sábado, 7 de julio de 2012

Twitter

Las redes sociales no escapan a la dinámica de las modas. Facebook mató a Fotolog (y el nuevo diseño de Fotolog terminó de enterrarlo), Twitter mató al blog, My Space murió de muerte natural, Google + nació muerto. Tumblr es la nueva atracción…
De todas ellas, la que está en su apogeo es Twitter, tal vez porque usarla no requiere articular dos oraciones, o porque opera sobre un impulso similar al que buscan los productos expuestos junto a las cajas de los supermercados. Y porque se transformó en un campo de batalla virtual en el que se enfrentan a diario partidarios y detractores del gobierno.
Parte de ese enfrentamiento consiste en instalar TT's, es decir, frases o palabras que por usarse masiva y novedosamente en un corto lapso son identificadas por el programa, el cual las hace aparecer en un costado de la pantalla. Meter un TT es una demostración de poder en este micromundo, es un espacio conquistado, es como hacer correr a una banda rival, o mojarle la oreja, si uno es más viejo.
Para eso, y como mariscales en una batalla, se alientan tuiteando cosas como: “Que Pasa Kumpas que no esta Primero en el TT #DondeEstaMacri ?? Vamos!!!”. Una vez logrado su objetivo, los tuiteros se regodean explícitamente con su logro y escriben frases de autoelogio (“Les re cabió. Dos TT en veinte minutos le metimos”) o retuitean las felicitaciones que reciben. Esto no es patrimonio exclusivo de tuiteros oficialistas u opositores, sino que también lo hacen los fans de cualquier personaje de las troupes televisivas o los hinchas de cualquier equipo de fútbol.
Ahora bien. ¿Con cuántos tuits se logra un TT nacional, y, por consiguiente, la chapa que eso otorga y la posibilidad de creerse que “todos hablan de nosotros” y/o la de jactarse de ello? Un sábado a la tarde (no un martes a las tres de la mañana, un sábado a los cinco de la tarde) un jugador de un equipo de la B Nacional hace un gol y es TT. Un equipo que no es River, que no juega contra River, que ni siquiera pelea directamente la punta con River. Un jugador desconocido, salvo para el que es bastante futbolero, que no es el goleador del campeonato, que no tiene ninguna cualidad extraordinaria.
Un partido más, en la fecha 25, bien lejos de las instancias definitorias. Y con 20 tuits en 15 minutos Facundo Diz es TT. Una hora después del gol, seguía siendo TT, y acumulaba ¡24 menciones!
Otro día Ricardo Caruso Lombardi es TT. No sé cuál de todas sus incontinentes y verborrágicas apariciones mediáticas es la causa, pero aparece en el efímero cuadro de honor tuitero. ¿Qué hizo esta vez?, ¿qué dijo, con quién se peleó? Me fijo, y el buscador de Twitter me devuelve siete tuits que lo nombran en los últimos diez minutos. Con siete tuits y un poco de conocimiento acerca del algoritmo tuitero cualquier nardo puede chapear con que fue TT, con que estuvo entre los diez temas más comentados en (Twitter en) la Argentina.
Ahora Floppy Tesouro acaba de bailar en el programa de Tinelli y está quinta en el ránking: la nombran 64 veces en media hora. El país habla de ella…
Obviamente, un domingo a la noche, cuando el programa de Lanata hace explotar Twitter, la cosa cambia, y se necesitan muchas más menciones para instalarse en el top ten. Pero eso no les importa (y si les importa, lo callan) a los que alardean con su logro, a los que, tratando de vencer la intrínseca fugacidad tuitera, hacen una captura de pantalla del momento en que su artista favoritx, sea actor, modelo, gato en ascenso o altx mandatarix, es TT. Ni a los que, contagiados de esa fugacidad, solo pasan un segundo por Twitter para ver la lista y decir “se habla mucho del tema en las redes sociales”, sin detenerse a ver, a buscar, cuántos son los que hablan.

