martes, 23 de diciembre de 2014

Gente alrededor

Mientras me ajusto, cada vez con más dificultad, los tapones en los oídos (los agujeros se agrandan, los tapones se gastan, los más cómodos no se consiguen), logro salirme del acostumbramiento y me pregunto cuándo mierda podré dormir como una persona normal, sin tapones, sin las posiciones dolorosas y antinaturales que debo adoptar para que no se me salgan… ¿Cómo era apoyar la cabeza en la almohada durmiendo de costado?
Trato de reconciliar el sueño en una de tantas despertadas y noto con apabullante angustia que el niño del departamento de arriba no fue a la guardería. No está solo, claro: se oye alguna voz adulta a través de los tapones, pero esa voz no lo rescata del quilombo que hace, arrastrando sillas y arrojando cosas al suelo, que es mi techo.
La angustia se acrecienta cuando recuerdo que estamos a mediados de diciembre, que esta es la última semana escolar y que luego habrá que aguantarlo acá, con los adultos que lo cuiden y con sus medio hermanos cuando les toque pasar varios días seguidos con su padre. Y también a los niños ya no tan niños del departamento de más arriba, el boludo de 16 que llora y patalea y putea cuando pierde con la Play, su hermana y sus amigas con sus agudísimas risitas púberes…
Mientras, todo el día lo vivo con un dolor que ya no se limita al cuello, a la primera vértebra, sino que ha crecido en intensidad y en superficie: sube por la nuca y, sobre todo, baja por la columna, se abre hacia la derecha, punzante en la espalda, y me hunde la cabeza en el cuello, me la hunde torcida como la tapa de un tacho mal puesta.
Y en algunos de esos momentos pienso en el poema que transcribo abajo, y en algo que escribí hace años sobre el mismo tema, y en ¡cuánto me gustaría escribir así! Con ese ritmo, esas imágenes, esas palabras distintas y esa bronca manejada, tan lejanas de mi mentar la muerte, de mi desear la muerte (todos los veranos anhelo que terminen como los Pomar, pero mi deseo nunca se impone).

Vecinito.
A vos que le das duro y parejo al auto que estas reformando
exactamente enfrente de mi casa en planta baja
precisamente justamente en la ventana que da a mi cama.
A vos, que como un frasco de malas decisiones estás hace
dos semanas arreglando lo inarreglable,
quiero decirte:

Quizás sea hora de dejarlo ir.
Quizás sea hora de que me dejes
dormir un domingo a la tarde.

¿Sabés dónde podés poner
tu voz moral en forma de amoladora,
esa que dice que por las tardes no se duerme?
En el capot, vecinito.
O en el baúl del rastrojero
que intentas con tanto ahínco reparar.

Si lo conseguís,
y creo que hablo por toda la cuadra
al decir que lo dudo mucho,
deseo de corazón que se te quede
en la General Paz en algún carril central
un viernes a las siete de la tarde.
Que se destruya en ese mismo lugar
que carga con el nombre de aquello
que no me estarías dejando alcanzar.

No vas a lograr conmoverme:
tu registro ajeno es nulo
y sos malo.

