lunes, 30 de mayo de 2011

Eucaliptus

Los eucaliptus se definen, para mí, por las pelotitas esas, de forma cónica, marrones y duras, de las que había tantas en las veredas del parque Lillo, y que en mi niñez yo pateaba, una tras otra, desde la calle 4 hasta la avenida 10, o viceversa, y también por la avenida, todas las veces que caminaba por ahí.
Como en la vereda de esta plaza por la que paso a veces no había ni una pelotita, no estuve seguro de que el árbol ese fuera un eucaliptus. Me parecía que sí, sobre todo por las hojas, pero no más que eso. Y no sé por qué me llamaron la atención las hojas. Tal vez porque primero fue el tronco el que interpeló mis recuerdos, seguro que inconscientemente, porque no podría decir que tenía presente cómo es el tronco de un eucaliptus. La cosa es que miré hacia arriba, me acerqué para verlas mejor, y traté de descubrir algunas pelotitas que aún no se hubieran desprendido de la lejana copa del árbol. Pero no distinguí ni una.
Aunque voy a ese lugar más o menos cada tres meses, no volví a pasar por allí: no volví a salirme de mi camino –que me lleva por otra de las esquinas de la plaza– ni por el motivo desconocido que me desvió esa tarde, ni para buscar de nuevo las pelotitas en la vereda ni por ninguna otra razón.
Hasta esta vez, cuando, de nuevo, elegí esa vereda, de nuevo sin saber por qué. A mitad de cuadra reconocí un ramo de aquellas hojas sobre una baldosa, un ramo que me hizo acordar a los ramos que se bendicen los Domingos de Ramos, y lo levanté de inmediato, como si fuese una de las monedas que suelo encontrar con frecuencia en la calle. Lo levanté sin pensar y lo guardé en la bolsa que llevaba, pese a que había estado a merced de las pisadas de los transeúntes y a que estaba sucio, con un pelo enredado entre las hojas, según vi cuando lo tuve en la mano.
En casa lo miré con minuciosidad, y descubrí los conos en su forma incipiente. En vez de los uno o dos centímetros que mi memoria les calcula a los que pateaba en mis vacaciones necochenses, estos tendrán cuatro milímetros de largo. Y si los apretás hasta desmenuzarlos entre el pulgar y el índice, los dedos se te llenan de un fugaz y purísimo olor a eucaliptus.
Un par de días después estaba boludeando en youtube, y, en un momento, entre las sugerencias que salen a la derecha de la pantalla, apareció un video recién subido. Le di clic más bien porque sí, o porque recordaba una parte de la letra de esa canción, y de inmediato creí reconocer en él la plaza y el árbol, e incluso el edificio al que había ido aquella tarde como otras tantas.
Lo repetí, detuve la imagen varias veces, y finalmente me propuse volver para comprobar si era ese lugar sin esperar a la próxima visita que debiera hacerle a la persona que vive cerca. Porque muchas veces yo sé que es así, pero parece que necesitara una certeza extra. Como la vez que me encontré en la calle con mi profesora de Castellano del secundario y, aunque estuve seguro de que era ella desde el primer vistazo, y más seguro estuve después de quedarme observándola desde lejos mientras ella miraba la vidriera de una joyería, no me animé a decirle: “Disculpame, vos sos Norma, ¿no?”. Y siempre me expliqué mi silencio porque la acompañaba una mina. Onda “mirá si no es y hago un papelón ante dos personas”. Una explicación fraudulenta… (la genuina la desconozco).
Corte que pasaron dos o tres semanas, que ya había llegado el frío, y una tarde se dieron todas las condiciones necesarias para que volviera a la plaza. A la plaza que era la plaza del video. Entonces quise traerme otro ramo de hojas con sus pelotitas incipientes. Me subí al banco de cemento que bordea el eucaliptus, pero no alcanzaba las ramas más bajas. Traté de treparme caminando por el tronco, pero fue en vano, lo mismo que hacer equilibrio por la parecita donde están las rejas, procurando alcanzar otra rama que parecía estar al alcance de la mano, y que quizá lo esté, siempre y cuando uno sea más alto.
Hasta salté un par de veces, ya en la vereda, buscando arrancar unas hojas de un manotazo. También fue inútil. Y ya estaba llamando la atención. Por los saltos, por el jugo Ades que se cayó sonoramente del bolsillo de mi campera y por quedarme quieto, haciendo nada, mientras esperaba que la gente que bajaba de los colectivos o cruzaba la calle terminara de pasar y despejara mi área de acción.
Se me ocurrió buscar por el resto de la plaza, a ver si había otro, y no: es el único eucaliptus… Así que debí conformarme con traer una ramita que había caído junto a la base del tronco. Como me conformo escribiendo esto acá, compartiendo sólo con el teclado uno de los aromas de mi niñez, el que tengo en la yema de los dedos.

Me voy a comprar un celular solo para no sentirme freak

Durante mucho tiempo pensé que no me había comprado un celular porque no tenía con quién hablar. O tal vez para no hacerme adicta, como me pasó con la computadora, sin la cual viví muchos años, y desde que la tengo, y desde que tengo Internet, no paso un día sin pensar en ella. Especialmente desde que tengo este blog del orto.
Pero quizá estuviera equivocada. Quizá la respuesta fuese más simple. Es bien probable que la innumerable cantidad de condiciones distintas del servicio –con abono, sin abono, prepago, para alto consumo, para bajo consumo, aparato bonificado, mensajes bonificados, primer minuto, minutos excedentes, con internet, destino Claro, otros destinos, roaming, Belén Francese en bolas, ringtones, Belén Francese no en bolas, todas las otras posibilidades que ofrece esta compañía y todas las que brindan las demás compañías para diferenciarse de esta– me haga desistir a priori, al comprobar que es de hecho imposible tomar una decisión de compra racional.
La hiperoferta, que presumiblemente vendría a abarcar las necesidades de un amplísimo abanico de usuarios, se revela inútil porque las ventajas que obtendríamos si finalmente pudiéramos descubrir cuál es el plan más conveniente –y si la compañía no tuviese la potestad de cambiar la promoción a voluntad– no justifican el tiempo y la energía necesarios para tratar de identificarlo.
