sábado, 26 de noviembre de 2011

Déficit de atención

Entre toda la gente que me resulta insoportable (lxs supersticiosxs, lxs que tienen hijxs, lxs que gritan en lugar de hablar, lxs que usan la palabra “personita”, lxs que escuchan música en el celular sin auriculares, lxs que tienen perros, lxs que usan la palabra “cumpa”, lxs que apoyan los pies en la cama o en el sillón sin descalzarse, lxs que toman mate y te convidan como si todos tomáramos eso, y te insisten y no entienden cuando les decis que no tomás; lxs que usan la palabra “querido”, en general con un tono despectivo que no me pasa inadvertido y me molesta mucho; lxs que escuchan a Luis Miguel, lxs oficialistas, etc.), hay un grupo que tal vez me resulte insoportable porque tienen una habilidad que de tan lejana se me hace incomprensible. Y, seguramente, envidiable. Lxs que pueden hacer dos cosas a la vez.
Yo no puedo. O te la chupo o me la chupás, pero las dos cosas a la vez, no. Me pierdo. Me desconcentro. No puedo. Hay gente que fuma y masca chicle a la vez. Hay otrxs que hablan mientras manejan, o que hablan por teléfono mientras cocinan o mientras hacen algo con la PC. Gente que baja fotos y escucha música al mismo tiempo. Que estudian con música de fondo, ¡que garchan con música de fondo! Yo no puedo, yo me pongo a cantar la canción (yeah!, my knees got weak…) y me olvido de que tengo que cogerte.
Hay gente, como la que vi el otro día (y es algo que vi mil veces, pero la otra tarde, en ese maxikiosco cerca de la estación, lo vi de nuevo), que tiene la tele encendida todo el tiempo, tanto que me pregunto quién mira a quién. No solo tienen la tele encendida cuando están frente a ella; a veces se van y dejan el televisor prendido, incluso sin volumen… Y no la apagan ni cuando charlan con alguien. ¡Qué bueno! (supongo). A mí se me mezclaría todo, le contestaría al chabón de la tele con lo que tengo que decirle a mi interlocutor/a, lo integraría a la conversación o, si le sacara el volumen, seguiría sus gestos tratando de descifrar qué está diciendo, lo que me requeriría prestarle más atención…
Yo no puedo nada de eso. Entre tantas cosas que no puedo está no poder hacer dos cosas a la vez, por pequeñas que sean. Yo, cuando estoy en un lugar, cuando hago algo, estoy 100% ahí. El problema es que en general no alcanza ni con esa dedicación completa.

Los límites de internet

Estoy a cuatro cuadras de uno de los bordes de la ciudad. Tengo que actualizar el blog, y no quiero repetir ninguno de los dos o tres cybers que hay en ese nodo de transportes. Supongo que también tengo ganas de caminar, que tengo ganas y un cuerpo que me responde. Entonces me voy a buscar un cyber por la avenida que corre casi paralela a ese borde.
Nunca caminé por ahí, y voy mirando a uno y otro lado de la avenida, pero no hay un puto cyber. Ni siquiera cerca del colegio hay uno. Varias cuadras después, diviso uno a mano derecha. Cruzo la calle, me acerco, y veo el cartel que dice “cerrado”… Sigo caminando, hasta que el lugar se me hace inhóspito y desasosegante.
Es la última cuadra, decido. Fueron veinte cuadras, me entero en casa, cuando reconstruyo mi periplo en la Filcar. Veinte cuadras y un solo cyber, que estaba cerrado. Acá doblo, me digo, y si no encuentro nada, me vuelvo. En esa calle hay varios negocios, y, entre ellos, finalmente, descubro un cyber.
Entro, pregunto cuánto cuesta y cada cuánto fraccionan, pido una máquina, y pongo manos a mi obra. Mientras leo, copio y pego, tengo que escuchar lo que habla la gente en las cabinas. Tendría que hacer un post con eso, sobre todo en los cybers de Constitución, pero no tipeo tan rápido como hablan…
También escucho los diálogos entre el encargado y los clientes. Una mina sale de la cabina y cuando va a pagar le cuenta al chabón que se mudó hace poco a los monoblocs de enfrente y le pregunta qué proveedor de internet le recomienda. “Internet llega hasta acá –le responde el pibe–. Hasta esta calle. Enfrente no llega”. Y le da una explicación que no recuerdo porque mi cabeza quedó tildada al oír eso, procesando las palabras más increíbles que conocí últimamente.
Estamos a cuatro o cinco cuadras de uno de los límites de la ciudad, pero todavía faltan cuarenta o cincuenta cuadras para que ese límite se encuentre con otro y formen uno de los vértices del mapa. Me pregunto si en todas esas cuadras tampoco hay internet o si el servicio vuelve kilómetros más allá. Me pregunto para qué sirven en ese lugar las netbooks que dan los gobiernos municipal y nacional. Me pregunto por qué internet llega hasta esa calle, si enfrente hay edificios, si, capaz, vive más gente ahí que en todas las cuadras que vengo caminando.
Como sea, eso tan usual y cotidiano, se corta acá. He posteado desde alguna villa porteña o desde algunos lugares del tercer cordón del cono urbano sin preguntarme siquiera si había internet. Es algo que está en todas partes. Pero acá enfrente no. Estoy a cuatro cuadras de un borde de la ciudad, pero estoy en la frontera de la conectividad, en el límite del mundo. Y todavía tengo que volver.

Los muertos

El laburo donde más tiempo duré estaba lleno de viejos. Era como un club de jubilados o algo por el estilo. Al poco tiempo, me enteré de que uno había muerto. Me impactó mucho la noticia. No por el tipo en sí, sino porque “estuvo acá la otra vez, lo vi, me dio la mano, cambiamos unas palabras, y ahora está muerto”.
¡Guau!
Meses después, se murió otro. Yo los borraba del mailing y, mientras, iba haciendo un listado mental de gente que había conocido, que había visto recién, hace poco, hace dos meses, y que estaba muerta. Supongo que esa lista mental era mi forma de tratar con la muerte, de familiarizarme con ella, tan desconocida siempre, y más ajena aún para mí. Cuando renuncié, la lista tenía más de cuarenta nombres: Prestano, Nonnenmacher, Camblor, Lamas, Maldonado, Caziani, Bialo Gorski, Ricci, Martín, Veraldi, Mejuto, Pertierra…
Esa era mi relación con la muerte, con la muerte concreta; no con pensar en ella y en cómo será. Porque hace veinte años ya que el ex novio de mi mamá, ex empleado y actual cuasi enfermero de mi papá (una vez se lo dije así a un psicólogo, y el tipo acusó recibo, y yo siempre repito lo que dio resultado), me hablaba, en el patio de esta misma casa, de lo desmejorado que veía a mi viejo. Y desde entonces fue algo concreto pensar en eso. Ahora que la por (dos) décadas cercana muerte de mi padre está en la recta final, en los cien metros finales quizá, pensarlo es recurrente, se torna imperioso y apremiante.
E inevitable. Aunque sea como me dijeron, que sólo voy a saber cómo es cuando sea, es inevitable que me dé muchas vueltas por la cabeza. Con todo, no logro identificar qué me pica más: si que se va a morir, si la Muerte, si el tiempo previo a la muerte, con la dependencia física, con sentirla rondar en los pliegues de las cortinas y las sábanas; si lo que viene después, si el hecho de que es un recordatorio del futuro que me lleva a pensar en cómo serán mi dependencia física y mi agonía.
Pienso en que tal vez no sea tanto la ausencia, porque nunca hubo una gran presencia, sino pararse ante ese mundo nuevo, ante la mirada ajena, ante el derrumbe de un statu quo sostenido patológicamente por mi familia que yo no pude romper, porque, ¡mierda!, se termina, y no pude terminarlo yo, no pude darle un final yo… Cómo acomodarse con y ante los demás. Y también respecto de mí: pensar en eso para prepararme y que no me tome desprevenid, para ver si surge alguna idea que me ayude con lo que se viene.
Si no existieran los demás, pienso… pero los demás existen. Hay que hacer la sucesión, hay que decir “gracias” o lo que sea cuando te den el pésame, hay que ir al velorio, hay que bancar a mi vieja, que en la última internación mostró una vez más lo que hay detrás de su fachada espiritual y centrada, y se puso muuuuuuuuuuy histérica, contagiándome su descontrol; hay que bancar a mi inconsciente, que ya me hizo soñar con mi madre dándome la noticia.