Claro, acá no es uno que arregla el baúl de su Rastrojero (ey, hubo pocos Rastrojero con baúl). Son muchos. Demasiados. El botellero con parlante, por ejemplo, que pasa a las nueve de la mañana, incluso los fines de semana, voceando su interés por lavarropas, colchones y televisores viejos, o el huevero con parlante, que pasa un rato después, ofreciendo docenas de huevos de campo. Pasan lentamente, varias veces, en busca de algún cliente, porque, claro, pobrecitos, están trabajando… La contaminación sonora es una anécdota, una sutileza, una queja de personas acomodadas e insensibles como yo.
El vecino fumador no sé si tiene registro de su alrededor o si simplemente es un adicto perdido obnubilado por la necesidad de nicotina. O si es un pelotudo. Bueno, algún registro del entorno tiene porque a la esposa le molesta el humo del cigarrillo, y entonces fuma en el balcón. Lástima que su balcón está a dos metros de mi cabeza, y cuando su humo llega a mi pieza, o a mi living, tengo que cerrar las ventanas, aunque haga 33 grados y la corriente de aire sea mi única fuente de fresco. Y cuando tengo tos –y seguro que escucha mi tos– y sigue fumando, estoy muy cerca de convencerme de que es un pelotudo. O un sorete.
Un sábado a la noche hay reunión en su casa, con invitados que incluyen niños, y termina pasada la una y media. Los escucho a través de mis tapones de silicona, que amortiguan un poco el sonido, pero no lo suficiente como para alcanzar el sueño. Por eso sé que a las nueve del domingo ya se levantaron: sus pasos, la persiana subida con fuerza, algo que se cae, el nene que juega y tira cosas al piso; si están sus hermanos, tres pibes corriendo, o haciendo goles que no sacuden las redes del arco, sino las rejas del balcón… Eso porque se acostaron tarde: si no, quizá desde las ocho ya estarían marcando el ritmo del fin de semana.
Y el viernes siguiente lo mismo, desde las seis y pico, cuando él se levantó, hasta que se vayan las visitas, cerca de las dos, es imposible adivinar cuándo habrá un rato de calma, rato insuficiente para recuperar el sueño perdido desde tan temprano. Y si hubiera podido recuperarlo, me habría levantado de esa siesta a cualquier hora, y mi ritmo circadiano, como tantas veces, se habría ido al carajo.
Por suerte, la mayoría de los sábados y domingos se van a almorzar a la casa de sus muchos familiares, ya que cuando se quedan, no importa que sea la hora de la siesta, no importa que uno quiera salir, que haya salido, que no quiera que le golpeen la cabeza…
Otro sábado, tocaba Gabo eléctrico en Plasma. Y yo quería ir. Pero me despertaron a la mañana, antes de que mi cuerpo hubiera pagado su deuda de sueño. Y no la pudo garpar en todo el día. Ya había archivado mis ganas de recital, y los niños seguían corriendo, y yo seguía con la cabeza y el cuerpo a merced de sus sonidos. Pegué un par de gritos, golpeé la pared un par de veces, y finalmente salí al patio a ver qué pasaba.
Apenas me asomé, el sujeto me vio, me preguntó qué pasaba, y en la sorpresa apenas atiné a decirle "estamos un poco exaltados". Su respuesta incluyó los sintagmas "es sábado", "los chicos están jugando", "campeón", "qué querés que haga". Agregué, impotente, "el exaltado debo ser yo", y me contestó, canchero, "sí". Tendría que haberle hecho tragar su canchereada de balcón (ese balcón donde sale a llorar cuando las cosas le van mal), pero mide 1,85, y me la tuve que comer, y todavía la tengo adentro, hace más de dos años que la tengo adentro.
(Por cierto, es sábado… ¿y qué? Yo me levantaba los sábados a los seis de la mañana para ir a la facultad. Y los días de examen a veces iba sin dormir y recuperaba durmiendo a la tarde. Imposible con vos y tu familia. Pero eso, y cualquier otra posibilidad que no sea la tuya, está fuera del alcance de tu mente).
Claro que esos argumentos no corren cuando el que no soporta a su hijo es él y, mostrando la hilacha de su enorme violencia apenas contenida, amenaza con pegarle una trompada a un niño de tres o cuatro años porque no se duerme. Ni cuando los chicos rompen a pelotazos las plantas del balcón provocando el enojo de ella. A ver, vecina: tres niños, macetas, una pelota, nadie que los rescate… ¿qué final esperabas?