Estoy segura de que no son casuales, ni la hiperoferta ni su inutilidad. Que buscan apabullar a los usuarios, de modo que desistan de ahondar en los términos del servicio, y se manejen sólo por imitación, a partir de los usos que tienen las personas de su entorno. Por imitación y por impulso, porque si hay un consumo que está bien lejos de la racionalidad es el del celular, el cual funciona más como tranquilizador que como medio de comunicación real. Al alcance de la mano, o en ella misma, cada vez que una sinapsis dispare incertidumbre, para saber cómo estás, porque pensé en vos; o aburrimiento, o extrañación, porque no tengo nada que hacer y es mejor hablar o mensajearme con alguien a quien conozco para disimular el tedio o el rigor del lugar donde estoy.
Más que comunicación, el celular brinda una satisfacción primaria al alcance del dedo gordo. Permite sentir que uno está en contacto; que pertenece a un ámbito y que –gracias al teléfono– puede remitirse a él cuando quiera. Una de las veces que hubiera preferido tener un celular fue el año pasado, mientras esperaba que comenzara un recital. Había ido sola, el artista se demoraba en salir a escena, y yo fantaseaba con que ese tiempo muerto podía ser paliado con un celular en la mano. Incluso si no tuviera a nadie a quién mandarle un mensaje, la sola presencia del telefonito en mi mano disimulaba mi soledad, que así resultaba todavía más evidente. (Y, si lo pienso, otra sería cuando los fantasmas de la descontención extrema me rondan).
Una encuesta que forma parte del estudio “Pobreza y telefonía móvil en América Latina”, realizado por una organización llamada DIRSI, afirma que para el 68% de los argentinos, el servicio “no es ni caro ni barato”. Simplemente es. Está ahí, es inevitable. El estatus hace tiempo que no pasa por tener celular o no, sino, en todo caso, por el modelo que se tenga.
Las compañías, conocedoras de esto, fuerzan y tensan la soga para saber hasta dónde el consumidor está dispuesto a pagar, presentando un cuadro tarifario de complejidad inextricable, que se contrapone radicalmente con la sencillez que tiene el de la telefonía fija (de lunes a viernes de 8 a 20 y los sábados de 8 a 13 cuesta el doble que el resto del tiempo. ¡Ojo!: los Jueves Santos no se consideran feriados) o proponiendo el impuesto con que se gravó últimamente la actividad, cuyos ingresos serán destinados al Comité Olímpico Argentino, cuyo presidente es Gerardo Werthein, uno de los directores de Telecom, empresa dueña de Personal.
Y seguro que son pocos los usuarios que eligen la alternativa más barata para responder un llamado, aun cuando saben que hacerlo apretando la opción equis tiene un precio mayor que el de marcar el número. Del mismo modo, pagan más, y generalmente a sabiendas, cuando eligen el sistema prepago con la ilusión de controlar el gasto.
El mismo estudio revela que el servicio es usado para contactos sociales por un 88% de los 1400 entrevistados; para seguridad personal por un 70%, y que el 65% está “convencido” de que el celular les facilita el trabajo.
Si objetivamente les sirve para el laburo o si su convencimiento revela el éxito de las campañas publicitarias, no lo sé. Pero demos por bueno que a bastante gente puede servirle laboralmente. Para los contactos sociales, en cambio, no es indispensable. Es más: me pregunto cuántos de esos contactos sociales se harían aun sin celular y cuántos son consecuencia de tener el teléfono.
En relación con la seguridad, es paradójico que muchos delitos, algunos con graves consecuencias, estén vinculados con el robo de celulares. La cifra es tan apabullante como la inmensidad de la oferta: otro estudio, este realizado por la consultora Carrier y Asociados, afirma que durante 2010 en la Argentina se sustrajeron 2 millones de celulares. 800 por día en Capital. ¡Acá sí que la seguridad es solo una sensación!
Como las empresas trabajan en el sentido de la percepción de sus usuarios, ya sea instigándola o haciéndose eco de ella, y siempre reforzándola, Claro usa el siguiente eslogan: “Los chicos están necesitando su primer Claro: divertite, mandá mensajes y jugá. Ellos van a estar comunicados y vos, tranquilo”. Lo escribo, lo leo, y no lo entiendo. No entiendo a quién está dirigido el mensaje. Porque imagino que el “divertite, mandá mensajes y jugá” después de la referencia a los chicos está dirigido a un adulto. A un adulto al que se le propone que use el celular sólo para actividades lúdicas.
Lo que sí entiendo es la tergiversación de la realidad que hace la publicidad. Habla de que “vos”, el adulto, el que debería comprarle el celular al chico, va a estar tranquilo. Calla, en cambio, el dato de que –según Carrier– el 35% de las víctimas de robos de celulares son adolescentes.
Y lo que callan Claro y las demás empresas es su responsabilidad en la comisión de esos delitos: son ellos los que aceptan habilitar líneas en aparatos reciclados o sin contar con todos los datos del comprador. Y lo hacen no porque su negocio sea “vender servicios, y no teléfonos”, como han dicho, falsamente, por cierto, ya que muchas veces venden teléfonos asociados a un servicio en particular. Lo hacen porque su ganancia sustancial está la venta de tarjetas, y mientras sigan facturando no les importa quién las usa y ni en qué aparato.
Tampoco el Estado hace demasiado al respecto, y así como el celular no es ni caro ni barato, sino que simplemente es, los delitos que vienen con él también son. Son y están, igual que quienes, en cualquier lugar de mucho tránsito de personas, venden impúdicamente chips a precios ínfimos.
Últimamente, un par de veces decidí mentir diciendo que había perdido el celular, en lugar de decir que no tenía. Sentí que en ese contexto no daba decir que no tenía, y como no iba a ver más a esas personas, salí del paso con una mentira. Y después me acordé de algunas veces que había mentido cuando me preguntaban si había terminado el colegio, o en qué año había dejado. Harta de la cara con la que me miraban cuando les decía que había dejado en primero, mentía, y creo que les decía que estaba terminándolo, o algo así (la verdad, ni me acuerdo de qué decía, solo recuerdo que mentía).
