domingo, 30 de marzo de 2014

Despedidas (II) * De nuevo

Ya dije tanto (y tan vano) en todos los mails anteriores, en todo este tiempo, que no da decir mucho más.
No me hace bien esto. No está bien esto. Y evidentemente va a seguir pasando. Está pasando. (Pasó de nuevo, el 21).
Entonces, de nuevo, me bajo acá.
No tengo ganas de escribir mails (menos invasivos que el teléfono, por cierto), es decir, tratar de comunicarme, y que sea al reverendo pedo. No tengo ganas de que rechaces al niño de 5 años que fui o a un adulto que quiere compartir algo que le gusta, y que lo pone contento: que quiere mostrarse contento (“No me pesa exponer mi alegría/emoción/regocijo, y menos ante quien me aprecia, ante quien siento afín, ante quien quiero. Es de lo mejor que puedo dar”, dijo Olga hace cuatro años).
No tengo ganas de que digas que te gustaría ir a un recital conmigo y no vayas a ninguno de los diez recitales que hubo este verano (más los cuatro de este mes). No tengo ganas de que respondas rápidamente sólo cuando tu paranoia te agita o cuando otro se muere.
No tengo ganas de que me niegues lo que le permitís a la señora militante delante de mí: un gesto de afecto.
No tengo ganas de señalar lo Importante que sos, que fuiste –y que nunca pude decir de modo que no le encontraras un pero–, ni lo que te voy a extrañar. Lo que te extraño. Ni cuánto lamento que esa importancia o que mi aprecio y estima, si se llama así, no sirvan. Igual, eso no te lo puedo reclamar. En cambio, tanto silencio, tantos intentos –tantos “te invito” – sin respuesta son una chotada. Curioso, vos que me decías egoísta, que decías que en tu entorno (del cual siempre estuve afuera) también había egoístas, procedes así.
También es al pedo preguntarte por qué, aún hoy, no puede haber una foto nuestra. O por qué no compartís una idea, un texto, una música. Por qué no se puede discutir una idea. Porque no habrá respuestas. Nada nuevo, salvo el mismo encierro, reforzado.
Sólo agregar, anticipando a Olga, que me cago en la militancia, como en toda otra forma de religión. Ese día póstumo, en un lugar lejano, lleno de paranoicos, sentados en un tronco tan fino como incómodo (lugar apropiado para la tensión que se (te) notaba: ni un cordón de la vereda ni una vereda con la espalda en la pared: ese tronco), destacabas a la gente que hace. Me cago en el hacer. Mi viejo hizo. Hizo un lugar y lo sostuvo 50 años. Hizo una Obra. ¿Y? Me cago en hacer y más me cago en los que creen que hacer significa algo. En los que se creen gran cosa por hacer. Por “luchar”. Síndrome de Karadagián…
Y que no quiero odiarte. (Y, fuck, ojalá no sea tarde). No quiero ver en cada rechazo tuyo la versión 2013 (2012, 2011…) de otros rechazos. Tanto silencio dice evidentemente lo insignificante que soy para vos. Como decían lo contrario los mails de 10000 caracteres o las veces que tus ganas de hablar conmigo te llevaban a un locutorio o a cruzarte la ciudad para verme.
En fin, no tengo ganas de esta distancia hiriente, del diario garzo nicotínico de tu silencio. Yo suelo hablar de P., que de ocho mails me contestó uno, y me resultó obvio que no daba escribirle más. ¿Qué queda para esto? ¿Te parece razonable? ¿Te parece considerado? Queda decírtelo explícitamente porque me importás más que ella, porque me conociste a través mío y no por mis viejos, y porque a veces estuvimos cerca, si no percibí mal (porque me viste, como me descubrí diciéndole a la médica aquella vez).
Cuando es tan obvio que los demás no quieren darte un lugar, hay que irse para no molestar y también por autorrespeto.
Esta vez, a diferencia del otro mail, no tengo los ojos mojados. Tengo un vacío horrible en el alma, en la sangre. En el futuro, que llegó, y me va a llevar puesto. Como siempre.
(Mentira, ahora sí tengo los ojos mojados y la sensación de que se va una parte de mí. #PendejaDelOrto).
Lo demás te lo escribí mil veces, no sólo en ese mail que supuestamente se te borró.
Chau, X.

No hay comentarios: