sábado, 26 de noviembre de 2011

Los muertos

El laburo donde más tiempo duré estaba lleno de viejos. Era como un club de jubilados o algo por el estilo. Al poco tiempo, me enteré de que uno había muerto. Me impactó mucho la noticia. No por el tipo en sí, sino porque “estuvo acá la otra vez, lo vi, me dio la mano, cambiamos unas palabras, y ahora está muerto”.
¡Guau!
Meses después, se murió otro. Yo los borraba del mailing y, mientras, iba haciendo un listado mental de gente que había conocido, que había visto recién, hace poco, hace dos meses, y que estaba muerta. Supongo que esa lista mental era mi forma de tratar con la muerte, de familiarizarme con ella, tan desconocida siempre, y más ajena aún para mí. Cuando renuncié, la lista tenía más de cuarenta nombres: Prestano, Nonnenmacher, Camblor, Lamas, Maldonado, Caziani, Bialo Gorski, Ricci, Martín, Veraldi, Mejuto, Pertierra…
Esa era mi relación con la muerte, con la muerte concreta; no con pensar en ella y en cómo será. Porque hace veinte años ya que el ex novio de mi mamá, ex empleado y actual cuasi enfermero de mi papá (una vez se lo dije así a un psicólogo, y el tipo acusó recibo, y yo siempre repito lo que dio resultado), me hablaba, en el patio de esta misma casa, de lo desmejorado que veía a mi viejo. Y desde entonces fue algo concreto pensar en eso. Ahora que la por (dos) décadas cercana muerte de mi padre está en la recta final, en los cien metros finales quizá, pensarlo es recurrente, se torna imperioso y apremiante.
E inevitable. Aunque sea como me dijeron, que sólo voy a saber cómo es cuando sea, es inevitable que me dé muchas vueltas por la cabeza. Con todo, no logro identificar qué me pica más: si que se va a morir, si la Muerte, si el tiempo previo a la muerte, con la dependencia física, con sentirla rondar en los pliegues de las cortinas y las sábanas; si lo que viene después, si el hecho de que es un recordatorio del futuro que me lleva a pensar en cómo serán mi dependencia física y mi agonía.
Pienso en que tal vez no sea tanto la ausencia, porque nunca hubo una gran presencia, sino pararse ante ese mundo nuevo, ante la mirada ajena, ante el derrumbe de un statu quo sostenido patológicamente por mi familia que yo no pude romper, porque, ¡mierda!, se termina, y no pude terminarlo yo, no pude darle un final yo… Cómo acomodarse con y ante los demás. Y también respecto de mí: pensar en eso para prepararme y que no me tome desprevenid, para ver si surge alguna idea que me ayude con lo que se viene.
Si no existieran los demás, pienso… pero los demás existen. Hay que hacer la sucesión, hay que decir “gracias” o lo que sea cuando te den el pésame, hay que ir al velorio, hay que bancar a mi vieja, que en la última internación mostró una vez más lo que hay detrás de su fachada espiritual y centrada, y se puso muuuuuuuuuuy histérica, contagiándome su descontrol; hay que bancar a mi inconsciente, que ya me hizo soñar con mi madre dándome la noticia.
Eso pienso, también. ¿Cómo será cuando me den la noticia? La otra tarde veía en Crónica el zócalo negro detrás de las letras blancas que anunciaban la muerte de la madre de Maradona. Y pensaba en esas letras con el nombre de mi viejo, en mí viendo la tele en este sillón, y en la tele esas letras.
Pienso en su gesto (“te estoy ofreciendo mi mano”, dijo, porque fue necesario que lo aclarara, porque en una relación nada corporal como la que tengo con mis padres no me resultó evidente de qué se trataba), en si era una despedida, en si esa va a ser la última vez que me haya visto. Pienso en que estoy muy pegado con símbolos de esa índole. Desde hace mucho. Porque, como primera reacción al pensar este asunto, siempre deseé que no hubiera despedidas explícitas, que se muriera lo más imprevistamente posible.
Pienso en que no voy a verlo no sólo porque el tiempo se me pasa sin que pueda hacer ni la mitad de las pocas cosas que quiero hacer, o porque nunca fui si no era por cuestiones laborales, sino porque es una cagada ver a alguien en mal estado. Es algo que me dispara la pregunta acerca de dónde la vida deja de ser vida. Como la última vez que lo vi, la otra tarde, dormido, solo y postrado, roncando, y en esos dos segundos la única diferencia que encontré con la muerte fue la respiración.
Uno no puede despegarse de esas cosas, y, mientras las prevé, o trata de preverlas, pasan otras cosas, imprevistas. Hace un par de meses tuve a una persona a dos o tres metros de distancia, como a mi viejo esta semana, y nadie podía imaginar que esa era la última vez que lo íbamos a ver. Porque palmó. Inesperada, increíblemente palmó.
No era su fan, pero enterarme me dejó triste y estupefact, aunque la estupefacción se había consumido bastante cuando, unos días antes, supe de lo jodido que estaba. Y si bien no era su fan, tengo bien claro el recuerdo de una noche de fines de los 80 en la que Sergio Marchi pasó el Tango traidor en su programa de Rock&Pop. El Tango traidor, Gente que no y el reggae, Armas para la paz. Me acuerdo de no poder creer lo que escuchaba, de haberlo grabado en un casete de Carlitos Balá, el único que tenía a mano.
Y también de una tarde de sábado de mediados de los 90, cuando fui a comprar la reedición en CD de ese disco al Musimundo de Callao y Corrientes. Me acuerdo de mí caminando por Entre Ríos y Belgrano yendo a la disquería, de que al vendedor también le gustaban. Esas cosas que quedan en la memoria vaya a saber uno por qué.
Hace cuarenta años, alguien dijo que el futuro es incierto y que el fin siempre está cerca. Tener eso en primer plano todo el tiempo es imposible, es alienante, es enfermante y/o enfermo. Pero cuando los hechos (y/o mi interpretación de los hechos y lo que puedo hacer con ella y con ellos) lo ponen en primer plano, no hay rascador que alivie la picazón. Ni siquiera sabiendo que pensar en eso es inútil, como me lo demuestra lo inesperado.
Mientras, eso inesperado, aparte de demostrar la inutilidad de pensar (y, por más inútil que sea, ¡es inevitable!), aporta lo suyo, agrega algo más para que zumbe junto a mi cabeza.

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