martes, 2 de enero de 2018

La anestesia es total

Cuando Barack Obama asumió la presidencia de Estados Unidos, cuando era enorme la expectativa por el negro pluricultural de padre musulmán que llegaba para cerrar Guantánamo (jajjaja), dijimos aquí que nada nuevo podía esperarse de su gestión en lo referido al conflicto israelí-palestino.
Pasaron ocho años, ganó el Nobel de la Paz, tuvo algunas rispideces con Netanyahu, supervisó el operativo que terminó con el asesinato de Bin Laden y la desaparición de su cadáver, vino a Buenos Aires y se emocionó en el monumento que recuerda a otras personas asesinadas y tiradas al mar, flexibilizó la relación con Cuba, pero nada cambió entre Israel y Palestina.
Durante ese tiempo, no hubo ni un mínimo acercamiento entre las partes, lo cual eleva la figura de Rabin, el único tipo que del lado israelí dio un paso hacia la paz, firmando con Arafat y Clinton los acuerdos de 1993. Así terminó Rabin, asesinado por un fundamentalista judío…
El conflicto fue perdiendo lugar en los medios, cortesía de la guerra en Siria (donde la dinastía genocida de Assad salió airosa gracias a su alianza con el neozar Putin) y de la oportunísima aparición de Isis con sus decapitaciones, sus masacres cinematográficas y otras más pragmáticas y menos difundidas. Ahora, ante la caída del califato, el asunto que concita la atención en la zona es la escalada de la pugna entre Irán y Arabia Saudita, que no se limita al lejano Yemen, sino que se acerca al hipersensible Líbano.
Palestina y la ocupación israelí quedaron ya no en segundo plano: quedaron más atrás. Solo las sacó del olvido la operación "Margen protector", que en 2014 dejó más de 2100 muertos de un lado y 71 del otro, o los asesinatos de un bebé palestino de 18 meses y su padre, quemados vivos en su casa por colonos israelíes, como también fue quemado vivo un adolescente palestino en otro hecho, una venganza por el crimen de tres adolescentes israelíes supuestamente asesinados por palestinos.
Se cumplieron cincuenta años de la ocupación de Cisjordania (que incluye la de Jerusalén Oriental) y ni siquiera el poder de los números redondos movió el amperímetro. Todo fue quedando cubierto por un manto inquebrantable de quietud, un equilibrio desequilibrado (siempre para el mismo lado) que nadie parece interesado en sacudir.
El bipartidismo israelí ha desaparecido (tanto como ha desaparecido la izquierda pacifista israelí), los partidos que siguieron a su desaparición no se consolidaron, y el Likud se irguió en esa situación unipolar, aliado con racistas como Lieberman y Shaked, que serían intolerables en cualquier país occidental y que en Israel son ministros de Defensa y de Justicia…
Del otro lado del muro, contribuyen la conveniente pasividad de Fatah y, últimamente, también de Hamas. Seguro no fue casual que dos de sus líderes políticos más proclives a un acercamiento con Israel fueran asesinados por el estado sionista: Ahmed Jabari fue bombardeado en 2012, cuando procuraba un cese de hostilidades, como antes, en 2003, habían matado a Ismail Abu Shanab, uno de los fundadores de Hamas, que se había manifestado contra los atentados suicidas y era partidario de una tregua a largo plazo.
El único gesto significativo de rebelión lo realiza una chica de 16 años, Ahed Tamimi, que increpa, provoca y abofetea a los soldados ocupantes. El resto está petrificado: Abbas va camino a ser presidente vitalicio; Haniya trata de hacer buena letra para no ligarse un misilazo en la cabeza, Marwan Barghouti continúa preso… El Mandela palestino va a cumplir dieciséis años en la cárcel y nadie reclama por su libertad.
Mientras el tiempo juega a favor de la potencia ocupante, que cada día consolida un poco más el statu quo que pretende eternizar, los hechos consumados, a la velocidad del fuego que resulta imperceptible para la rana en la sartén, siguen su constante avance sobre cualquier posibilidad de un Estado palestino. Ni siquiera cuando el presidente Trump le da gas y decide trasladar la embajada de su país a Jerusalén, en un explícito respaldo a la idea mitológica de que esa ciudad es la "capital única, eterna e indivisible" del reino de Israel y, ahora, del estado sionista, se producen consecuencias significativas. Un par de "jornadas de ira", media docena de muertos y poco más.
Esta vez no tengo una intuición que me permita hacer un pronóstico con una certidumbre como la de hace nueve años. O quizá no hago un pronóstico no por carecer de intuición y no saber qué aventurar, sino porque, de hacerlo, sería más desfavorable que el de entonces: porque buscan postergar todo indefinidamente, hasta que no quede con vida nadie que haya nacido en la Palestina británica (ey, los más jóvenes de ellos, los que nacieron en el año de la Nakba, este año cumplen 70), hasta que no quede nadie que haya visto la firma de los acuerdos de paz… Hasta que puedan decir que nada de eso existió y lo borren de la memoria como borraron decenas y decenas de aldeas palestinas. Hasta que puedan decir que los palestinos no existen.
¡Ah, no, pará!, eso ya lo dijeron (hace casi cincuenta años que lo dijeron).
La única forma de ser optimista parece ser la de aferrarse al apotegma "cuanto peor mejor". Desde ese lugar podría ver con buenos ojos la decisión de Trump porque expone de modo palmario, aun para el más "coreano del centro", que Estados Unidos no es imparcial y que nada justo podrá ocurrir a partir de su mediación, y porque socava gravemente la idea de los dos estados, que se ha transformado en un cliché del bienpensar, pero que, al no poder resolver asuntos decisivos, resulta funcional a los ocupantes, que no quieren dos estados, sino estirar este limbo hasta que lo consideren irreversible.
Así, tal vez pronto alguien comience a gritar al pie del muro su propuesta de un solo estado, una verdadera democracia con su principio más básico: una persona, un voto. No para que suceda, porque no sucederá, sino para dejar en evidencia que los israelíes sólo pueden ser mayoría en esa región (considerando los límites del 67, los del 48, los previos, los posteriores, no importa) por la fuerza, por la impunidad y por la limpieza étnica.
O quizá la generación de Ahed Tamimi haga cosas que no se me ocurren.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ayer iba a escribir algo acá, algo que empezaba con:

Algo está comenzando a suceder.
Bueno, tal vez decirlo así sea muy optimista: al menos, algo pasó ayer.
La Marcha del Retorno marca un hito, tantas veces soñado desde este blog (http://nosoportoalagente.blogspot.com.ar/2008/02/caern-los-muros-all-walls-will-fall.html).
La desmesurada respuesta criminal del Estado Genocida debería, también, marcar un hito; pero todo eso, de nuevo, parece naturalizado.


Pero no sabía cómo seguir, ni tampoco sabía cómo iba a seguir desarrollándose la situación, cuánto iban a durar las manifestaciones en Gaza; si, finalmente, se extenderían hasta Cisjordania y desde allí también avanzarían los reclamos por el derecho al retorno.
Abrir la página de CNN cuando me levanto y ver que las protestas "shrink in size" me desmoraliza el día. Y tampoco sé cómo seguir diciendo algo que no sea la ilusión de que algún día algo sucederá: la materia prima para que suceda está.
Aunque también es cierto que está hace mucho tiempo y no sucede. Aunque también es cierto que Abbas y los otros gerontes son los que están hace mucho tiempo y hacen lo suyo para que no suceda.
Y, en efecto, la desmesurada respuesta criminal del Estado Genocida se naturaliza, tanto como que EE. UU. bloquee en el Consejo de Seguridad la posibilidad de una investigación de la masacre.
Sólo quedarán las imágenes de la fantasía a la que más temen los sionistas a punto de materializarse: miles de palestinos avanzando hacia sus tierras. Y el testimonio de cómo hicieron literal la metáfora de "cazar dentro de un zoológico", tirándoles a personas desarmadas del otro lado de esas cercas electrificadas que sirven como frontera.