martes, 14 de febrero de 2012

Again and again

Hace más de dos años, en noviembre de 2009, cerca de mi casa se hizo una exposición de objetos que me gustan mucho. Fui, y supongo que la pasé bien. Mientras la recorría, varias veces se me hizo evidente que me habría gustado compartir ese momento con alguien. No con cualquiera, con alguien que –yo pensaba– podía entender más o menos qué me pasaba, porque algo sabe de mí; con alguien frente a quien, tal vez porque sabe de mí, no tenía historia en mostrarme como una criatura de cinco años.
No pudo ser esa vez, ni el año siguiente, cuando se hizo, más lejos, otra exposición similar. Este año que pasó volvió a hacerse cerca de casa, y de nuevo me ilusioné con poder compartir ese momento. Pero tampoco fue posible. Incluso agité con que aquella noche de hace más de dos años yo había sido feliz. La verdad que no tengo el medidor, no sé cuándo uno pasa de contento a feliz. Sé, en cambio, que los recuerdos engañan. Esta última vez estuve hecho mierda, cortesía del mal descanso que se empeña en darme uno de mis vecinos soretes, y varios de los objetos que quería ver se expusieron en otro lugar sin que nadie avisara.
Me recuerdo sentado en el banco de una plaza, enfrente del lugar de la exposición, cabeza caída, ojos cerrados, tratando de reponerme, mientras hacía tiempo vanamente por si llegaban algunos de esos objetos que tanto quería volver a ver. Sin embargo, hace poco encontré en la web una foto de esa noche, y casi comento en el sitio donde la publicaron algo así como “qué buena estuvo esa noche”. ¡Mentira! Apenas si zafó, creo.
Y entonces qué sé yo si fui feliz en 2009. Sí sé que quería compartir eso y no pude.
Hace justo dos años tocó G en el Konex. No tenía con quién ir, y, pese a eso, fui igual. En la esquina de la placita el movimiento de mi panza me hizo tomar la decisión de doblar para el lado de Rivadavia y no para el lado de Sarmiento. Buena decisión, porque llegué a casa apretando los cantos y no sé si aguantaba cinco minutos más. Eso fue todo. Después del bidetazo ya estaba 0 km. Pero era tarde. Y no hubo G esa noche.
Tampoco hubo G el año pasado, cuando tocó de nuevo en el Konex. No me enteré, no tenía con quién ir, y seguramente no me enteré por no tener con quién ir, y no fui. Me enteré esa tarde, mientras esquivaba, tan in extremis con la diarrea aquella, un ataque de pánico.
Este año sí fui. Aunque, como siempre, no tenía con quién ir. Aunque es una cagada ir solo a un lugar, y más cagada es volver solo. Desde antes de salir sentía que mi cuerpo no estaba al 100%, por más que comí casi una caja de ravioles y una banana justo antes de tomar el colectivo. Y por más que llevé un jugo Ades para el camino, a la altura de la esquina de la plaza fue evidente su inutilidad. Y no me animé a entrar. Para sufrir como sufrí el último recital, para estar pensando qué hago si me siento muy mal, para estar pensando en cómo me siento, mejor no.
Y no entré. Me quedé cuatro canciones junto a la reja, pero G no es un tipo que se pueda disfrutar así. Incluso me escondía por si se daba vuelta y me veía a través del hueco en la lona. Aparte, su público tampoco es de quedarse afuera, y no había nadie. Sólo yo, sin documentos, y una vez en ese mismo lugar la gorra me pidió documentos, y mucho rati alrededor, y un auto que se para a mi lado mientras meo junto a un árbol en una vereda desierta… Mejor tocar.
G tocaba esta canción cuando yo daba la última vuelta manzana antes de desistir y volverme.
Hace dos años tocó otra banda en el Konex, y verlos al aire libre prometía ser más llevadero que un show en un lugar cerrado y lleno de humos. Tocó tres veces, y me ilusioné con ir cada una de esas veces; con ir con alguien y no cagarle la noche con preocupaciones acerca de mi estado. No fue posible. Ninguna de las tres. Incluso fui una vez para ver cómo era el lugar, y fue entonces cuando me quedé junto a la reja. Pero el reconocimiento del terreno no sirvió para nada.
El año pasado tocaron de nuevo (ese lugar suele repetir su programación de verano :p) y también me ilusioné con si alguno de esos tres jueves… y tampoco tuve compañía, y otra vez terminé una de esas noches junto a la reja.
Este año ni fui. Alguno de mis malestares recurrentes habrá ocurrido cada una de esas noches, pero casi seguro que no fue por eso, sino para no sentirme como me siento a veces, cuando trato de hacer cosas que no son, pero hagamos-algo, y termina pintándome una sensación de pérdida de contacto con el entorno (porque lo único que hace contacto con el entorno es mi cabeza, una ilusión que ella crea), y del consiguiente desasosiego a la taquicardia y la descontención previas al panic attack no estamos lejos. Y estamos justo en ese desasosiego y en ese vacío que de por sí son una sensación de mierda. Física y espiritual.