Me acordé de eso, y flasheé con que quizá termine comprándome un celular. Pero cuando me acuerdo no ya de la mayor probabilidad de padecer cáncer en el cerebro que supuestamente tienen quienes lo usan (porque hay tantos que fuman y no les pasa nada, y porque también hay gente con cáncer de pulmón que nunca fumó), sino de que todo el tiempo el teléfono está mandando una señal de la ubicación donde estoy… Ahí se me desata la paranoia mal, y vuelvo a tener la certeza de que estoy bien lejos de tener celular.

Piedras






Suena el teléfono un sábado a la noche. Es mi madre. Llama desde el departamento de su amiga que vive en una torre, la mina esa que pasa los fines de semana afuera y le pide que le cuide a su gato. Llama para decirme que se va a quedar a dormir ahí y que es un lugar muy tranquilo, que si quiero vaya yo también…
Me asombra hasta la indignación su propuesta. O me indigna hasta el asombro, no sé. Tampoco sé qué me sorprende o me indigna más: si la idea de que vaya a pasar la noche donde está ella o que finalmente admita que en esta casa es muy improbable descansar, en especial los fines de semana. Atino a responderle con palabras que ya le dije: si tenemos una casa, es para vivir en ella. Y si no se puede vivir acá, por los vecinos ruidosos y desconsiderados o porque no hay plata para mantenerla y evitar que se caiga a pedazos, habría que venderla, porque es insostenible vivir mal descansados y eternamente endeudados. Eso quiero, que la vendamos y me den mi mitad.
Y ahí se saca: que “yo no me morí”, que “no te corresponde”, que “no sé quién te llena la cabeza”… Ambos sabemos de quién habla cuando dice que alguien me llena la cabeza, pero elige no nombrarla (tal vez porque no sabe su nombre); en todo caso, no alude a ella más que de esa forma. Me parece menos significativo el hecho de que me vea como una persona a la que se le puede llenar la cabeza que su reacción ante la presencia evidente –aunque lejana– de alguien que me ve y cuya mirada de mí no está condicionada por la de ellos. En cambio, no sé a qué se refiere con que no me corresponde: no sé si habla en términos legales o si quiere decir otra cosa. Alternativamente, y siempre en medio de discusiones, porque parece que no se puede hablar de este tema sin discutir, ha dicho que no me corresponde, que me corresponde un tercio y no la mitad o, más a menudo, que no le alcanza para comprar algo y que ella no se va a quedar en la calle.
Puedo responderle que esa mención a la muerte y la obligación de esperar a que se mueran para tener algo de lo que no pude conseguir de otra forma en 3x años (algo de eso que cada vez es menos y que he visto pasar mientras otros engrosaban con eso su patrimonio, su currículum o su experiencia vital) me hacen acordar a cuando mi viejo sacó un seguro de vida “para que te quede una plata cuando yo me muera”, el cual dejó de pagar bastante pronto, y sin decírmelo nunca, apremiado por el recorte a las jubilaciones y por su dispendio, del que no se rescató durante todos los meses en que, cada vez que yo hacía el resumen mensual del movimiento de fondos del lugar que maneja, le decía: “Tendría que haber tanta plata en efectivo, ¿la hay?”. O a cuando compró el depto donde vive ahora, que en ese tiempo iba a ser sólo una biblioteca+estudio, ocasión en la que me ofreció ponerlo a mi nombre con la condición de que firmara un documento según el cual yo no podía usarlo hasta que él se muriera. De esto pasaron quince años, y ahora vive allí, desde que el departamento donde vivía antes, con un semianalfabeto recolectado de no sé dónde, pasó a propiedad de este muchacho.
“Fijate qué onda con la muerte”, alcanzo a decirle. Qué onda con no facilitar que los demás se desarrollen mientras uno vive. Y debería decírselo también a mi viejo si pintara la oportunidad. Y debería decirle a mi madre que se fije qué onda con pretender que yo, a los 22 años, me relacionara con ella como cuando tenía 25 días de vida; qué onda con pretender que sea eternamente un bebé –y, por lo tanto, siempre dependiente (de ella)– o eternamente adolescente, una de cuyas consecuencias es que ella tampoco envejece (ella no tiene 6x años, sino que “pasaron 6x años desde que llegó al planeta”).
Otro highlight de la conversación es cuando me dice que nunca me va a cagar con la guita. Al rato, a los días, me acuerdo de que fue ella la que firmó para que se vendiera el departamento de su madre (al cual fue a vivir mi viejo cuando se separaron y mi abuela vino acá) cuando falleció. Y de que fue ella quien, años después, firmó para que se vendiera el departamento donde mi viejo vivía con el lumpen ese, quien mágicamente pasó a ser propietario. Y de que fue ella quien disfrutó de parte de esa plata, cuando mi viejo la invitó a su viaje a Europa. Y de que nunca me dijeron nada, y de que nunca vi un mango de eso.
Del viaje ese sí me acuerdo en el momento, y, cuando lo traigo al diálogo, lo único que puede decir es: “¿Te hubiera gustado ir a vos?”. Me acuerdo de ese viaje y del otro. Del segundo me acuerdo especialmente porque me enfermé unas semanas antes, y por tres años deambulé de médico en médico, hasta no ir más a ningún médico, sin tener otra respuesta que –una vez– el nombre “distrés psicofísico”.
En aquel tiempo escuché a mi madre decir que yo estaba así porque ellos se iban de viaje. Pasaron los años, como diez, y si bien mejoré bastante, de vez en cuando me siento mal como entonces. Y, como entonces, ella sigue pensando –me lo dice ese sábado– que me enfermé porque viajaban juntos. Tanta necedad me da ganas de acuchillarla, como cuando interpreta cada cosa en términos místicos o cuando dice que está todo bien, que estamos todos bien, y ¡no es así! Tanta negación impide cualquier cambio, pero ella prefiere regir su proceder por la “ley de atracción”…
En su relato, es la sacrificada esposa que no se divorció y se mantuvo en un contacto muy cercano con mi viejo para “cuidar” lo que había. Sin embargo, en todo este tiempo se fueron perdiendo tantas cosas –incluyendo algunas propiedades– que, si hubiese sido esa su idea, es evidente su rotundo fracaso. Más bien (lo recuerdo cuando, a raíz de esa discusión telefónica, se me activan dos neuronas enmohecidas), no hubo divorcio porque llegaron a ese acuerdo para que ella cobrara la pensión… cuando mi viejo se muriera. Y para que él siguiera disponiendo de las cosas a su antojo [quiero decir que la parte de la oración que sigue a los puntos suspensivos me hace recordar palabras de hace treinta años, cuando mi padre se refería a mi madre y a mí como “los hermanitos perejil”].
