domingo, 23 de octubre de 2011

Ejercicio de poder

“A las mascotas hay que castrarlas antes de la madurez sexual”, dice en la tele el Cormillot de los veterinarios. Y me sorprende la naturalidad con la que habla de mutilar a alguien, a alguien a quien se supone que querés.
En la calle, una señora más que sesentona le pega a su perra sobre el lomo cubierto por un abrigo, y le dice “basta, loca”. Ese “loca” tiene un tono agresivo bien lejano del “loco” amistoso que uno dice a menudo. Es un “loco” violento y denigrante, que no sólo manifiesta el dominio del dueño, sino cómo se comporta ese dueño en situaciones de dominio.
Bajo la autopista, la familia homeless que allí vive también tiene un perro, un perro pequeño sujeto a una silla por una correa ínfima, que –no exagero– le impide dar más de tres pasos. En la casa de al lado, en el departamento de abajo, los perros tienen incansables ataques de ladridos, en especial el de al lado, que puede ladrar a 120 ladridos por segundo aproximadamente.
Pero guarda de quejarte, porque te convertís en un desalmado que no quiere a los animales. La vieja los adora, no ves que le compró el abrigo al perro, no ves a toda la gente que va al pet shop y les compra chucherías a sus mascotas gastando en eso más guita de la que yo gasto en todo un mes. No ves que hasta los que no tienen nada tienen un perro y comparten su comida con él. No ves que adoran al bicho porque la existencia del animal les permite ejercer su poder mandando y sintiéndose indispensables, y, de paso, porque está en su naturaleza, disfrutándolo.
Lo que no ven muchas personas es la consecuencia. En realidad, no me ven a mí: hablo con alguien del perro que otra vez me cagó el sueño con sus ladridos, que ladra frenético a las seis y veinte de la mañana, desde las diez y media hasta el mediodía, a las tres de la tarde, a las siete y media de la tarde (esta no falla nunca), a las once de la noche… Hablo del perro para explicar por qué me siento mal, y mi interlocutora dice: “¡Pobrecito!, se ve que lo dejan solo”.
No, pobrecito el perro no. Pobre yo, que pierdo un día tras otro culpa de ese bicho maléfico. Bueno, pobre el perro también si sufre. Pero ahora estás hablando conmigo. Me tenés a mí enfrente tuyo, me tenés hundido en una silla, pálido y agotado, culpa de los ladridos, ¡y el pobrecito es el perro!
En la puerta del edificio me cruzo con el vecino de arriba, que está entrando el cochecito con su bebé a bordo. Hablamos las cordialidades de rigor, y, mientras el niño duerme, el padre me dice que ahora está durmiendo, pero que lloró toda la noche y no lo dejó dormir casi nada, a él que se levanta tan temprano.
“Pero son divinos los chicos”, dice, minimizando la queja, y en una explosión incontrolada de honestidad me sale decirle: “Sí… No sé… Por suerte no tengo”. De inmediato trato de arreglarla, y él me dice que uno pierde cosas con los hijos, es cierto, pero gana otras, y que los disfruta mucho. A todos. A este y a los de su matrimonio anterior.
Lo vieras al vecino, tan sensible con sus hijos. Tipo con hijos seduce. Tipo comprando con los nenes en el súper tira, no me digas que no… Tipo paseando con los pibes un sábado a la tarde despierta miradas y suspiros. Los hombres con hijos tocan un punto difícil de controlar para muchas minas, y esa imagen que combina ternura y experiencia puede ser letal para algunas. Para la jermu del vecino, por ejemplo.
Ella no sé equivocó cuando eligió a su pareja, al padre de su hijo, porque si los chicos son divinos, él también. Es tan divino que seguro no es él quien le grita a una criatura de un año. Quien le grita con ese grito sacado de persona (muy) violenta que me estremece a través de la ventana.
