martes, 26 de julio de 2011

Yo soy ning

El otro día, cuando fui a votar, me busqué en el padrón, y, junto a mi nombre y mi DNI, decía “ning”. Ahí me acordé de que no era la primera vez que me encontraba con esa abreviatura, y quise ver qué otras categorizaciones existen. Pero el amontonamiento continuo en la entrada del colegio iba renovando sus integrantes, y alguien detenido más tiempo del que es necesario para consultar un solo dato entorpecía su ritmo natural. Aun así, divisé un par de “empleados” y creo que un “comerciante”.
En cambio, yo soy “ning”. Me impresiona el conocimiento profundo que tienen de mí y quiero creer que no se debe a que mi condición es muy evidente, que semejante prueba de omnisciencia estatal requirió mucha investigación… Como mínimo, la recopilación de los datos que voy dejando en los lugares públicos donde me atiendo.
Para dejar atrás el sobresalto, trato de verle el lado práctico, y entonces no me molesta, porque a alguien tan poco calificada nunca la van a llamar para ser autoridad de mesa.

lunes, 25 de julio de 2011

La impronta que marcó en mí la cultura zapping

Se retiró de la charla por un momento sin levantarse de la mesa. Las otras tres personas continuaron hablando, y lo que hice entonces, espontánea e impensadamente, quizá haya sido causado por la variación que su silencio produjo en la suma del sonido.
No sé si los demás notaron su ausencia. Yo recuerdo que la descubrí cuando giré la cabeza un poco hacia mi derecha. Ella leía en el teléfono con una sonrisa arrobada, como si hubiera recibido un mensaje inesperadamente esperado: un gesto cuyo subtitulado podría decir “¡uh, se acordó!”.
No lo respondió. Solo ladeó un poco la cabeza, sin dejar de sonreír, y acarició la pantalla con el pulgar. Intuí el final del embeleso y, antes de que se sintiera observada o de que los demás advirtieran mi mirada furtiva (y no tengo forma de saber si se dieron cuenta), retomé mi participación en la charla, la cual se limitaba a panear con la vista una y otra vez, buscando un resquicio donde filtrar alguna palabra.
Pronto, el tiempo recuperó su homogeneidad, y los cinco estábamos participando de la conversación. Mientras esto sucedía como si nada hubiera pasado, pensé en que nunca me acariciaron así.