Ya sabemos que nada de esto que soy es casual, y su evidencia es tan enceguecedora que no da mirarla más que de a ratitos. Más clara me queda la causalidad cuando frecuentemente la oigo hablar sola y me acuerdo de todas las veces que hablo solo, y reconozco una cosa que repito entre tantas de las que no tengo registro. O cuando compartimos una reunión con unos vecinos, y uno de ellos cuenta que está buscando un local para alquilar y que fue a ver uno acá cerca, y el dueño cayó con la madre, una mujer tan mayor como pintoresca, según su descripción. En un momento –sigue diciendo–, la señora comenta que ese local está a nombre del hijo, pero que los otros que tienen no, “y yo le digo que hay que ponerlos a su nombre, porque en cualquier momento yo me muero…”. Cada alusión a la mujer despertaba risas, y cuando oigo esto aprovecho para reivindicarla y decir que me parecen muy razonables sus palabras.
Mi madre acota: “Así viene una señorita y se queda con todo”. Su comentario no mueve una nada de la imagen de mujer espiritual, sensible y centrada que suele proyectar. Y mi asombro no me permite una respuesta rápida que coloque la atención en sus palabras y en lo que revelan. Y todo pasa, y su fachada persiste.
Con eso en la cabeza, me pregunto después cómo habría sido si yo hubiera tenido relaciones de pareja lo suficientemente duraderas como para que fuera inexorable que alguien viniera a casa. No digo “presentarla” porque ni eso me sale comunicarles a mis padres. Simplemente que caiga un día porque es más cómodo. Me lo pregunto y no puedo responderme, salvo con el recuerdo de la tarde en que vino una compañera de la facultad: cuando llegó mi madre, cerramos la puerta de mi pieza para seguir hablando tranquilos, y al rato ella –quiero creer que golpeó la puerta y– vino a ofrecer unas masitas que había ido a comprar especialmente.
Esa vez decidí que nunca más venía alguien a casa si era posible que estuviera. Y seguramente desde antes, más o menos inconscientemente, había decidido no decir nada de mí delante de ellos, y menos de mí en relación con los demás, habida cuenta de lo burlones y desubicados que los he sentido cada vez que los escuché hablar de eso, o que los vi actuar respecto de eso.
(Escribiendo esto veo de nuevo, y más notablemente, que tampoco ellos dicen las cosas: ni me dijeron que se separaron ni me dicen nada sobre cuestiones de guita –que manejan a su arbitrio y en silencio, dejando que yo me encuentre sólo con hechos consumados –> lo cual también me es más cómodo–. No me dicen esas, ni tantas otras, ni tampoco se las decían entre ellos: ni mi vieja le decía a mi viejo cuánto ganaba, ni mi viejo le blanqueaba sus ingresos –ni sus egresos– a mi vieja, y no sé cuántas cosas más…).
Digo y sé que nada de esto que soy es casualidad, pero sólo a veces lo veo tan palmariamente (¡los de la reunión no!, ja), sólo muy pocas veces puede ser transcripto. Y entonces siempre hablo de su programación de control mental en la que deseaba que yo me relacionara con ella como cuando tenía 25 días, o de cuando me pusieron varios psicólogos y psiquiatras porque casi no salía de casa, pero al mismo tiempo ella se alegraba de que no saliera. O de la otra noche, cuando llegó y yo estaba acostado, y ella pensó que había salido y dijo en voz alta “¿a dónde se metió ahora?”, o de algunas pocas más, porque desconozco otras así de explícitas (lo que les pide a los ángeles o a los mind controllers), y porque la mayoría de esas cosas simplemente subyace todo el tiempo y hablar de ellas es como describir el aire.
Con mi viejo, cada uno a su manera, van marcando el paso y no dejando salirme de su campo gravitacional. Él me agarró por el lado laboral, con un trabajo tan ventajoso que no daba buscar otro, hasta que ese lugar se hizo insostenible, y otros lugares ya habían quedado inaccesibles.
Hace unos años se accidentó, y a raíz de eso le pintó la idea de vender algunas cosas que había ido coleccionando, cuyo valor es mayor en su imaginación que en Mercado Libre. Me dice que esas cosas son/van a ser (ha usado ambos tiempos) mías, y que entonces la mitad de lo que saque vendiéndolas es para mí. Y que no le diga nada a su asistente. Claro, a los pocos meses le dice él…
Y así, con los años, van desapareciendo cosas, y para ofrecerlas en venta tengo que ir antes y fijarme que estén, que sigan estando. Hasta que este verano vendo una cosa y, cuando voy a buscarla a su casa, no está. Se lo comento, y me informa de que es una de varias que le dio a su asistente… Lo llama por teléfono al otro, quien, por supuesto, dice no saber nada de la cosa que busco, y mi viejo termina explicándome que “me dejo tomar el pelo porque lo necesito, necesito quien me levante, quien se quede a la noche cuando [la otra persona que lo cuida] no puede estar, etc.”. Y especifica que le dio las cosas que estaban “ahí”, en ese estante.
El problema, además de lo patético que me resulta ver a alguien en un lugar así, es que yo no tengo ganas de dejarme tomar el pelo. No tan obscenamente. Ni tampoco, de dejarme robar.
Al día siguiente encuentro una cosa que no estaba en ese estante puesta en venta por su asistente. Por primera vez sé que se trata exactamente de esa cosa y no de otra igual. El par de veces que encontré cosas iguales le dije a mi padre: “H. tiene en venta una cosa igual a la que había en tu casa, y la que había en tu casa no está más”, y sus respuestas fueron tan vagas que no cuajaron en la memoria de cita textual.