Es casi gracioso notar cómo la mina que le picaba los sesos con el tema de tener un hijo (y, si no, iba a tener uno ella sola), y se los picaba hablando en un volumen que me hacía partícipe de la cuestión, le grita al nene porque no sé qué hace cuando ella "se siente mal". ¿Y yo qué? ¿Qué onda cuando yo me siento mal? Ah, cierto, eso no cuenta.
Deseó tanto un hijo y termina diciéndole "no hay mandarina, hay manzana; ¿no querés manzana?, comé caca, entonces" o dejándolo con la niñera negra cabeza que ponía a Canosa hablando del pete de Florencia Peña (sí, la escuchaba desde acá, como la escuchaba, obviamente, todas las veces que salía ¡a cantar y a hacer palmas en el balcón!). Por más amor que quieran demostrar, en los momentos reveladores se nota que ellos no lo bancan y que el nene no los banca a ellos. Así, a veces el pibe le pega al padre, lo cual lo enfurece a él, o le dice a la madre que se vaya a trabajar.
Ellos también son de los que imponen su voluntad a fuerza de amoladoras. Un sábado, desde las 9 y hasta las 18, mazazos de demolición, taladros, amoladoras y demás sinfonía para agrandar el placar. 25 bolsas de escombros en la vereda y un sábado arruinado por un placar. Mucha ropa tienen, parece. Y nada de consideración.
Después están los vecinos que tienen mal instalado el aire acondicionado, el cual gotea a toda hora, como en una tortura oriental, y a cualquier temperatura, porque lo encienden aunque haga 23 grados. En especial, de noche, cuando no se ve desde qué piso cae la gota. Gotas y ruido y su contribución al calor, pero, claro, esa parte del mundo queda afuera, inexistente en la burbuja climatizada que se construyen gracias al consumismo y los subsidios que alienta el gobierno.
(Y cuando logro descubrir quién es y le digo, el tipo dice que no es él, que no puede ser. Tiene que venir el portero a mirar, y después decírselo, para que el vecino considere creíble mi versión).
Y los que tiran basura para abajo, desde puchos encendidos hasta toallitas íntimas, desde fósforos hasta comida. (Pero nunca plata). Los que tiran un baldazo, estén regando o baldeando el balcón, a las 8 de la mañana, a cualquier hora… Quizá para ellos no exista la gravedad, y piensen que las cosas se desintegran cuando salen de su alcance visual. O quizá les chupe un huevo. O quizá ni eso.
Pero el que claramente tiene registro de su alrededor es la otra lacra de arriba. Ese disfruta jodiendo a sus vecinos: pone la música bien fuerte y sale al balcón a gritar "al que no le gusta, que se tape los oídos". Y no lo grita porque sí, me lo grita a mí, que alguna vez me quejé inútilmente a la administración por su música y sus puteadas y su violencia familiar, la cual me obliga a presenciar hace años.
Este mismo abusador (físico y/o psicológico) de niños (¿te acordás de cuando tu hija se escondía bajo la cama? Me enteré porque le gritabas "salí de abajo de la cama", y ella decía "no me toques": no decía "no me pegues", decía "no me toques") sale al balcón un domingo a las tres de la tarde a gritar un gol de su equipo como si estuviera en el medio de la popular, puteando a mansalva y mencionando culos rotos y demás linduras.
Le grito que se calle y, también, alguna opinión sobre su calidad humana, y me escucha. Y me grita, como le grita a su hijo, "¿qué dijiste?". Un rato después, cuando su equipo de mierda hace otro gol, lo festeja gritando más fuerte, y agrega "¿no te gusta?, chupame los huevos" delante de su madre, de su esposa y de sus hijos. Y delante de la gente que pudiera haber estado en mi casa esa tarde de Día de la Madre.
Detalle: no tiene 23 años. Tiene 52.