Eso pienso, también. ¿Cómo será cuando me den la noticia? La otra tarde veía en Crónica el zócalo negro detrás de las letras blancas que anunciaban la muerte de la madre de Maradona. Y pensaba en esas letras con el nombre de mi viejo, en mí viendo la tele en este sillón, y en la tele esas letras.
Pienso en su gesto (“te estoy ofreciendo mi mano”, dijo, porque fue necesario que lo aclarara, porque en una relación nada corporal como la que tengo con mis padres no me resultó evidente de qué se trataba), en si era una despedida, en si esa va a ser la última vez que me haya visto. Pienso en que estoy muy pegado con símbolos de esa índole. Desde hace mucho. Porque, como primera reacción al pensar este asunto, siempre deseé que no hubiera despedidas explícitas, que se muriera lo más imprevistamente posible.
Pienso en que no voy a verlo no sólo porque el tiempo se me pasa sin que pueda hacer ni la mitad de las pocas cosas que quiero hacer, o porque nunca fui si no era por cuestiones laborales, sino porque es una cagada ver a alguien en mal estado. Es algo que me dispara la pregunta acerca de dónde la vida deja de ser vida. Como la última vez que lo vi, la otra tarde, dormido, solo y postrado, roncando, y en esos dos segundos la única diferencia que encontré con la muerte fue la respiración.
Uno no puede despegarse de esas cosas, y, mientras las prevé, o trata de preverlas, pasan otras cosas, imprevistas. Hace un par de meses tuve a una persona a dos o tres metros de distancia, como a mi viejo esta semana, y nadie podía imaginar que esa era la última vez que lo íbamos a ver. Porque palmó. Inesperada, increíblemente palmó.
No era su fan, pero enterarme me dejó triste y estupefact, aunque la estupefacción se había consumido bastante cuando, unos días antes, supe de lo jodido que estaba. Y si bien no era su fan, tengo bien claro el recuerdo de una noche de fines de los 80 en la que Sergio Marchi pasó el Tango traidor en su programa de Rock&Pop. El Tango traidor, Gente que no y el reggae, Armas para la paz. Me acuerdo de no poder creer lo que escuchaba, de haberlo grabado en un casete de Carlitos Balá, el único que tenía a mano.
Y también de una tarde de sábado de mediados de los 90, cuando fui a comprar la reedición en CD de ese disco al Musimundo de Callao y Corrientes. Me acuerdo de mí caminando por Entre Ríos y Belgrano yendo a la disquería, de que al vendedor también le gustaban. Esas cosas que quedan en la memoria vaya a saber uno por qué.
Hace cuarenta años, alguien dijo que el futuro es incierto y que el fin siempre está cerca. Tener eso en primer plano todo el tiempo es imposible, es alienante, es enfermante y/o enfermo. Pero cuando los hechos (y/o mi interpretación de los hechos y lo que puedo hacer con ella y con ellos) lo ponen en primer plano, no hay rascador que alivie la picazón. Ni siquiera sabiendo que pensar en eso es inútil, como me lo demuestra lo inesperado.
Mientras, eso inesperado, aparte de demostrar la inutilidad de pensar (y, por más inútil que sea, ¡es inevitable!), aporta lo suyo, agrega algo más para que zumbe junto a mi cabeza.