Ahora no le hablo de lo que encontré en poder del otro porque ya sé que va a ir corriendo a avisarle y/o todo va a quedar en la nada, como ya sucedió otras veces que le comenté cosas respecto de esa persona. Voy a la casa y le pregunto si H. se llevó con su consentimiento otras cosas además de las que estaban “ahí”. Y… sí: las que estaban en aquel placar. “En lo demás no tenia absolutamente ningún consentimiento”. Pero la que yo descubrí tampoco estaba en el placar… Dos veces le pregunto retóricamente: “Si encuentro en manos de H. algo que no estaba ni en el estante ni en el placar, ¿quiere decir que H. es un ladrón?”. “La palabra es muy dura”, responde. Después concede que “técnicamente sí es un ladrón”, y luego lo relativiza señalando la diferencia entre hurto y robo.
Cuando puede tomar la iniciativa de la conversación, propone hacer una especie de auditoría, revisando qué cosas están y cuáles faltan, y me sugiere que me lleve las cosas que me interesan a mi casa. Voy a hacer un pequeño trámite a un lugar cercano y en ese ínterin logro desarticular su trampa: no sólo no tengo lugar físico para poner 3000 objetos que en su casa ocupan casi dos habitaciones, sino que salvar algunos equivale a permitir que hagan lo que quieran con los otros. De todas formas, su avasallante insistencia me lleva puesto y termino trayéndome una decena de cosas, que, sin decirle nada, he ido devolviendo a su lugar.
Entonces, después de des-gastarme la cabeza durante días pensando cuál sería una forma efectiva y razonable de proceder, voy y lo encaro al otro personaje. Con las palabras siempre se pierde frente a los manipuladores. Y con la violencia yo pierdo, porque mi cuerpo no me acompaña. Y porque tengo algún problema con la Ley. Me rescato cuando veo una declaración de Caruso Lombardi diciendo que no va a agarrarse a piñas con el colombiano que denunció que le pidió plata para jugar ni con su representante porque “no me quiero comer una causa”. Lo único que falta, me digo, es otro evento legal. Así que piñas descartadas. Por completo.
Sorprendentemente para mí, me salen palabras bastante tranquilas cuando lo veo: “Quiero hablar con vos porque hay cosas que estaban en la casa de mi viejo y ahora están acá”. “Me las dio él…”. “A mí me dijo que no”. Me pregunta cuáles son, le digo y… “me la dio él”. “A mí me dijo que no, y no tengo ganas de que me tengan de acá para allá, como en un hospital público”.
Me dice que pase a la otra oficina, donde está mi viejo –lo cual yo no sabía–, y apenas presento el tema, le vuelve a dar play a su disquito: “Ese me lo diste vos…”, le dice, y se lo repetirá dos o tres veces más. “Yo no me acuerdo, pero no importa”, se lava las manos mi viejo, quien, una vez que descargo la primera andanada, recordándole la charla de un par de días atrás, me dice: “¿Qué otra cosa hay?”. Me sale una carcajada cuando escucho la grabación y me oigo diciéndole: “¿Cómo ‘qué otra cosa hay’? ¿Te parece poco?” [quiero hablar de mi abuela, que decía que era de Chacarita, y cuando Chaca perdía y yo la cargaba, decía que era de River; y cuando River perdía y la cargaba, era de Chaca otra vez, y ya en ese tiempo, en mi niñez, quería grabarla para confrontarla con su mentira].
Habla de poner un “punto final” y de que “no sacaremos más nada sin avisarte”. Es lo que correspondía hace cuatro años, hola… Todo el tiempo tratan de mezclar los tantos y hablan de cosas que ya faltaban antes de que me propusiera el tema de la venta a medias. Y todo el tiempo tengo que aclarar que no hablo de esas cosas, sino de cosas que vi con mis ojos y toqué con mis manos en este último tiempo. De repente, se le escapa –o no– la frase “esta vez sólo le di esos”. Ante mi previsible respuesta (“entonces hubo otras veces”), dice que “no sé, no tengo memoria”. Debemos comprender, es una persona de edad…
Yo sí tengo memoria, y, por si falla, anoto, y soy obsesivo. Quizá porque crecí en un lugar donde todo era muy difuso aprendí a ser obsesivo. Eso le dije, y que quiero algún lugar sólido para conducirme sin rebotar de acá para allá, para proceder a partir de lo que se me dijo y no quedar tan seguido en offside.
“Lo hecho hecho está”, responde, y me propone lo que ya me dijo en su casa: que haga una nueva lista de esas cosas, y que desde ahora no entra ni sale una sin que me avisen. La repetición me permite desbaratar su manejo y decirle por quinta vez que estoy hablando de cosas que estaban en la lista que ya está hecha, y que si hago otra lista y después desaparece algo, me voy a enterar cuando vaya a buscarlo… ¡Igual que ahora!
El diálogo se agota, y el infeliz de H. mete baza y me pregunta cuántas cosas encontré en su poder. Una. “Bueno… Una no es nada”, me dice. Un rato antes me mintió, diciendo que él no vende cosas de cierta característica que yo mencioné, cosas que yo vi puestas en venta por él un par de años atrás y que rescaté. Cuando me dice eso, puedo responderle “no mientas”. Ahora le digo que faltan cincuenta cosas y que una vez que encuentro una voy a hacer todo el escándalo que crea que corresponde, y que todo el mundo supone que es él quien se las lleva.
La respuesta, así, escrita, me sabe a poco, pero el muchacho se ofende otra vez y asegura que va a renunciar. Mi viejo propone poner un “telón de olvido”. Le digo que yo no me olvido de las cosas, ni siquiera de las que me quiero olvidar. “Las cosas que tendrás para perdonar y no perdonás”, me contesta. Ni que se lo hubiera dicho a Olga: “Mientras me las encuentre todo el tiempo –en mí–, no voy a poder olvidármelas”. “Bueno, listo”, dice, y cuando escucho esa frase, ahora, para postear esto y acordármelo, me acuerdo de todas las veces que digo “bueno, listo”, y la sonrisa que me causaba haber dicho algunas cosas se congela hasta ser una mueca desencantada [quiero hablar de todas las veces que en estos días me descubrí diciendo “bueno, listo”, y al instante, al rescatarme, sentí como un rayo cayéndome en la lengua, metáfora para no decir cáncer porque tengo miedo de que una sensación tan intensa de repugnancia esté anticipando una enfermedad así].