Beso

Cuando finalmente el colectivo llegó y trajo el momento de la despedida, nuestras bocas, por su cuenta, apuntaron al mismo punto del espacio. La contraorden cerebral llegó a tiempo, y el ABS de nuestros cuellos respondió a la perfección.
Terminé con los instantes de vacilación que siguieron a los movimientos descoordinados de la frenada brusca agarrándole la cabeza con mi mano derecha, a la altura del occipital, y acercándola con firmeza hacia mí para que imprimiera su beso contra algún hueso del lado derecho de mi cara.
La puerta abierta del colectivo en la parada, las luces violetas de su interior, el cigarrillo inconcluso arrojado al piso, las últimas palabras, automáticas e impotentes, todo fue fugaz, salvo la sensación de ese beso contra un hueso de mi cara.
Los besos como ese –como el que le di un rato antes en el medio del pecho–, que se dan haciendo fuerza y apretando la boca, que siguen haciéndose sentir un rato después de dados, son los que más me gustan.
Bueno, este fue el primer beso así que me dio. También fue el último que nos dimos.
Fue el último beso así que me dieron.

Warnes

Tenía que ir a un lugar al que ya había ido una vez, así que miré la Filcar casi por compromiso, para ratificar lo que ya sabía. Me tomé el mismo colectivo de la otra vez, me bajé en el mismo lugar, comencé a caminar las ocho o nueve cuadras por la misma calle, pasé por la misma plaza…
Después de cruzar la avenida, el entorno no me resultó tan familiar, pero lo atribuí al hecho de que ya se había hecho de noche, y la vez anterior fui al mediodía. Llegué al paso bajo nivel, busqué con la vista por dónde cruzar, y no encontré el lugar. Busqué en mi memoria por dónde había cruzado las vías dos años y medio atrás, y no obtuve una respuesta atendible. Busqué empíricamente, adentrándome por una callecita curva que se hacía paralela a las vías, y tampoco…
Una chica volvía de haber caminado unos metros más por esa calle, y me preguntó por dónde se entraba. Pensó que yo iba a un lugar que hay ahí, donde seguramente había un espectáculo, y no la desmentí. Le dije: “Creo que por ahí”, señalándole una gran puerta de entrada. Cuando volvía sobre mis pasos vi a dos cuidacoches con chaleco que hablaban junto a una valla. Y decidí preguntarles.
“Hola, disculpá, te hago una pregunta: ¿sabés cómo hago para llegar a Warnes?”. “¿A Warnes? Buena pregunta…”, me dijo, interrumpiendo su conversación mientras el partido seguía sonando en su radio portátil. “Te tenés que tomar el 111”, comenzó su respuesta tras un silencio pensativo. No sé cómo siguió. Creo que no me dijo dónde pasaba, que sólo lo indicó con un gesto que quería decir “para allá”. No me salió explicarle que quería ir a Warnes, acá, a dos cuadras, del otro lado de la vía.
No quise desengañarlo acerca de la inutilidad de su explicación y de su buena onda. Así que le agradecí, caminé por la calle que me había indicado con su gesto y a las dos cuadras, cuando supuse que ya estaba fuera del alcance de su vista (porque cuando me preguntan algo así, yo miro para saber si siguen el camino que les indiqué), doblé y traté de volver a la calle por la que había llegado. No lo conseguí. La oscuridad, las calles que terminan en paredones y la ausencia de cualquier negocio donde preguntar hicieron que debiera caminar seis o siete cuadras desoladas no sólo sin saber dónde estaba, sino sin saber cómo mierda salir de ese lugar.
Finalmente, divisé una calle iluminada, que resultó ser una avenida, y en ella encontré una parada del 113. Seguía sin saber dónde estaba, pero al menos sabía cómo salir y que a Flores o a Belgrano iba a llegar.
No sé por dónde crucé las vías la otra vez que fui. Tengo una imagen, bastante difusa (pero es la única que tengo), de ver el paso bajo nivel ya habiendo cruzado –eso seguro– y desde un costado, como llegando a su desembocadura en diagonal. Apenas eso. Capaz que remodelaron el lugar y sacaron el cruce peatonal, capaz que después de aquella avenida yo me desvié porque había visto en la Filcar algo que no vi esta vez. No sé.
Lo que sé es que me resultó conocida esa sensación de saber muy rápidamente que la respuesta a mi pregunta no iba a llevarme a un lugar mejor. Como cuando voy a un médico y me despacha en ocho minutos. Cuando incluso nota que estoy temblando, que me tiemblan las manos, y hace referencia a eso, de modo que puedo decirle lo que ya casi ni les digo a los médicos: “A veces me pasa, que como y es como si no comiera, y me siento débil, con la cabeza nublada, cerca del desmayo a veces”. Y no hace ni un comentario sobre eso que dije, como si no fuese relevante o no lo hubiese oído.
O como cuando llamo a un gato y antes de ponernos en bolas sé que no va a haber una comunicación como la que pretendo. O como cuando hablo con alguien y de inmediato se evidencia que estamos en mundos fuera de contacto. O como cuando llamo a alguien por teléfono y a las primeras palabras, al primer tono de voz, sé que la comunicación que busco no se va a dar. O como cuando me levanto y antes de vestirme ya voy reconociendo que el día va a ser igual a todos los días desalentadores que vivo.
Había una pregunta, un intento, una persona, y salió mal. Y hay que seguir caminando en la oscuridad. Esperando encontrar un bondi.

