡Decile, boludo, decile cómo es!”. Te lo digo yo. Es así: ¿querés estacionar?, tenés que darles el diezmo a los muchachos.
Yo no quiero estacionar. Quiero comprar una cerveza en el kiosco el sábado a la tarde. No se puede. Hay veda alcohólica. Por el corso. Cuando paso de nuevo, al atardecer, veo a estos personajes recolectados de nosédónde bajando de los micros escolares que paga noséquién con las botellas de Quilmes en la mano, y a otro desastrado, que trastabilla o finge trastabillar, con una botella de plástico cortada al medio, llena de un líquido dorado que no es meo y que sin duda no trajo desde su hogar.
Ahora necesito saber dónde pasan los colectivos que van por las calles cortadas. Pero sólo descubro que uno se me viene encima de repente, cruzando una esquina inesperada y oscura, y que otros retoman su recorrido donde se les canta el culo y van a los pedos para recuperar el tiempo perdido en el desvío. Mientras, camino ejercitando los músculos del cuello, girando el cogote para todos lados, a ver si encuentro el bondi que me interesa, y sí, lo reconozco parado dos semáforos más allá. Los otros agarran una calle, este sigue derecho, y se va, mirá cómo se va… Quince minutos hasta que venga el próximo. Con los bombos como soundtrack.

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