Después de media hora de rap, y de no sé cuánto tiempo y cuánta energía pensando qué hacer, y cómo, todo sigue igual. Cada palabra, cada esfuerzo, cada enojo, cada idea son estériles. Al día siguiente es como si no hubiera pasado nada. (Desde ese mismo momento es como si no hubiera pasado nada. Y tengo que escuchar la grabación para confirmar que el único que da algo parecido a una explicación es H., cuando, verdad o no, dice que se lo dio mi viejo. Y tengo que leer los apuntes de la grabación para poder contestarme la pregunta “al final, ¿qué pasó?”. Y no sé: mi viejo no puede decírmelo, y no queda claro si H. es un ladrón, si él le dio esa cosa o qué mierda. Y la respuesta tengo que construirla yo cuando le pregunto: “De nuevo: ¿hubo otras veces?”, y, ante sus silencios, voy agregando: “No lo tenemos claro. Es posible. No lo sabemos… ¿Es una respuesta?... Es una respuesta”).
No se movió una nada, y esa es la trampa más difícil –¡imposible!– de desarticular. A veces creo que sólo podría hacerlo clavándoles en el cuello un pedazo del vidrio que se rompió el otro día en este caos disfrazado de casa, después de un mes y pico de estar apoyado contra una pared [y me acuerdo de que una vez dije que me parecía más sano cuando rompía cosas y les mostraba su enfermedad del único modo que tenía a mano, que a veces parece que sigue siendo el único, habida cuenta del resultado de pensar, hablar, gritar…].
Aun hoy mi madre me descalifica cuando hablo sobre algunos temas, aunque después los comenta delante de los demás como propios (v. gr., el olor a pucho, cortesía del vecino del orto que fuma en el balcón, que “no es para tanto”, según me dice, y que tanto la molesta, según la escucho decírselo al encargado), o programa en su control mental que encuentre “amigos amorosos”, pero no que una mina me la chupe y me la trague toda. Y creo que ese sábado se lo dije con estas palabras, y que fue por eso que me preguntó si tengo problemas sexuales [quiero hablar de mi madre mencionando, a cuento de no sé qué, que no uso papel higiénico y revelando, así, que está pendiente hasta de cómo me limpio el culo].
Entonces siempre vibra esa sensación de ser una marioneta de ellos. No sólo saber que no se puede contar con esta gente, y lo intenso de evidencias como estas (de no poder confiar nada en ellos, y terminar anticipándole lo que encontré al ex amante de mi vieja/persona que cuida a mi viejo), sino ver que siempre juegan su juego para ellos.
Nunca me voy a olvidar de la cara de satisfacción de mi viejo cuando, a su pedido, yo le explicaba a H. cómo se usaba la computadora en la época en que recién lo había acogido. Esa cara de satisfacción que no puede contener el manipulador que arma y maneja instituciones y currículums, y así mismo hace con las vidas.
Juegan para ellos, para terceros [quiero hablar de aquella vez, cuando era niño, en que me sacaron un buzo que me gustaba y que todavía no me quedaba chico para dárselo al hijo de la mina que limpiaba acá, y también de la vez que salía de casa y vi al pibe pasar con MI buzo], para la imagen del que enfermizamente quieren que sea, y no dan ni un centímetro de ventaja para ser por fuera de ellos.
Es muy violento enfrentar sus mentiras. No solo tienen el culo de piedra para estar sentados sobre mí hasta que se mueran, sino la cara de piedra para decir (ella) que no le pagaba a nadie para que me diera bola o que no se divorció para cuidar lo que quedaba; (él) que esos libros van a ser míos, que H. se llevó algunas cosas y no otras… y poco más, porque nos vemos tan poco y hablamos tan poco que así de poco es el margen para que afloren otras fisuras en el statu quo que ejercitamos.
Esas personas que parecen tan frágiles, un señor tan anciano, que apenas camina y que repite “yo no puedo hacer otra cosa”, una señora tan dulce, que llora y solloza porque se rompió el vidrio y, siendo hablada por no sé quién, grita una vez más su frase-reproche “uno te pone el culo de candelero” (lo que me hace pensar en cómo quiere –o cree que debe– relacionarse conmigo, y qué es para ella complacerme o consentirme), son dos piedras inconmovibles encima mío. Dos piedras enormes, que parecen dos lápidas, aplastándome y no dejando que me mueva ni que pasen el aire ni la luz. Ni la mirada ajena, la cual condicionan con su relato desde siempre.
Y si logro moverlas un centímetro, es insuficiente para que alguien meta una cuña que impida que el peso me venza antes de que pueda cambiar algo. Porque no soy más que esto y este que soy no lo puede sostener. Y porque sabemos bien que en un punto los demás son imprescindibles, que nos modifican, que si viene Carla Conte y está recaliente con vos y acaba una, dos, ocho veces con vos, vos sos otro. Pero yo sigo siendo este…
Desde hace mucho. En los días de mi primer distrés psicofísico, cuando tenía prepago e iba al médico y ni él ni yo sabíamos qué más decir, le mandé, seguramente porque se entroncaba con algo que me había comentado: “Tengo que poder hacer algo yo antes de que se mueran mis viejos”. El tipo me miró, y no voy a intentar describir su cara, pero se movieron músculos ahí. Y yo pensé que quizá se le hubiera muerto alguno de los padres hacía poco.
La cosa es que no pude. Casi diez años de changüí tuve desde aquella mañana de verano. Diez años y no los pude aprovechar. Capaz que no se podía. Capaz que no podía. El resultado es el mismo… El que fui no pudo y el que soy –al que armaron y siguen consolidando, obligándome al enorme esfuerzo de reconocer y desarticular no solo cuestiones de la niñez y la adolescencia, sino lo que programan, traman y realizan ahora– no puede.