"No la quiero oír hablar más. Maleducada de mierda, andate a tu habitación. Que se vaya porque la mato", puede decir sobre su hija. O puede gritarle a su hijo: "Hablá más despacio, pajarón, es una falta de respeto", después de haber puesto él mismo la música al palo a las ocho y cuarto de la mañana, como lo hizo durante años, y hasta que se cansó, declarándose el dios inclemente de esta parte del edificio, el que dictamina cuándo se puede dormir, quién puede dormir, y siempre a salvo de las imprecaciones de los mortales. Como cuando yo tenía 39º4 de fiebre, cortesía de una intensa enfermedad infectocontagiosa, y la larva esta ponía Sandro a todo volumen un domingo a la tarde. Mi madre fue a tocarle el timbre, el tipo miró por la mirilla, no abrió y no bajó el volumen.
En la reunión de consorcio se transforma y dice "tenemos que ser solidarios, no tenemos que dejar abierta la puerta del ascensor", y es tan sensato y amable que hasta logra que acepten al administrador que él propone… luego de haber apurado a la mina de la administración anterior con que "tenemos contactos", y lograr finalmente que ese administrador renunciara. Y luego de haberse peleado a gritos con el que lo reemplazó.
Después está quien toca el saxo a las cuatro de la mañana, los que juegan al fútbol en la plaza durante la madrugada, los que usan la plaza para reunirse y cantar a los gritos, los que la usan para beber junto a sus autos con las puertas abiertas y el estéreo con la cumbia astillando el silencio o con el bombo del punchi punchi golpeando el aire, los que se agarran a piñas y nos traen las sirenas de los patrulleros…
Y no olvidemos a la maltratadora de niños del otro depto, esa clase de gente que no sé cómo es propietaria. La veo, con las zapatillas como chancletas, en la puerta de entrada; la oigo gritándole a su hija de un año, preguntándole "¿sos loca?", diciéndole que no joda o su palabra preferida, "mañera". La nena de un año es una mañera. O una loca. Y ella es una hija de mil putas que la hace llorar a gritos todos los días, como si la torturara, porque esa criatura llora como si le apagaran puchos en la piel. Y cuando llora de madrugada, parece que nadie se levanta a ver qué le pasa, porque sigue llorando y ni una voz adulta se oye.
Una tarde escuché gritos en el patio. Una niña –su otra hija– gritaba repetidamente y entre sollozos "¡quiero salir!". Es raro que nadie más haya escuchado, pues, buscando la fuente del sonido, llegué a la planta baja, a la puerta del ascensor, y desde ahí se oían los gritos de la nena. Finalmente, dejó de gritar –es decir, la liberó del encierro que le había impuesto– antes de que mi llamado al 137 prosperara.
Estos soretes, que también tienen la manguerita del aire acondicionado apuntando directo a mi patio, un día que no tenían luz mandaron al portero porque querían pasar un cable para su heladera. ¡De acá!…
Sí, claro, me gustaría decirlo mejor, me gustaría no ser tan lúgubre, no verlo como algo de vida o muerte. Pero se me hace imposible. No puedo cagarlos a trompadas, no puedo ponerlos en evidencia, no puedo denunciarlos, no encuentro forma de mandársela a guardar, de imponerme en el terreno que ellos marcan. De que no me ganen siempre, al menos…
Mi madre sigue cagándose en esto y, conchuda manipuladora, las únicas cosas que propone son las que le convienen a ella, pero nunca aquellas que me interesan a mí: básicamente, vender esta casa de mierda. Ella miente, o dice verdades a medias, reza, pone papelitos en el freezer, quema otros en un cenicero, y afirma: "Todo se va ordenando en su ritmo y forma. El Universo es maravilloso, va manifestando de la mejor forma lo mejor. Ya estoy aprendiendo a ser paciente y me adapto a sus ritmos".
Y cuando paso por un edificio y veo más o menos lo mismo, o su probabilidad, en forma de niños, de perros o de gente que termina su reunión de madrugada, me digo "edificios nunca más" y pienso en que, cuando me mude, viviré en una casa. Pero cuando paso por una calle de casas bajas, por Numancia y Escribano, y miro las terrazas, la gente y las parrillas en las terrazas, se me estruja el alma, y pienso en que no sé qué es peor, casa o edificio.
Sí, ya sé, un pozo. Un pocillo hondirijillo.

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