martes, 5 de julio de 2011

Sensación de seguridad

Una tarde cualquiera, doblo la esquina y agarro la avenida principal de mi barrio. Hay un rati en la vereda del bar. Camino una cuadra, y ya no me acuerdo si vi a otro o si mi memoria se confunde con un tacho de basura. Donde siempre hay uno es en la puerta de la joyería. Aunque no sean tres, dos policías por cuadra es una cantidad inquietante.
Desde que voy a correr a una plaza, sé bien que solo se preocupan por que no afanen en el lugar que les garpa el adicional (en ese caso, el café que está enfrente), y que no mueven un pelo por las sustancias ilegales que se venden a cincuenta metros o por la gente que anda en moto por la plaza. Si su presencia disuade a algunos o si otros se sienten seguros depende de la reacción que el color azul produzca en la cabeza de esos algunos y otros.
Me fijo en la vidriera de la joyería, a ver si encuentro un reloj que me guste, uno redondo, chato, con agujas y también con una tira digital en la parte inferior de la esfera. Hay cientos de relojes, pero ninguno como el que quiero. A medida que me acerco al interior del local, el cana abandona la vereda y se aproxima lentamente.
Percibo su movimiento, y lo compruebo, reflejado en el vidrio. No sé si molestarme por la situación, si tomarla con humor o si es mejor ignorarla y que la cabeza siga pensando en por qué es tan difícil encontrar relojes ana-digi.
La gente esa que dice poder dejar los problemas de su casa en la puerta del trabajo, y viceversa, me provoca bastante envidia. Hasta que los veo como pobres alienados que se jactan de su alienación… Yo no puedo separar casi nada. Más bien encuentro relaciones y analogías muy a menudo. Y en vez de algo relacionado con los relojes que me gustan y no encuentro, viene a mi mente el recuerdo de la chica esa con la que coincidí hace poco en un cumpleaños.
Ella hablaba de lo feo que es su barrio, lleno de casas tomadas, y de la pequeña pescadería de la esquina, que siempre está vacía, pero a donde llegan camiones todas las noches. Era una de esas charlas en las que sale un tema y cada uno, a su turno, va contando lo que le pasó al respecto. Entonces, a partir de la experiencia de haber caminado de noche por ahí, comenté lo inhóspitas que son algunas partes de Once.
Esa vez, o se agotaron los temas que puedo tratar sin mostrarme en exceso, o el alcohol, de baja graduación, pero constante, me soltó la lengua, porque en algún momento conté que a veces andaba por la calle sin remera. Fue hablando de Once, de una noche de verano en que volvía de un recital y en el camino me crucé con media docena de patrulleros, varios de los cuales bajaron notoriamente la velocidad al pasar a mi lado.
“Ah, pero te estaban cuidando” fue su reflexión acerca de los ratis cuando mencioné el detalle de que no me había puesto la remera al salir del recital. Yo-en-cueros se transformó por un momento en el tema de conversación, y conté que (¡obviamente!) también me saco la remera cuando voy a correr a la plaza. Ahí me sugirió que en ese caso me ponga al menos una musculosa.
Definitivamente, no fue la voluntad de que conocieran –y, por ende, entendieran– mis razones, sino una ligera embriaguez lo que me hizo tratar de explicarle que transpiro mucho cuando corro, que no me gusta chivar tanto la ropa, que la sensación de la remera mojada y pegoteada me resulta incómoda y que, corriendo o no, me gusta mucho sentir en la piel el aire de una noche de enero o el sol de una tarde de abril.
¡Lo que me hizo hablarle de cuando busco el último sol de mayo! La última vez que da sacarse la remera, ese momento que para mí marca un quiebre mucho más significativo que un fin de año. Igual, tan liberado no estaba porque no le conté todo el rodeo que hice aquel mediodía para encontrar una calle amplia y con casas bajas, donde el sol pudiera llegarme mejor. Ni de la prostituta callejera y cincuentona que me dio charla, envidiándome por ser hombre, según dijo, “porque los hombres hacen lo que quieren, y a nosotras desde chiquitas nos dicen ‘esto no’, desde los ocho o nueve años, cuando se te despierta el sexo”… Ni de los boludos que me bardean mientras ando en cueros (porque de esos hablo en este blog).
“No estás en la playa”, me dijo la chica del cumpleaños, y no cuajó mi respuesta graciosa referida a las playas macristas. “Parecés un negrito”, agregó, o algo muy similar. Y también que “a mí me darías miedo”. Capaz que con remera y jean al rati este también le doy miedito, o le parezco un posible chorro, y por eso me sigue. Capaz que dejó de hablar por celular para tener las manos libres por si debía sacar el arma. Capaz que ella tenía razón y tengo que fijarme en las cosas que hago. Con quién me pongo a hablar, por ejemplo…

VIH (-)