Es un grito que reemplaza al golpe que daría en cualquier otra circunstancia. Lo reemplaza solo físicamente, porque es un golpe. Lo es para mí, que estoy protegido por el techo y las paredes, y más lo será para el niño, a medio metro de distancia. Es una parte del cerebro que deja de irrigarle, o que le irriga en exceso, es alguien desaforado por un bebé de un año que hace lo que hacen los bebés de un año.
No sé a qué edad se empieza a dejar de soportarle todo a un chico y se comienza a quemarle el inconsciente con la idea del portarse mal. Digamos: si te bancás que el pibe llore toda la noche porque lo considerás natural, lógico, normal y esperable, bancate que toquetee todo, que lo manosee, que se le caiga, que se le rompa, que se lleve las manos sucias a la boca, y, en todo caso, decile una y otra vez por qué no debe hacerlo, hasta que finalmente esté en condiciones de entenderlo. Bancatela básicamente porque son cosas del mismo género, y enojarse y agredirlo revela que no entendés nada, y, además, que te va ejercitar tu poder sobre un desvalido.
Y si vas a gritarle, sé coherente. Porque le gritas cuando toca no sé qué cosa, pero cuando golpea el ventanal hasta que me despierta con el previsible fastidio y también con miedo de que lo rompa y se le caiga encima, y muera desangrado, quizá, como le pasó a aquel rival del gordo Domínguez, cuando pasa eso no le decís nada.
Si me quejo, me transformo en la persona intolerante con los niños, “¿no ves que son chicos?”… ¡Si son chicos, explicales! Y dales el ejemplo, de paso, que si vivís insultando es bien comprensible que tu hijo insulte a su hermana diciéndole “gorda” (“gorda lechona”, le dice, y lo más llamativo es que la nena ni siquiera es gorda; ¿o lo llamativo es que ni el padre ni la madre le dicen nada?). Y si son chicos… ¡yo soy grande! Y quiero vivir sin que me agrieten el techo ni el cráneo con su fútbol-en-departamento.
Ahora mismo, a las tres de la tarde del domingo, el rope desata una ráfaga de ladridos. Y hace un par de noches ladró sin parar desde las ocho hasta, mínimo, las diez y media. Onda que te está diciendo algo, dueño del perro. Pero a vos no te importa. No te importa lo que te dice el perro ni te importa lo que te pueda decir yo porque lo único que te importa es tener.
Porque hay que tener, y ellos tienen. Tienen un hijo, tienen un perro… Lo tienen no pensando en el chico o el perro; ni siquiera pensando en ellos y en disfrutarlo estando con él. Lo tienen para tenerlo, para que esté en el inventario, en la lista de cosas que tienen, y que, como la ropa, usan cuando le vienen ganas. El resto del tiempo, al perro lo pasea el paseador, o lo dejan solo y llorando (porque obviamente tienen un perro superdependiente, que no puede estar solo un rato sin llorar de manera incansable); al chico lo cuida la niñera o la abuela, o lo llevan a la guardería a los seis meses. Digo yo, sin valorar todo ese esfuerzo, el esfuerzo que hacen por tener, para tener, en tener…
No es por el perro que se lo castra: es por la comodidad del dueño, a la cual el animal contribuye no sólo con su compañía y las demás cosas que pudiere hacer, sino también con sus genitales. No es por el niño y su bienestar o en orden a una mejor capacidad de relacionarse con las personas que le gritan: es para que sepa quién manda, para que obedezca cuando al adulto le pinta la voluntad de ejercitar su poder.
Yo no necesito presenciar, escribir y releer cada una de las cosas que aquí relato para saber que no quiero tener poder sobre nadie: ni sobre una mascota, ni sobre un hijo, ni sobre un empleado… (Y a veces no sale, que tampoco se puede abolir sin más, pero bien mal que lo vivo cuando me descubro así).
No quiero poder sobre los genitales de una mascota ni sobre la psiquis de un niño, ni sobre su cuerpo, porque, en el caso de mi familia, las conductas y las enfermedades se repiten de generación en generación.

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