Su aparente debilidad interpela a mi lado compasivo, y me hace ruido forzar demasiado la cosa. Le suelto a mi madre la frase de mi viejo aceptando que es como suelo decir: que el depto donde vive es de él aunque esté a nombre de ella, y que este, donde vivimos, que está a su nombre, es nuestro [quiero señalar que no dicen nada de lo que seguramente habrá que darle a la persona que lo cuida]. Apenas lo menciono vuelve a sacarse, y amenaza con ir para que lo diga delante de ella, y grita que hay cosas que “algún día vas a saber” (creo que se refería a cómo y por qué firmó la venta del otro depto).
La discusión, de nuevo, se diluye en sí misma, y sólo me quedo pensando en que ojalá hubiera defendido las cosas ante los demás tan aguerridamente como las defiende ante mí. En cambio, no pienso en cuando otra vez habló de “ayudarme con la plata” para que me vaya a vivir solo porque sé que el objetivo de esa idea es seguir manejándose con la guita de un modo deliberadamente intrincado.
Algún día voy a saberlas, pero parece que no ahora. Cuando crezca, quizá… Esto en particular no me importa demasiado ni me imagino que pueda cambiar algo. Pero no es sólo por eso o por aquella debilidad que no agito más allá (¿hasta dónde?) de esto que ahora veo como un límite o que, más en general, no activo. Ni por el desgaste chirriante que me significa confrontarlos, anverso del desgaste silencioso de callar. O por el desgaste previo de encontrar una ocasión y argumentos razonables aunque inútiles.
Es porque no sé qué hacer. Porque siento que no puedo nada y la experiencia me lo recuerda todo el tiempo, porque es obvio que no alcanza con irse solamente del lugar físico, porque –como hace diez años– no hay nadie a quien darle los anteojos para que los sostenga si me parece que estoy por desmayarme, porque no me veo en condiciones de bancarme una movida sin red hacia lo desconocido, a la que percibo como altamente proclive al fracaso y a dejarme en un lugar aun peor. Y porque no sé dónde ni cómo.
Mientras, seguimos haciéndonos mierda todos.

viernes, 20 de mayo de 2011

Rock del jardín de infantes

“Levanten las manos los que viajaron más de 1700 kilómetros para estar aquí esta noche”, arenga el Rockstar, no para sentirse más poderoso él –que no se menciona en la arenga, que elige una forma impersonal–, sino seguramente para que todos noten su poder al ver cuántos se movilizan por Él. Y pone el acento en la cantidad de kilómetros recorridos no por su porteñocentrismo: hace hincapié en eso para alimentar la lógica futbolera de que cuanto mayor es el esfuerzo y más son las vicisitudes atravesadas, más se siente la camiseta.
Otro Líder insta a su público a hacer un trencito cuando está por terminar el show, y hasta se dirige a una persona en particular (“todos lo siguen al de remera naranja”) para que encabece la marcha. Él también da rienda suelta a su vocación de animador de fiestitas infantiles –o de coordinador de viaje de egresados– y nos subestima a todos diciéndonos cuándo y cómo tenemos que manifestar nuestro entusiasmo.
La Nueva Estrella Latinorrevolucionaria presenta una canción en un megaevento oficial con entrada gratuita. Va a tocar “uno de los temas que me gusta de este nuevo disco. Oye, que no lo tienen que comprar, lo pueden bajan por internet si quieren. Si lo quieren comprar, pues lo compran, pero si tienen que comprar pan, leche, huevo en la casa, pues no lo compren: compren pan, leche, huevo”.
El muchacho se cree tan importante que piensa que es necesaria su autorización para que nos bajemos el disco. No dice “ya saben que pueden bajárselo, ya saben que no me molesta si se lo bajan”. No. Nos da su permiso, y de inmediato lo condiciona al hecho de necesitar comprar alimentos básicos.
Me resulta insultante para quienes son apremiados por esas necesidades que venga un nardo a decirles qué deben hacer en casos así. Y si todo es show off para hacerse el progre, o el revelde, fuck, flaco, atrasás veinte años: en el 89, en plena crisis del vinilo (y de todo en general) salió el disco del finado Mezo Bigarrena, cuyo anuncio en la Rock&Pop terminaba con la voz del vasco diciendo: “Si no puedes comprarlo, róbalo”.
Y me resulta insultante para mí, porque no necesito que venga nadie a decirme cuáles son mis prioridades. Sin embargo, parece que él sí necesita decirlo, o que su público necesita que se lo digan, o que él que cree necesario decirlo.
(Igual, al rato la Nueva Estrella se reivindica un poco y, en el festival del gobierno que defiende como ningún otro los derechos humanos, “desde afuera vengo a ejercer el derecho de decir que no deben haber asesinatos como los que están ocurriendo acá”. Habla de Mariano Ferreyra, de los muertos en Soldati, de los tobas asesinados por la represión del gobernador kirchnerista-ex-menemista Insfrán, que no carga con el estigma de “asesino” que lleva Sobisch…).
Esa subestimación repetida revela lo que el público es para ellos, y me hace recordar al Condenado Cantante preguntándoles a sus fans “¿se van a portar bien?”, como si fueran nenes de cinco años, luego de decirles que tengan cuidado con la pirotecnia.
Cuando veo eso, cuando pasa eso, me siento incómoda, como en toda masa; me siento desdibujada e informe. Y me alejo. Aunque me guste la música.

Ganas de hablar

De pedo atiendo el teléfono. De iluso, más bien. De ilusionado. A ver si… Nop. Es una amiga de mi vieja, la que es mi dentista. Me pregunta por ella y se alegra de que la haya atendido porque también quería hablar conmigo para ver cómo continúa mi tratamiento odontológico, que quedó suspendido de facto por sucesivas postergaciones.
Me dice que llamó algunas veces y que la atendió el contestador, pero que no dejó mensaje. Que ella no deja mensaje. Es una mina joven, y me sorprende un rechazo a la tecnología que me suena más propio de alguna gente mayor. Me suena propio de viejos porque he escuchado a viejos manifestándolo, no por prejuicio. Sin embargo, ella, que es joven, no deja mensaje en el contestador. Y pienso “la mierda, qué ganas que tenés de hablar conmigo”. Qué ganas tan escasas, tan flacas.