Aunque hayan pasado los años, aunque haya mucha más información y mejores medicamentos, una mención al VIH en primera persona genera un repelús chirriante. Incluso si es un profesional de la salud quien recibe el comentario. Se le ve en la cara, en el lenguaje corporal; se nota en el aire, en cómo cambia, y es bien evidente cuando no puede contener la pregunta “¿qué te pasó?”. Más que la pregunta es el tono, el fracaso rotundo en su intento de simular una reacción plena de naturalidad ante la noticia de que “estuve tomando Ritonavir”.
En realidad, no pasó otra cosa que haber actuado con rigurosa responsabilidad tras exponerme en una situación de alto riesgo: averigüé a dónde ir, fui, conté lo sustancial del hecho y traté de tomar la medicación que me dieron, lo cual fue imposible. Distinto de mucha gente que anda por la vida expuesta a riesgos respecto de esta enfermedad, riesgos que no son consecuencia de llevar una vida particularmente licenciosa, riesgos cotidianos que dejan de verse como tales, que forman parte de las prácticas sexuales aceptadas y hasta esperadas. Su despreocupación trae aparejada la invisibilización del riesgo, y el estigma –un módico estigma, al fin y al cabo– recae en quien, tras atravesar esa situación, procedió como indican los especialistas.
Igual, un poco lo suponía. Así que opté por casi no hablar del tema. Y decidí mentirles a las profesionales que me atendieron, inventando que se había roto el forro en vez de decir que pregunté si me dejaban coger sin forro y que no pude negarme cuando no me dijeron que no.
Lo bien que hice, porque el trato inquisidor subyace aun en ese lugar público donde te atienden y te dan la medicación gratuitamente. ¿Qué relevancia tiene, por ejemplo, la pregunta que me hacen sobre si cojo con hombres o con mujeres? Si el contagio puede ocurrir de las dos maneras, ¿por qué me lo preguntás? Salvo que estés haciendo una encuesta, no le veo razón. Y si estás haciendo una encuesta, preguntame, antes, si quiero participar de la encuesta…
La situación es un poco desbordante: la espera, el estado de algunas personas con las que compartís la espera, dos profesionales interrogándote, el peso de tratar de mantener la mentira y sonar convincente. Y entonces simplemente pasa sin que te des cuenta: será así, formará parte del protocolo, de lo establecido, de lo que sucede con tanta naturalidad que se torna ya no incuestionable, sino invisible.
Es muy curioso: el análisis supuestamente es anónimo, y el nombre no figura en la orden… ¡pero el DNI, la fecha de nacimiento y las iniciales sí! Y en algún lugar de todos los registros burocráticos, están, además, mi nombre y mi teléfono de línea (porque no tengo celular ni, tampoco, la repentización que me permita inventar un número cualquiera cuando llegan a esa parte del cuestionario).
La última vez logré evitar la respuesta automática y le expliqué a la mina que se trataba del teléfono de mi casa, que no había hablado del asunto con mi familia y que prefería que, de ser necesario, se comunicaran por mail. La señora de guardapolvo, que no se presentó, me tranquilizó y me dijo que nunca llaman… Y yo no pude preguntarle para qué me pedía el teléfono entonces, tal vez por no poder reparar en cada una de estas manifestaciones, por no lograr desmarcarme de ellas, o porque a veces unx se calla o se anula –o viene anuladx desde mucho tiempo atrás– con la intención de evitar hipotéticos conflictos o rispideces.
Allí todo tiene una pátina de buen trato y de contención: la enfermera que saluda con un beso a algunos pacientes, el enfermero que me saca sangre y me habla de fútbol o me pregunta de qué marca es el pantalón que tengo, el papelito anónimo pegado en el corcho de la pared pidiendo que valoremos la atención… Yo, sin embargo, la siento muy lejos. En los interrogatorios, en la cara que puso la otra profesional cuando dije que la situación involucraba a una prostituta, en el trato cuando fui porque la medicación me estaba pegando muy mal y me dijeron que lo que me pasaba era algo muy leve comparado con lo que ven (¡pero era lo que me pasaba a mí!; faltó que me dijeran “vos te lo buscaste”), en la otra vez que fui a retirar los resultados y me hacían historia sin decirme por qué o cuando no me dan una fecha exacta para retirar el resultado del análisis: “Vení dentro de veinte días”.
Si son veinte días corridos o veinte días hábiles no me lo dicen. Y yo tampoco pregunto, arrastradx por la dinámica que se impone, pero sin poder evitar la sensación de desconfianza y desagrado que produce la imprecisión en un contexto así, porque, convengamos, no es el resultado de un análisis cualquiera el que estoy esperando para una fecha… aproximada. Igual, esta vez son más informativos, y me dicen qué días y a qué hora entregan los resultados, cosa que no ocurrió la vez pasada: lunes, miércoles y viernes de 9 a 12.
Mis horarios se acomodan para que vaya un viernes, y llego con el tiempo justo porque el colectivo tuvo un problema con la máquina que da los boletos y volvió a la terminal para que le solucionaran el desperfecto con los pasajeros arriba y sin avisarnos. Resultado: estuvimos el 80% del trayecto detrás del bondi que había salido después…
Entro al hospital agitadx por el pique de dos cuadras que me mandé, saco número y tengo el 9. El display dice que van por el 54, pero ni a ganchos hay tanta gente. Cuando terminan de atender a una persona, me acerco al mostrador y la mina me pregunta qué número tengo. “Vamos por el 3”, me dice, dejándome casi en ridículo, y me pongo a esperar en ese lugar mínimo, donde hay que correrse cada vez que entra o sale alguien.