Ludita del transporte

La invasión de los aires acondicionados ha comenzado a alcanzar de modo consistente a los colectivos y a los trenes en Buenos Aires. No sé qué será de ella cuando se recorten los subsidios al transporte (que, por ejemplo, en seis meses le dan al dueño de un colectivo la suma equivalente a uno cero kilómetro), pero, mientras tanto, son cada vez más las chances de viajar en un vehículo con aire acondicionado.
Es decir, un ámbito más donde tenemos que vivir al ritmo –a la temperatura, en este caso– que dispone otro. Siempre es así, lo sé. Siempre debemos vivir a la temperatura que dispone el tiempo mediada por la intervención humana, en especial en las ciudades. Pero no estoy hablando de eso. Debería estar de más esta aclaración. Hablo de que un chabón, en nombre de la técnica que domina a la naturaleza, decide que yo tengo que viajar a veintidós grados de temperatura cuando en la calle hace veintiséis, o treinta, o treinta y tres. No importa. Lo que importa es que él impone su voluntad. Sobre mí. Y que mi rechazo queda minúsculo e improcedente ante el poder del progreso y de quienes lo realimentan.
Esa voluntad ajena se me impone en colectivos tan modernos y tan pensados para el aire acondicionado que tienen las ventanillas fijas. Porque, dirán, nunca falta un pasajero desaprensivo que abre la ventana de modo que entre el calor y obligue al aire acondicionado a trabajar de más. Entonces, si el frío te resulta excesivo, jodete. Si tenés que salir con pulóver un día de treinta grados porque vas a viajar en bondi, jodete. Si el aire te lastima al respirar porque el colectivo va lleno o porque el aire procesado es un asco, jodete. Si querés que entre por la ventanilla un centímetro del aire puro de Pueyrredón y Corrientes a las ocho de la mañana, más deseable que el aire que hay dentro del 132, jodete. No se puede.
Si te enfermás por un conchudo aire acondicionado del bondi, el tren, el negocio, el laburo, la casa a la que vas, jodete de nuevo. Es culpa tuya, es tu debilidad, que no tolera los avances tecnológicos.
Algunos de esos colectivos tienen, además, calefacción, y parece que no se puede variar la temperatura porque, con el bondi vacío o lleno, la sensación de sofoco es similar. Será eso o será que el conductor sí puede abrir su ventanilla, y entonces le chupa un huevo cómo se viaja en el fondo al que siempre nos debemos correr. Me pasó en un 140 este invierno, donde estaba para sacarse la campera y quizá el pulóver; pero aun así no me habría librado del aire manipulado y asfixiante que largan esas mierdas.
Por cierto, ese 140 tenía las ventanillas fijas ¡y polarizadas!, de modo que no se veía un joraca para afuera. Era de noche, yo no suelo tomar el 140, y andá a ver la altura de Córdoba entre la oscuridad de la noche y la oscuridad de los vidrios tonalizados, que, para colmo, reflejan las luces blanquísimas del interior del colectivo. Encima, viajé en el asiento del medio de la última fila, con lo cual estaba lejos de las ventanillas, y era aún más difícil ubicar dónde debía bajarme.