Entonces, elijo evitarme la posibilidad del desasosiego, y también la de volver solo, y la de sepultarme una vez más con la comprobación de la desconexión, de que no puedo dejar de estar afuera. Y la de terminar, como la otra tarde, en la estación, a donde llegué no sé por qué, pero sí sé que me quedé un rato esperando que llegara el tren, viendo bajar a la gente, actuando como si esperara a alguien, pero sin esperar a nadie.
Podría haber escrito esto hace dos años, hace un año, ahora. Podría escribir ahora sobre las chicas que usan havaianas, sobre los médicos que no aciertan una, sobre mis análisis que están bien mientras que yo me sigo sintiendo mal, sobre las medias nuevas, sobre las extraccionistas que te dejan hematoma (esta va con nombre: Ariana Martín, porque ese lugar es muy top, y el aire acondicionado congela, y los empleados tienen un cartelito en el pecho con el nombre, aunque la plataforma para apoyar el brazo tiemble como un metegol en una vereda rota), sobre las monedas que encuentro en la calle (1,75 hoy, 2,20 ayer).
Vuelve el verano a la ciudad, dice un cartel en una plaza que conozco, pero todo se posterga para un futuro que ya no va a llegar. Todo es tan igual como antes. O, si no, es peor: las piedras que trato de quitar de encima mío son ilevantables y me dejan con cada vez menos fuerza física y mental; el SUBE ahora es casi obligatorio y promete serlo del todo; el examen de salud de la UBA es más obligatorio que antes; las cámaras de seguridad se multiplican y permiten identificar incluso a quien sale de un locutorio, como le pasó al chabón que extorsionaba por el caso Candela; el cartel que pusieron en Seguridad Federal informa que allí funcionó un centro de tortura y exterminio (lo cual probablemente sea cierto), pero no ejercita la memoria respecto de los veintipico de integrantes del Estado que murieron en la bomba que puso Montoneros; mis vecinos son cada vez más desembozados en su provocación y en su hostigamiento, los sionistas siguen mintiendo y preparan el clima para el ataque a Irán diciendo que no es posible que un país como ese, que amenaza con destruir a otro, tenga armas atómicas, aunque no sólo es posible, sino que se acepta y se favorece que un país que oblitera la existencia de otro, que viola durante décadas la legalidad internacional, que sigue matando, tanto en su territorio como en el extranjero, con la aquiescencia de Occidente o que regularmente comete crímenes de guerra, tenga armas atómicas; los besos que me doy en los brazos no me alcanzan (y no llego a besarme la cabeza).
Lo único que mejoró es que ahora el súper redondea automáticamente a favor del cliente: la otra vez mi compra sumaba 6,84, pero de eso sólo me di cuenta cuando la cajera me dio el tique (¡ticket!) y vi que tenía un ítem nuevo: “Descuento redondeo”. Porque ella dijo que eran 6,80. Y la pantalla también decía que eran 6,80.
La serie de repeticiones es incesante. Inquebrantable. Tal vez sea inevitable en alguien que viene de una familia donde se repiten palabras, conductas y hasta enfermedades. La circularidad se ve irrompible, y, si trato de romper el círculo, seguro que hago un rayón, que rompo la hoja, que va a ser para peor.
Encima, mi cuerpo no me ayuda, y no me permite romperla ni a trompadas ni a panzazos. Ni con la mera presencia. Y mi cabeza, tampoco. Ni con palabras ni con ideas puedo. Cada cosa que invento o que intento no resulta. Entonces, busco decir acá, una vez más, lo que no puedo decir en ningún otro lugar. Porque estoy diciendo algo (porque estaría definitivamente jodido si no me saliera decirlo). De todas las maneras que puedo y considero que no van a ser para peor, lo digo. Y no me ven o no me escuchan o no quieren o no pueden o no les importa. Hasta la médica que me atiende ahora está de vacaciones, y me medica por teléfono, en una llamada de larguísima distancia...
Yo todavía trato de agarrarme de algo. Quiero tanto agarrarme que de nuevo considero comprarme una cámara de fotos, pero, como hace cuatro años, si había algo de guita, se va en análisis y remedios. Y entonces vuelvo acá, a tratar de agarrarme de-con las palabras, aunque ellas también me agarren a mí, o aunque puedan ver de qué locutorio salgo o enterarse de qué bondi me tomé si voy a postear a un lugar sin cámaras de seguridad.
Vuelvo y digo.

3 comentarios:

... dijo...

No queda nada que creer
ni nada que crear
caminos que he de recorrer
van a ningún lugar

Anónimo dijo...

http://www.youtube.com/watch?v=jtJD8blbnok

Mánuel López dijo...

http://www.youtube.com/watch?v=TMy6X5cQul8