Callo al respecto para no sonar agresivo (porque seguramente sonaría agresivo), para no salirme de la corrección que aprendí a ejercitar en casos como este. Pero me acuerdo de alguien que fue a un lugar que no conocía, salvo por la Filcar, llevando un mapita de las calles dibujado en un papel y un fibrón rojo con el cual escribió en la pared que consideró apropiada “Karín, soy Marcelo, comunicate”. Ese pedido, esa palabra escrita en una pared a una cuadra de una comisaría suburbana cuyos trabajadores no vieron nada, acaso porque estaban robando nafta de los autos secuestrados o limpiando la sangre del último tipo que había muerto allí…
(Por supuesto, Karín no se comunicó. Es más, nunca supe si se enteró de aquel mensaje. Nunca lo refirió, y no hubo ocasión de mencionárselo ni de decirle que esa pared fue la adecuada no sólo porque los ratis no estaban a la vista, sino porque era la de una peluquería a media cuadra de la esquina de su casa, y el lector de la Filcar recordaba haberla oído contar que su viejo era peluquero. Ni de explicar que el modo elegido fue ese porque la alternativa que se le ocurría era encontrarse en la parada del 98 por una casualidad fraguada –porque en las situaciones casuales uno está menos expuesto que en las buscadas–, pero aun así le parecía descabellada e improbable. Y porque no era una alternativa pedirle a la única persona en común que hiciera de nexo, no sólo porque no veía receptividad de su parte, sino para no caerles con un pedido que le sonaba descolgado).
Me acuerdo del que hizo eso y muchas cosas más que no voy a enumerar, y me pregunto cuál es la idea de querer hablar con alguien que tiene mi dentista. Después, esa sensación se reconfigura, y aparecen las palabras “ubicate, respetá un poco” y las ganas de decírselas. Tenés celular, tenés mail (ey, podés mandarme un mail, ¿no?), tenés Facebook, pero no hablás con contestadores. Andá a cagar un poco…
Su hija comienza a reclamarla, y entonces le explica que está hablando conmigo. Incluso me nombra varias veces para que la criatura me tenga presente porque su intención es darle el teléfono, así charlo con una nena de cinco años. Y su otra hija, recién nacida, seguramente también la requiere, aunque no sea tan notoria.
“Se acabó el tiempo de nuestra conversación”, dice, o algo así, mientras la nena no deja de hablarle. A menudo me pasa sentir que no sé cortar, y con ella lo noto más. Como que me cuelgo sin terminar la conversa, quizá por no encontrar una forma que no –me– suene abrupta, que no revele lo eventual del diálogo. Del otro lado ya fue, pero yo me extiendo, o siento que me hacen sentir eso.
Ahí se desdibuja todo, tanto que las comillas no son ni por asomo textuales. Queda desdibujado, y descolocado, y desbaratado. Y ahora que me acuerdo, semanas después, de todas las veces que durante años le dejó mensajes a mi vieja, yo quedo desconcertado.
Tal vez el esfuerzo de convertirlo en un post tenga como propósito el que es casi el único fin de este blog: encontrar palabras fluidas, precisas y no agresivas para la próxima vez. Porque seguramente habrá una próxima vez en la que me dirá lo mismo. Y porque parece que necesito vivir las cosas dos veces para, luego de un análisis tan engorroso como la escritura de este post de mierda, tener una respuesta mejor.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Lic. Lozano

En un programa de la tele invitan a Susana Romero, quien acaba de sacar un libro sobre su vida. Allí cuenta que cuando era niña, entre los seis y los nueve años, fue víctima de abuso sexual por parte del marido de su tía.
La entrevistadora es Verónica Lozano, una chica joven, piola, profesional (psicóloga recibida, y que ha ejercido). Al tocar el tema, pone su mejor voz de locutora+psicóloga, un tono de presunta empatía que por repetido no puede ocultar su falsedad, y le hace un par de preguntas sobre el asunto. Romero no responde concretamente e incluso le dice que hay cosas que no recuerda o que no quiere recordar, y que en el libro solo puso lo básico, que no revolvió en el pasado…
¿Qué le pregunta la psicóloga, entonces? “¿Pero vos ya te habías desarrollado? Porque viste que a los nueve años hay nenas que parecen más grandes…”. Sin poder escapar de la dinámica impuesta por el persuasivo tono profesional, Romero le dice que no, que era un palo, muy flaca.
Yo tampoco logro evitar que los cuestionamientos me salgan atropelladamente por el lado más evidente. Me pregunto de cuánto podría parecer una nena de nueve ya desarrollada. ¿De doce, de trece? De dieciocho, seguro que no. Ni siquiera de dieciséis…
Le hablo en voz alta al televisor, preguntándole “¿no escuchaste que dijo ‘de los seis a los nueve’?, ¿o qué?, ¿a los seis ya tenía tetas?”. Y pienso en que el abusador no era un desconocido: era el marido de la tía y sabía perfectamente la edad de la chica.
Pero sólo horas después el diálogo deja de retumbarme en la cabeza, cuando me doy cuenta de que hay algo más jodido que la pregunta sobre la víctima, la cual sugiere que pudo haber habido alguna responsabilidad, aunque fuera indirecta, de la criatura en el abuso. Lozano lo negaría con habilidad psi, pero no es descabellado inferir de sus palabras que encuentra atendible que el tipo se calentara si la nena tenía tetitas y no usaba corpiño, por ejemplo.
Lo jodido es la búsqueda, supuestamente naíf, de una explicación para el abuso. Y aún más perverso es usar a la víctima para construir esa explicación. En principio, porque es ponerla, a propósito de nada, en un lugar que no corresponde, ya que no tiene por qué estar en condiciones de explicar un acto ajeno, aun cuando hayan pasado los años. Y, sobre todo, porque se trata de un hecho para el que, salvo el Mal o la patología –categorías ambas que están fuera de la víctima–, no hay explicaciones.