Algunos trenes también tienen esta parafernalia. Viajar en tren es mucho más aburrido que viajar en bondi para mí. En el colectivo, el paisaje que entra por la ventanilla es más dinámico y variado. Y si, aparte de que las ventanillas del tren son más monótonas, el polarizado no te deja ver lo poco que hay para ver, el viaje es un padecimiento alienante, y la sensación de encierro, una consecuencia de cómo me considera el señor Ferrocarril, que no me deja salirme de la mierda en la que viajo ni siquiera con los ojos. Porque, ¡ey!, quiero mantener un mínimo diálogo con el ambiente… ¡Hola…!
No suelo viajar en tren, pero la otra tarde tuve la desgracia de viajar en uno con aire y ventanillas fijas. Claro que el aire no andaba… Cinco de la tarde, apenas veinticinco grados de temperatura, vagón repleto, yo respirando hasta por las orejas después del pique que debí echarme para no perder el tren, y en esa lata de sardinas vivas no se podía respirar.
En cada estación, todos sacábamos la cabeza por la puerta, y respirábamos más profundo, para incorporar más aire, y hasta creo que deseábamos que se demorara un toque más allí, aun si llegábamos más tarde a nuestros destinos. Todo por un poco de aire. Mientras, yo pensaba en qué estación iba a comenzar una rebelión y se iban a romper las ventanillas al grito de “¡queremos respirar!”. Pensaba eso porque viajaba en el Mitre que va a Tigre, que si hubiera viajado en el Sarmiento, no llegamos a Ramos que lo prendemos fuego.
Tanto en el colectivo como en el tren, ahora, finalmente, se puede pagar con la tarjeta Sube. Así, todos nuestros viajes quedan registrados en una base de datos digna de Google por lo gigantesca y por lo que sabe de nosotros. De nosotros, no. De ustedes, de los que tienen Sube, y se jactan de ello, y valoran lo cómodo que es, del mismo modo que lo hacen con el teléfono celular, que todo el tiempo emite una señal indicando su ubicación.
El Sube, el celular y porquerías como esas son la versión refinada del microchip subcutáneo que la ciencia ficción de hace algunos lustros imaginaba como obligatorio en la sociedades totalitarias del futuro no muy lejano. No hace falta que nos implanten el chip detrás de la oreja, no hace falta la obligatoriedad. Todos vamos (¡van!) gustosos a ofrendar su libertad al señor Sube, al señor Nokia o al señor Climabuss.
(Y todos, yo también, se la ofrendamos al señor Google, que escanea nuestros mails –para evitar el spam, claro, no por otra cosa–, que nos da cincuenta invitaciones a gmail para saber a quiénes se las enviamos; que sabe lo que buscamos en la web, que nos come la cabeza con el peligro de que nos hackeen la cuenta de mail o de que nos olvidemos la contraseña (oh, los temores de estos tiempos) y nos pide un teléfono para que estemos más seguros. No cualquier teléfono, un celular… Uno fijo, no. Si no tenés celu, no podés acceder a ese servicio, ni podés subir fotos a Google Earth o subir videos a Youtube… Si no tenés celular, no les importás, ¿hasta que haya un Android para la telefonía fija?).
Yo, si puedo, dejo pasar el bondi con aire. Siempre garpo con monedas y, ya sabés, celular no tengo. Y sonrío complacida cuando me entero de que vandálicos pasajeros les han despegado el polarizado a algunos colectivos.

