sábado, 22 de abril de 2017

Recuerdos de la fuck (Azulejos)

Este año pasé más de veinte veces por Marcelo T a la altura de las facultades. Casi todas esas veces pasé por el 2230, giré la cabeza hacia la derecha y noté la escasez de pancartas y carteles, que deja a la vista la palabra "intendencia" sobre la puerta del sucucho ese al que recurrí la mañana en que casi me desmayo y no me ofrecieron ni un vaso de agua. Tampoco me preguntaron qué me pasaba o, un rato más tarde, si ya me sentía mejor. Nada. Me podía haber sentado por mi cuenta en el pupitre donde me dijeron que me sentara antes de seguir con lo suyo. Me podría haber desmayado y nadie lo habría notado.
Pienso en ese momento, cuando, sin saberlo, se estaba rompiendo una parte de mi vida; en todo el tiempo y la energía al pedo que puse en ese lugar, en toda la gente de mierda que me crucé allí; pero no escupo, como sí lo hago al pasar por el colegio al que fui en mi niñez. Más que nada, para no correr el riesgo de que alguno de los homeless que viven en esa vereda lo tome como algo personal.
Quizá fue por la acumulación de esas dos docenas de veces, o, más probable, porque las veces que fui en diciembre tuve que cruzar la calle para evitar la vereda donde pegaba un sol picante. La cosa es que me pintó el recuerdo de aquella mañana calurosa en que, yendo por esa misma vereda, decidí comprar un agua mineral chiquita en un kiosco, lamentable gasto para alguien que ahorraba con fruición en busca de un departamento que nunca pudo comprar.
El kiosquero me dio una botella de la heladera, le pedí una natural –porque me gusta el agua natural, no fría–, y me dijo que hacía tanto calor que la natural estaba caliente. Y me llevé la fría. Crucé la calle, entré al edificio y fui al aula donde debía dar el final de Economía, al que me condenaron por haber abandonado la materia el cuatrimestre anterior. No tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas. Tres materias por cuatri más un laburo eran demasiado, y la humillación y el desprecio que me dispensó una compañera, Sabrina Abrán, hija de mil intestinos purulentos, a la hora de armar los grupos para un trabajo práctico fueron la puntilla que sentenció mi deserción.
Sacamos una hoja, que se impregnó con la mugre de los pupitres, como solía suceder. El pelado mala onda (ahí lo googleé, Daniel Sintás se llama) dictó las preguntas en su castellano enfrentado con la sintaxis, y era todo tan abstruso que debí consultarle si cierta pregunta se respondía con cierto texto. El tipo medio que me boludeó, diciéndome que era un conjunto, algo global, una cosa así. Logré aclararle que me refería a ese texto en cuanto eje de la respuesta, aunque tal vez hubiera convenido ejercitar la honestidad brutal y decirle que era obvio que cada pregunta correspondía a un texto y que las palabras que había dictado no conformaban un sentido. (No. No hubiera convenido: era su palabra contra la mía, y en casos así siempre pierdo).
Todos los docentes de Economía que padecí en ese lugar tenían notables problemas con la sintaxis. Pasaron muchos años, pero sucedió tantas veces que me llamó la atención, y ese recuerdo perdura hasta hoy. Onda que pueden explicar sin mayor drama cómo se calcula el beneficio marginal o el costo de oportunidad, pero la concordancia nominal parece resultarles inaprehensible.
Esa cátedra era especialmente una cagada, hostil y expulsora como todas, pero con un plus: el titular era directivo de la AFJP de Banco Nación y entonces usaba los teóricos para hacer publicidad del sistema privado de jubilaciones en general y de su AFJP en particular. Y los ayudantes bardeaban a los alumnos desde su módico olimpo diciendo "la nota es inmodificable" cuando les preguntabas si podías ver el examen. ¡Ey!, yo no te hablé de eso: te dije que quería ver el examen porque no solía sacarme cuatro o cinco, como subrepticiamente me pusieron ustedes.
Además, cada profesor hacía lo que quería en su práctico, los cuales no tenían casi relación con los teóricos, y, a fin de cuentas, era como cursar dos materias distintas. Es un poco desolador ver cómo uno quedaba tan a merced del azar, de que hubiera horarios compatibles con el trabajo, de las decisiones incomprensibles y anárquicas de cada cátedra, de algo tan decisivo para mí como era la existencia o no de trabajos grupales, de docentes que te ignoraban o te matoneaban, de unos contenidos deslavazados e inútiles, lo cual conformaba un deliberado conjunto de procedimientos desmoralizantes y, finalmente, expulsores, tendientes a reducir el alumnado a partir de la supervivencia del más apto, pero no el más apto académicamente, sino el más capaz de adaptarse a ese lugar de mugre, maltrato y militancia.
Y cuando, Google mediante, me entero de que el titular de la cátedra cambió, pero los tres encargados de los prácticos continúan en sus puestos quince años después, tengo muchas ganas de ir y manifestarles vivamente, con los puños sobre sus quijadas, lo que pienso de ellos, de su trato hacia nosotros y del clima de mierda que tenía su cátedra.
Porque, además de los docentes, había algunos alumnos del orto, como la mencionada soreta que me ninguneó de modo vil, dándome vuelta la cara y dejándome en banda, sin dirigirme la palabra, a la hora de armar un grupo para un práctico; la naba que, cuando el profesor nos informaba de las maravillas del sistema privado de jubilaciones, levantaba la mano y preguntaba cómo había que hacer para realizar aportes voluntarios, o la otra forra maleducada que una vez coincidió conmigo en la parada del bondi de vuelta y, cuando la reconocí de toque y quedé con la mirada expectante para hacer algún mínimo ademán de saludo, decidió ignorarme alevosamente.
Y otros, la gran mayoría, no tan chotos, apenas en el grado estándar de la invisibilización, entes circulando a una distancia irreductible que manifestaba lo indeseada que les resultaba cualquier intersección y a los que, seguro, nada de todo esto los afectaba; y otros más que transitaban ese lugar con una abulia que los llevaba a decir: "¿Nunca tuviste un aplazo?". No, flaco, nunca tuve un aplazo y no me levanto a las seis de la mañana para sacarme un cuatro. Y dos o tres con los que nos hablábamos no porque los sintiera especialmente afines, sino porque, como decía uno de ellos, "somos los únicos que nos damos bola"; tal vez el mismo que una vez me dijo: "Falté el lunes. Decime qué hicieron porque a mí nadie me habla".
Durante el examen me vinieron ganas de hacer pis, unas ganas intensas, no recuerdo si incontenibles o si solo desconcentrantes, pero definitivamente incómodas. Le pedí permiso al profesor para ir al baño, y el tipo puso tal cara de ojete que me hizo pensar en decirle "si querés meo acá; total, tengo la botellita". Supongo que pensó que me iba a copiar, que tenía un machete para leer en el baño, pero me dijo que sí, casi como por obligación. Hoy, lustros más tarde, puedo decirte que no, que no tenía ningún machete: que tenía ganas de mear y que no necesitaba machete. Pelado forro.
Corte que fui, meé, volví, terminé el examen con la certeza de haber aprobado… La escena siguiente me muestra fuera del aula, esperando. Creo que, a medida que terminábamos, nos hacían salir para esperar en el pasillo. Éramos unos pocos, una media docena, la escoria del curso, y la mayoría eran de esos a los que no viste casi nunca, contrariamente a mí, que trataba de ir a todas las clases. Eso me desalentaba mucho: si me rompo el orto y llego al mismo lugar al que llega otro que no viene nunca, ¿para qué mierda vengo?
Aparecieron otros tipos de la cátedra, más encumbrados que el dolape, entraron de una al aula y cerraron la puerta, como si su deliberación fuese cuestión de Estado. Antes de que salieran y nos informaran los resultados de su cónclave, vimos pasar a una chica, escaleras abajo, llorando. No supimos si la habían bochado o si, digamos, se había peleado con el novio; pero claramente no se trataba de un presagio alentador.
Finalmente, aprobé con seis, la nota más alta de esa mañana. Apuesto a que habían tomado la decisión de que nadie del final aprobara con más de seis para que no tuviera una nota igual o superior a la de aquellos que habían promocionado. Otro de los que iba seguido aprobó con cinco. Pese a eso, se recibió, prontamente fue docente auxiliar ad honórem, becario de Conicet y participante en diversos congresos.
Mientras esperábamos, noté, con la sorpresa que me sobreviene cuando encuentro en cualquier lado un objeto igual a uno que tengo o tuve –como el frasco donde una de mis dentistas guarda cosas de su consultorio y acá usábamos para guardar el paquete de harina–, que los azulejos del pasillo eran exactamente iguales a los de la cocina de casa: amarillos, cuadrados, de quince por quince…
Casualidades que suceden a veces, por algún motivo se habían roto dos azulejos de la cocina. Y yo me encontraba con estos, semidespegados de la pared, sujetos por cinta de embalar transparente, sin tener que ir a un corralón de materiales o a los negocios de la avenida Alberdi. No sé cuánto los miré, no sé si procedí de una o si fui madurando la decisión mientras trataba de sociabilizar con mis compañeros y prometía que "si apruebo, invito cerveza para todos". Supongo que lo habré referido de algún modo, casi como para preparar el terreno.
La cosa es que en un momento procedí: sin preocuparme por las miradas ajenas, despegué dos azulejos de la cinta –no recuerdo si tuve que hacer algo de fuerza para despegarlos de la pared o si el Klaukol ya había claudicado– y los guardé en la bolsa gris de Musimundo donde tenía el cuaderno, la birome, los resúmenes, la botella de agua y tal vez alguna fruta para comer.
Aún hoy están en la cocina de casa, en la columna que sobresale alrededor del caño de bajada. Es lo más importante que me dio la fuckultad en mi paso por sus aulas.

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