Llega mi turno, le digo que vengo a retirar el resultado de un análisis, y me informa que la persona encargada es el señor que atiende en otro de los lados del mismo mostrador. Le repito lo mismo al tipo, y lo primero que me dice es “ya no”. “Es hasta las doce”, agrega, señalando el sticker pegado en el acrílico del mostrador. “¿Qué hora es?”, le pregunto. “Doce y pico”, responde sin mirar, y me muestra el celular, supongo que para que vea la hora, cosa que no logro hacer. Las últimas palabras que registro son: “Ya estaba guardando todo”.
No me lo dice de otra forma. Necesita forrearme, mostrarme el teléfono, ni mirar la hora cuando se la pregunto. Es un empleado público en estado puro, incapaz de la mínima cortesía para atender a alguien, mucho menos a alguien que puede estar en un estado de enorme inestabilidad emocional acumulada por seis meses de una espera que quizá haya sido desesperante.
Se impone su versión, y no me queda otra que irme, de muy malhumor, gruñéndole un “gracias por nada”. Voy al baño a hacer pis y se me ocurre buscar un televisor que muestre la hora. Cruzo todo el hospital y finalmente lo encuentro: son 12:09. Un minuto para encontrar el televisor, dos o tres minutos para llegar al baño y mear, uno o dos minutos hablando con el tipo… Es muy probable que me haya atendido 12:04.
Sin duda, llegué antes de las doce, y si se hizo tarde fue por todo el tiempo que tardaron en atenderme. Es decir, tardan en atenderte hasta que se hace tarde, y después no te atienden porque es tarde… Quiero volver al lugar para reclamarle, para sacarme un poco la bronca, por lo menos. Después de un breve debate conmigo mismx, sorpresivamente se impone mi lado exteriorizante. Entro y llamo la atención de una gente que espera y que me pregunta si estoy buscando dónde se saca número… Pero el tipo ya no está. Tengo que volver el lunes, tengo que conformarme con pegarle un par de trompadas a la pared.
El lunes, me acuerdo cuando ya caminé veinte cuadras, es feriado. Son cinco los días extras de incertidumbre que hay que pasar. Como calmante de la furia y de la sensación de sentirme boludeadx, decido ir el miércoles doce menos un minuto. Si sos tan puntual para no atenderme doce y cuatro, sé igual de puntual para atenderme doce menos uno, pienso, y deseo que me diga que no porque tengo ganas de pelearme con alguien.
Doce menos cuatro del miércoles, o menos tres, entro. Voy derecho a ese lado del mostrador sin sacar número, repito mi speech y lo primero que hace la mina que me atiende es mirar el reloj. No son las doce. ¡Chupala! Me pide el documento, anota –de nuevo– mi nombre, me hace las preguntas de siempre (si vivo en Capital o provincia, cuántos años tengo, si tengo obra social) y me dice que me siente, que me van a llamar.
La espera es breve, pero siempre hay tiempo para flashear cualquiera. De hecho, es el mejor momento para flashear cualquiera, desbancando del ranking a la parte del viaje en que el bondi para en –casi– todos los semáforos. La enfermera le recuerda a un paciente, al que parece conocer, que debe usar barbijo si tiene, como dice, neumonía, aunque ahora se le haya pasado la tos. Y me acuerdo de esa tosecita que me acompaña hace meses, de esas vetas mínimas de catarro que no salen ni aunque me lije la garganta, del estado físico de la chica promiscua, tan flaquita ella, que además de promiscua se deja coger sin forro…
Eso pesa más que mi dentista explicándome que el estado de mi boca revela un buen funcionamiento de mi sistema inmunológico. Pesa más que la mina de la otra vez preguntándome, cuando me hizo la orden para este análisis, cómo había estado y viendo como una buena señal que le dijera “normal” o “como siempre” (¿habrá sido por eso que no me hizo la orden para los análisis de hepatitis?). Pesa tanto que ni me acuerdo de todo esto.
Me llaman, y solo me atiende una mina, en lugar de lxs dos profesionales que suele haber. Cuando estoy sentándome y ella aún está más cerca de la puerta del consultorio que de su silla, me dice que “el análisis está todo bien”. Me da el papelito y ni atino a leerlo. Me pregunta si me cuido, si me cuesta cuidarme, dice que “en función de ese episodio estaría todo bien”. Le contesto que la poca acción posterior a aquella noche no me genera dudas, y su risa da por terminado el encuentro. (¿Por qué dijo “estaría” y no “está”?, me pregunto ahora que escucho la grabación).
El momento tan esperado duró menos de dos minutos. Lo más extraño sucede después, cuando salgo del hospital con el brazo dolorido por la brutalidad de la enfermera que me aplicó la última dosis de la vacuna contra la hepatitis B. Estoy sanx, confirmadamente sanx, y no tengo la sensación de haberme quitado un peso de encima.

Tomografía computada de cerebro

No se observan signos de sangrado agudo extra ni intra axiales.
La línea media se encuentra conservada.
Leucoaraiosis periventricular.
Sistema ventricular supratentorial dilatado, las cisternas axiales basales, las cisternas silvianas y los espacios subaracnoideos de la convexidad de ambos hemisferios cerebrales son amplios con profundización de surcos y cisuras correspondiente a involución cerebral.
Los cortes con ventana ósea no muestran trazos de fractura.