Cuando no conocía a Olga

¿Cuándo van a pasar cosas que me gusten? ¿Cuándo voy a estar bien con una persona? ¿Cuándo me voy a sentir contenido, querido? ¿Cuándo va a pintar alguien que me quepa? ¿Cuándo alguien va a decir algo sensato? ¿Por qué las cosas no pasan con naturalidad y uno tiene que subirse al techo para que miren hacia acá? OK, cada uno toma su opción, pero ¿por qué nadie toma esta opción? ¿A nadie le resulta interesante lo que hay aquí?
No es la idea desviar de su ruta a nadie, coaccionar mostrando “si vos hacés esto, yo, que estoy mal, voy a estar mejor”. ¿Desde dónde puedo decir algo? Ey, no soy una planta, y siento que me estoy quedando sin pilas. Digo, si no tenemos un par de cosas, ¿qué sentido tiene quedarse aquí? No, otra vez sopa no. Ya me probé que no me voy a matar, pero, una poca de luz, ¿sí?
Me tienen agarrado. ¿Dónde me van a pagar tres gambas por laburar cuatro horas? Aunque yo, no sé, me ganara el prode, lo que fuera, y me fuese a vivir solo, voy a tener que cargar con todo lo que me pusieron en la cabeza durante 22 años. Digo, este lugar tira para atrás, no renueva la sangre. Es una historia esta casa, el desorden, la desidia, la casa que se cae a pedazos, pero mi madre habla todo el día por teléfono, o duerme, o está en la nube del control mental.
Es imposible, tira para atrás. La omnipresencia de los libros que nadie lee y arruinan llenándose de polvo, las habitaciones cerradas porque todo está tirado por el piso. Las preguntas pelotudas: “¿Cómo estás?”. Mal, pelotuda, cómo querés que esté, pedazo de forra.
Digo, me llenaron de miedos, me armaron de un modo tal que sin ellos no pueda conseguir nada. ¿Te acordás de San Andrés? Yo estaba luchando heroicamente para romper con un par de cosas y la hija puta “¿A dónde vas?, ¿A qué hora volvés?”. Siempre sumando mi mamá.
Yo puedo actuar de un modo “tranquilo”, no romper demasiados ceniceros o lo que sea, pero me gasta por dentro, me rompe no poder mandarlos a la mierda, asumir que lo que intenté por las mías salió mal, que soy un fucking fracasado. Ellos están contentos: soy un muchacho responsable, volví a la vida, ayudo a mi papá –como cuando tenía siete años, ¿viste?–, lo volví a ver después de siete años y eso me hizo mucho bien…
Loco, es como si me hubiera armado así, para que en los momentos grosos, para que cuando hay que tirar el penal decisivo, no pudiera. Me llenaron de miedos, de inseguridades. Digo, si crecí entre enfermos, ¿cómo querían que saliera? Abrieron heridas que no cerrarán jamás. Ni olvido ni perdón, odio y rencor!!!, ja.
Cuando luchaba con mis problemas –que les debo, sin duda–, o cuando estás con una mina, o lo que sea, te tildás y lo hacés mal. Gracias, che, son unos amigos… Aquí uno se llena de tics, de cosas que parecen normales, pero que cuando te cotejás con otros afuera, te miran con una cara…