Colectivo 19

Fue una de esas cosas que suceden dejando no sólo su recuerdo, sino el del contexto. Dónde estábamos, qué estábamos haciendo, cómo estaba el día… Fue cuando el bondi ya se había llenado y viajaba gente de pie, fue cuando da la vueltita por Olleros para agarrar Álvarez Thomas.
El tipo, parado a la altura del asiento posterior al mío, le dijo a la mina con la que viajaba y hablaba: “¿Hizo algo con su vida? ¿Estudió, trabajó?”. La mujer le dijo que sí, y le explicó algo que no recuerdo, seguramente porque mi cabeza estaba ocupada por completo grabando y procesando sus palabras. ¿Sólo eso es hacer algo con la vida?, podría preguntarme casi como un reflejo. ¿Sólo estudiar o trabajar? No importa si te tiraste en paracaídas, te enfiestaste con dos hermanxs, sobreviviste a un cáncer o hiciste un blog. Sólo estudiar o trabajar…
Pero el reflejo está ausente. Me chorrea, como tras un baldazo, la falta de ganas de decírmelo, de decírselo, de venir y decirlo acá. Me irrita la idea de refutarlo con palabras. Preferiría poder hacerlo con hechos, pero no puedo. No tengo con qué. Y si tuviera con qué, no me interesaría refutarlo, imagino, ni tampoco lo que dice.
Más bien, no quiero saber más nada con las palabras. No quiero explicar más nada, ni siquiera a mí. No quiero explicar por qué no tengo celular, por qué no tengo cámara de fotos, por qué tardo tanto en acabar, por qué no como carne o no tomo café. No quiero hablar de mis problemas para dormir ni de sus consecuencias, no quiero contar que a veces me baja la presión como si no hubiera comido.
No quiero hablar con alguien y que no venzamos los límites de la conversación ni siquiera con la ayuda que da el alcohol. No quiero que nos encontremos de nuevo la semana siguiente en el mismo lugar y que al rato de hablar me diga: “Estamos hablando lo mismo que hablamos la semana pasada”. No quiero pasar por el trance a priori abrumador de presentarme a quince o veinte personas con las que comparto algún lugar de la web, decirles mi nombre y sociabilizar un rato con ellos.
No quiero escuchar a la gente en la calle, cuando paso por algún lugar, porque me descompone pensar que mis palabras son como esas. No quiero tener que hablar de lo que hago o hice porque lo que suena es “Blank tapes”, de Reynols. No hice nada, no tengo nada para decir. Nada que me dé ganas de contar, porque no hay nada o porque lo que creí que había se reveló incapaz de mover el amperímetro más sensible.
Y aun dentro de la lógica del pasajero en cuestión, tampoco tengo nada para decir. Lo que estudié y trabajé ya caducó. Pertenece a otro mundo, a un pasado azaroso y de repetición inimaginable, a alguien que no soy yo. Mi currículum está vacío. Y creo que es mejor ni hacer un currículum, porque lo que podría poner en él mostraría todo lo que no puedo poner.
¿Te cuento que terminé el colegio, que cursé dos o tres años en la UFA, que trabajé siete años en tal lugar? ¿Cambia algo? ¿Le cambiaría algo al señor este o a los que piensan como él? A mí no me cambió nada, no me sirvió para nada, salvo para enfermarme, cuando el agobio de esos lugares me desbordó.
No quiero contar más nada, porque no sirve, porque a) son palabras que no alcanzan, o, más probable, b) son palabras, que no alcanzan. Y, al mismo tiempo, las palabras, mi relato, las explicaciones plausibles del fracaso y del rechazo, y todo mi discurso al que me agarro para poder agarrarme de algo, son lo único que de vez en cuando pude tener.
Cuando me siento así, a veces temo estar reproduciendo discursos ajenos, el del tipo este y los que piensan como él, el de los que me forrean y denigran. Pero yo me miro y veo nada, siento nada, que no pude hacer nada. No lo que les gustaría a ellos, no lo que consideran valioso. Nada que me mueva algo a mí. Nada conmigo, y nada afuera, porque el trato con los demás me devuelve que soy nada, nada que los haga chupármela y tragármela toda, o estar de mi lado y a mi lado. Una nada tan grande que no quiero-puedo-da ahondar en ella.
Y cuando me preguntan qué hago, qué hice, no sé qué decir. Una sensación parecida a la de aquella vez que me encontré en la calle con un excompañero de mi único año de secundaria, y, cuando me preguntó qué estaba haciendo, le mentí y le dije que estaba terminando el colegio. Parecido, pero sin ganas o fuerzas para mentir.
Debería cagarme en el tipo del bondi, en sus palabras y en lo que quieren decir. Pero no puedo. Una impresión se graba tan intensamente –sobre el fondo de la última luz de la tarde que entraba por la ventanilla del asiento de uno– cuando interpela de modo profundo, cuando activa esa idea de que no solo no hice nada, sino que también soy nada. Y que no tengo ni palabras ni nada (que no sé qué otra cosa sería, porque solo conozco palabras) para llegar a otro lugar.
La vez siguiente que tomé el 19 volvió a fijar con todo detalle el contexto en mi memoria. Esa tarde no llegué a Olleros. Estuve al borde del descontrol panicoso y me tuve que bajar en Canning. Creamos que fue sólo una casualidad, que no fue porque en algún lugar de mi cabeza traté de evitar ese lugar asociado no sé por cuánto tiempo con aquella sensación y con su manifestación en palabras.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

The final cut

Ella estaba a punto de cortar el repollo en dos,
pero hice que lo pensara de nuevo cuando le dije:
“El repollo es el símbolo de un amor misterioso”.

O por lo menos eso dijo un tal Charles Fourier,
que además de eso dijo cosas raras y maravillosas,
tanto que la gente lo llamaba loco a sus espaldas.

Después la besé en la nuca
con delicadeza,
y entonces partió el repollo
de un solo tajo.

(“Repollo” * Charles Simic)